Amor en Trance - Proyecto Final de los Talleristas

Amor en Trance
Diana Carolina Romero, Lilian Patricia Alvarado, Néstor Pedraza
(basado en el cuento Espejismos Dimensionales, de Lilian Patricia Alvarado)

Es necesario tener las güevas muy bien puestas para meterse a comprar perica a la calle del Bronx, y Andrés ya estaba curtido en ese asunto. Había hecho sus primeros pinos consiguiendo bareta a precio de huevo en la ya desaparecida calle del Cartucho, por la época en que se dedicaba a leer a los clásicos en un kiosko de revistas, mientras se fumaba la hierba y esperaba que sus parceros lo llamaran para hacer alguna vuelta. Ahora tenía su proveedor fijo, sus amigos de la estación de policía, su respaldo camuflado entre las costillas. Pero en su experiencia, nunca había conocido a un personaje tan exótico como el del espejo. El tipo estaba sentado, enrollado en una cobija mugrosa a pesar que hacía sol. Se mecía mirando un pedazo grande de espejo, parecía temblar por momentos, y por momentos parecía intentar meterle los dedos al espejo.

De repente se armó una trifulca, una pelea por unos pesos de más o de menos, una de esas estupideces que sólo se cometen cuando el cerebro está frito. El agresor se abalanzó sobre el pedazo de espejo que el balancín humano observaba en silencio, e intentó incorporarlo a la humanidad de su detractor. Su cara terminó casi tan rota como el pedazo de espejo al caer al pavimento. El del espejo apenas había tenido oportunidad de levantarse para reclamar lo suyo. Al hacerse consciente de la situación, expresó su inconformismo con una frase que le caló a Andrés en lo profundo: “Como dijo un cierto Tommy, para qué lo quiere matar si no se lo puede comer. Y ahí le llegó su Popeye a ponerle tatequieto.” “¡Usted lee a Faulkner!”, se sorprendió Andrés. “Tanto leer nos trae aquí, nada de raro tiene encontrar locos obsesivos de las letras como usted en estas calles”, y sacó un espejo de mano al que empezó a picar con un palito, como quien juega con su reflejo en el agua.

—¿Y qué hace con el espejo?

—Quiero ir allá.

—¿Dónde?

—Allá —no dejaba de tocar el espejo con el palo.

—Y por qué quiere ir allá.

—Por Lucy.

Fueron sus últimas palabras. No hubo forma de sacarlo de su trance.

***

—Lucy parecía tener siempre energía de sobra, y cuando estaba conmigo reía con facilidad. Su mirada combinaba la fatalidad con la inocencia. Nos conocimos en la fila de un supermercado, ella discutía con el cajero y yo aproveché para armar escándalo y meterme dos chocolatinas entre el bolsillo. A ella le hizo mucha gracia cuando le regalé una, y comenzamos a hablar. No me di cuenta cómo me enamoré. Al principio, no me importaba que desapareciera durante días, pero luego comencé a sospechar que algo andaba mal. Un día fui a visitarla por sorpresa y encontré que su compañera de habitación estaba tratando de reanimarla. Lucy le pegaba duro a la perica, como veo que hace usted. Yo estaba limpio, no sabía de esos asuntos. Cuando empezó a hablarme de los hombres del espejo, no quise escucharla. Eran alucinaciones muy oscuras, de hombres de aspecto monstruoso; me daba miedo lo que se estaba moviendo en su cabeza. A pesar de eso no la abandoné. Pensé que podía sacarla, que podía salvarla, usted sabe, la película del héroe. ¡Ah, Julio, quieto ahí, usted me prometió un espejo…!

***

La semana siguiente a la conversación truncada de su segundo encuentro, Andrés regresó a la calle del Bronx a aprovisionarse para sí y para sus clientes. Llevaba sobre los hombros una ansiedad particular, un afán por escuchar el final de la historia del hombre de los espejos. Se decepcionó al enterarse de su ausencia. Le contaron que al tipo le dio la loquera unas calles más arriba, se metió en una marquetería y resultó rompiendo un par de espejos. Lo sacaron a patadas y la tomba se lo cargó a la estación. Le clavaron las setenta y dos completas, no volvería a las calles hasta pasado mañana.

Andrés no mostró su cara por la calle del Bronx en más de dos meses. Su negocio con la perica era puro desvare, plata que se levantaba cuando no había más qué hacer. Pero en esas semanas estuvo ocupado en asuntos de mayor calibre, y la ganancia fue buena. Con todo, ya había agotado sus reservas de droga y le salía caro conseguirla por otros medios. Siempre prefería eliminar a los intermediarios, ir directo a la fuente.

