Vampihumafauniburus
Carolina Pérez, Iván René León, Alex Acevedo

(basado en una idea original de John Jairo Sarabia)

Del Animalejo Terco

¡Despertó! El exquisito olor de las galletas de avena alertó sus sentidos. Con sus orejas puntiagudas y largas dibujó un mapa sónico para hallar el tesoro que representaba esa bandeja de galletas humeantes. Sus alas colosales se estiraron en ademán de desperezarse, hasta hacer traquear su gordo y pequeño cuerpo. Maravillado por el dulce olor de las galletas, el bicho estaba dispuesto a salir disparado de esa cueva que permanecía siempre en tinieblas, pero recordó que ante todo era un animal social; en ésa, su plácida celda nocturna, vivían también sus cofrades. Bajó la mirada. Dudó.

A veces, cuando se hundía en el sueño, se olvidaba de todas las implicaciones de los lazos sociales, y su primer despertar siempre quedaba impregnado de una baba de libertad. Mientras duraba el sueño, nada significaba la responsabilidad de los afectos, nada tampoco la coerción de las normas, y nada tampoco la obligación de la solidaridad. Pero con la vigilia revivían los fantasmas y las cargas se hacían más pesadas. Quizás por eso su primer pensamiento del día lo dedicaba a un plan de escape que nunca terminaba de fraguar; tarde o temprano iba a suceder, tenía que romper las ataduras con el clan y empezar una nueva vida completamente autónoma.

Salió de la quietud filosófica impulsado por el apetito de las galletas recién horneadas; deseó con ansia clavar sus colmillos pequeños y punzantes en la blanda capa de chocolate que las recubría. Y se disponía ya a emprender el vuelo, cuando un chillido ensordecedor de uno de sus congéneres frustró su plan. Era un chillido de burla, risillas que lo atormentaban. Sus compañeros de piel oscura y elástica se amontonaron en grupitos con ágiles movimientos. Un coro de sarcasmo y hostilidad a su alrededor. La contraparte de las ventajas sociales. El lado oscuro de la virtud política. Aquel vampiro excepcional sabía que era el tema favorito de ellos, aunque poco le importaba. Desplegó sus alas, y tropezando con las paredes de la cueva, buscó por fin la salida, la luz del exterior.

Los rayos del sol dejaron ver su piel extraña, arrugada y blanca, completamente láctea. Era un vampiro albino cuya palidez extrema era el hazmerreír constante de los otros. Y para rematar, el color de su piel no era su único defecto, pues aparte caminaba de una forma extraña, con las patas muy abiertas, evocando quizás la elegancia clásica de los patos, o sencillamente como si fuera un caballero ilustre del reino de Frost.

Justo al pie de la cueva había una flor de Aranzú —ese loto gigante que florecía con pétalos tricolores, amarillo, azul y rojo, que medían más de dos metros—, en donde el bicho albino solía refrescarse cada mañana, pues esa era la otra diferencia con los de su género: nunca se complicó la vida robando la sangre de animales o humanos. Era más bien omnívoro, pero sobre todo glotón. Su apetito voraz lo impulsaba a diario a meterle los colmillos a lo primero que se le apareciera. Había probado las sopas de nabo y cubio que robaba de las aldeas, también el tabaco, también el papel, y desde luego había tenido pantagruélicos banquetes de bellota. Manjar para él eran las gotas de rocío, y sus favoritas eran las termitas como postre, claro, si no podía hallar comejenes. Cada cosa que podía percibir mediante su olfato le llamaba la atención, y si era susceptible de ser chupada, no lo dudaba y arremetía contra el objeto de su curiosidad. Incluso una vez pretendió morder el oro, lastimándose uno de sus colmillos; aprendió que hay cosas que no se dejan comer.

Luego de calmar su sed en la flor de Aranzú, el bicho voló en dirección sur, rumbo hacia esa bandeja de galletas de avena y chocolate que imaginaba reposando en cualquier cobertizo de la hondonada de Vers. Al tiempo que ejercitaba sus alas, volvía sus pensamientos a la otra gran preocupación de sus últimos treinta y seis años de vida: casarse, conseguir una pareja a la altura de sus expectativas. La verdad, el vampiro albino la tenía difícil, no sólo por su aspecto sui generis o su conducta un tanto excéntrica, sino también por las mismas exigencias que fijaba. En otras palabras, era exigente y terco. No le convencían las esclavas de piel tersa y rostro armonioso, tampoco las niñas inocentes de la aldea que observaba a escondidas tras las ramas, menos las mujeres con cuerpos definidos y a veces sudorosos. Las ancianas sólo le provocaban tristeza. Tampoco estaba interesado en seres mágicos, y ni pensar en las hembras de su especie, que ya eran raza en extinción y siempre se asustaban al verlo, cuando no soltaban una carcajada de desprecio.

Como de costumbre, pronto desistió de encontrar las galletas, y se conformó con unos bulbos fétidos que encontró a su paso. Y después, con la barriga inflada de tanta ingesta desgobernada, transitó el resto del día entre el campo espeso, picando por aquí y por allá, chupando de esto y lo otro. Era aventurero. Se escondía una y otra vez para que nadie lo divisara. Ya cerca del crepúsculo, el clima del reino de Frost mudó abruptamente; apareció un grupo de nubes negras que traía consigo un aguacero torrencial. Y el bicho, como por variar, ya tenía hambre otra vez, descontando el hecho de que no hacía mucho se había atragantado de huevos de Dons, esas aves medianas, con ojos saltones, que tenían sus nidos por debajo de la tierra.