Caminaba por el centro de la ciudad, plena calle diecinueve, pensando que máximo ese mismo fin de semana iría a aprovisionarse. Entonces, un indigente lo sacó de sus pensamientos. “Una monedita parce, pa' un espejo.” Semejante solicitud sólo podía salir de un único loco en esta ciudad. “Yo pensando en el mago de los reflejos, y preciso se me aparece”, le gritó con una sonrisa. “Uy, don Andrés, qué pena que no lo reconocí”, cambio radical de actitud y de lenguaje. “Venga, hombre, yo le compro un espejito, pero me tiene que terminar de contar su historia.” Bajaron por la diecinueve hacia la avenida Caracas.

—Son altos, robustos, la piel a veces les cuelga por partes, llega a vérseles la carne viva. Están como armados a punta de remiendos de tejido humano. Hay que tener mucho cuidado, porque viajan a través de los espejos, los usan como puerta interdimensional. Cuando Lucy me empezó a hablar de ellos, pensé que eran meras alucinaciones, delirio de persecución. Me contó que uno ellos que era tuerto y que intentó sacarle un ojo, y en el forcejeo la piel de sus manos se reventó y perdió parte de un dedo. Después me aseguró que ya sabía por qué la perseguían, que ellos necesitan renovar sus partes, sus órganos, para revitalizarse, y que ella había hecho contacto con ellos, por eso ahora la querían para utilizarla como piezas de refacción. Hay que tener mucho cuidado, créame. Espejos hay por todas partes.

—¿Entonces por qué no se aleja de los espejos? ¿Por qué insiste en tener siempre espejos con usted, en tocarlos y mirarlos por horas? ¿No tiene miedo de esos bichos que pueden saltarle de un espejo?

—¡Ah, no, yo quiero que me lleven! —las lágrimas se le desbordaron en un quiebre repentino y se disparó a correr.

Andrés se quedó de nuevo con la intriga. No pudo resolverla tampoco la siguiente vez que se metió a la calle del Bronx, porque encontró al hombre de los espejos tan drogado que no logró sacarle una sílaba.

***

—Hubo días de tranquilidad con Lucy. Nos gustaba conversar en parques, nos sentábamos por horas en alguna banca. Ese día estábamos en el Parque Nacional, amenazaba con llover y la acompañé al baño. La esperé mientras pagaba la entrada, me sentía tranquilo, incluso feliz. Creía que ella podía dejar las drogas por su propia voluntad, que lo estaba logrando. Entonces escuché un grito desesperado y me lancé al baño a buscarla. Usted no podrá creerme, yo que lo vi no lo pude creer. Uno de esos hombres reciclados de los que tanto hablaba Lucy tenía medio cuerpo fuera del espejo, tenía atrapada a Lucy que forcejeaba sobre el lavamanos, y antes que yo pudiera llegar hasta ella y sostenerla por las piernas, la arrastró a través del espejo y desaparecieron ambos. Estuve casi hasta media noche buscándola por todo el parque, repitiendo una y otra vez la escena en mi mente, tratando de entender. Ese fue el inicio de semanas, meses, años de desesperación, de preguntas sin respuesta, de búsquedas infructuosas, de noches de insomnio y terrores constantes. El dolor se instaló para siempre en mi alma, y sólo repudiaba la muerte por la convicción de que un día Lucy reaparecería. ¿Cómo había hecho contacto Lucy con esos bichos? ¿Cómo podían atravesar los espejos? ¿Qué debía hacer para que me llevaran también y encontrarla? En mi desesperación, inventé una explicación: Todo comenzó con la crisis de drogas que me reveló su adicción. De alguna forma, el rapto de Lucy tenía que ver con su vicio. Decidí seguir sus pasos, con la esperanza de hacer contacto, de ser raptado. Y aquí estoy, siempre con un espejo cerca, siempre buscando la forma de entrar en él, siempre esperando que vuelva a aparecer uno de esos bichos y me lleve como a ella.

***

La última visita de Andrés a la calle del Bronx fue hace más de tres meses. Un par de amigos suyos le propusieron una vuelta buena, billete garantizado, pero el asunto salió mal, muy mal. Ahora, Andrés está en el Cementerio Central, dándole el último adiós a su mejor amigo, caído bajo plomo policíaco. Decide caminar por entre los mausoleos y ve a la distancia, frente a una tumba, una silueta familiar. “Warner”, gritó, y su grito desvaneció la silueta. Andrés sintió la necesidad de acercarse a la tumba que segundos antes observaba la silueta desaparecida. Se encontró con una lápida sencilla, adornada con varios espejos puestos alrededor del nombre tallado en el mármol: Lucy.

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