A medida que la tormenta se fue acercando gota a gota, este patético vampiro empezó a sentir frío, cansancio, sueño, hasta que terminó por convencerse de que lo mejor sería buscar un refugio para su cuerpo gordinflón. Cuando la noche se impuso en toda su majestad, el bicho se hallaba en los inmensos jardines de un castillo, estilando y castañeando los dientes de frío. A doscientos metros, logró divisar con su corta vista un frondoso árbol en cuyas ramas se abrían cientos de flores blancas, diminutas; parecía un buen refugio. Corrió angustiado porque ya le dolían las gotas de agua sobre su piel. Respiraba vertiginosamente, y su pulso de dos corazones parecía reventar. Se agarró del tronco grueso del árbol para sostenerse. Su nariz percibió el delicado y apetitoso olor de la savia; era como un eco de otras delicias que lo llamaba. Aún sin estabilizarse, trepó y trepó, con más ganas que pericia, y al adentrarse entre las ramas, su estómago le clamó a gritos un pequeño mordisco.


Del Árbol Insatisfecho

El árbol se estremeció como si hubiera llegado el momento esperado por siglos. Hasta entonces su historia arbórea se había caracterizado por la modestia y la meditación trascendental. Aspiraba a un nirvana en el que cada hoja de sus ramas alcanzara la suculenta paz de no desear la luz. Pero al mismo tiempo, no le satisfacía esta aspiración oriental, y tendía a imaginarse móvil, deseante, humano, demasiado humano.

Con el arribo del vampiro a sus instalaciones, con el mordisco que le propinó, todos los fermentos, musgos y líquenes producto espontáneo de su inmovilidad y su ceguera explotaron igual que un globo lleno de pedos. La corteza empezó a encogerse, a cambiar de color, a suavizarse, a llenarse de poros. Las hojas que lo hacían frondoso cayeron hasta dejarlo desnudo, de una de sus ramas salieron despedidos por el aire los polluelos que allí anidaban. Sus entrañas leñosas fueron tomando la forma flexible de los músculos, la rigidez harinosa de los huesos, y los conductos que transportaban la savia se transformaron en venas y arterias con sangre caliente, burbujeante. El árbol que permaneció inmóvil por tanto tiempo, en perpetua contemplación de sus propias falencias y la imponderable desproporción de sus aspiraciones, adquirió de repente las líneas de un cuerpo humano joven; un ser capaz de moverse con autonomía. La memoria guardada en los surcos de su tronco se replegó hacía la cabeza conformando parte del cerebro; de la madera más íntima y tierna se formó el cerebelo. Entonces, donde antes sólo se producían pensamientos vegetales y melancolía estática, ahora brotaban a mares conceptos, ideas, abstracciones, desbalances hormonales, ganas de amar.

Así, no tardó en aparecer por su mente la imagen de aquella mujer que quizás había sido la causante de la transmutación. Era una dama triste pero definitiva, lo que casi la hacía equivalente a las lejanas estrellas de cine. Además, aquella mujer expelía un aroma particular, lujurioso, una mezcla perfectamente coherente de pino, anamú y limonaria, y por si fuera poco sabía cantar a la perfección; pasaba horas enteras sentada sobre sus ramas entonando arias melancólicas.

Y de la misma manera fugaz en que sus pelos radiculares se trocaron en vellosidad púbica, y a su vez sus células vegetales se cambiaron por leucocitos y glóbulos rojos, así también le llegó al árbol, muy rápido, la primera conclusión de su cerebro recién estrenado: el recuerdo del aroma de la mujer, de su voz entonando canciones pastoriles, pronto dio lugar a la erección; su miembro de la generación se hinchó con soberbia, vehemente.

Total que el árbol confió su pasos al olfato, apurado por las urgencias que nacían en su bajo vientre, y siguió un sendero iluminado por un rayo de luna, de piedra en piedra, hasta llegar a la puerta de la torre en donde tenía sus habitaciones esa dama fragante, cantante, y para colmo, duquesa de Frost.


De la Duquesa Solitaria

La habitación de la duquesa era en extremo candorosa, cursi, infantil. Pesadas estanterías adosadas sostenían muñecos de todas las especies, colores y tamaños: osos, leones, papagayos, palmeras, quesos, soldados, planetas, hogazas de pan, castores, sapos, equilibristas y funámbulos. Decenas de almohadas rosadas cubrían el suelo e invitaban a saltar y jugar a ahogarse en el océano mullido, el mar del romanticismo. Un papel tapiz con escenas del Mago de Oz cubría las paredes y combinaba de manera primorosa con las cortinas multicolores. A juzgar por la decoración del recinto, cualquiera podría pensar que la duquesa no contaba más de nueve años de vida, y a lo mejor sería una niña de graciosos rizos del color del sol, vestida siempre con finas batas de organdí, y dueña de un rostro carnoso, sonrosado.

Aquella niña debía reposar su cuerpo de ángel sobre la cama que ocupaba el espacio central de la habitación. Una cama de cedro con hermosos pilares tallados a mano, que sostenían velos en extremo sutiles, traslúcidos.

Y sin embargo, una niña así de primaveral no podía diseminar la fragancia que despertó la lascivia del árbol; una ricitos de oro prototípica tendría que oler a chicle, a brillo labial de fresa, o si no a un neutro perfume de vidrio y agua de manzanilla. Conque la incoherencia entre la decoración de su pieza y el aroma orgiástico que despedía se resolvió por vía administrativa; es decir, al llegar al borde del lecho, el árbol dio con una mujer hecha y derecha, que dormía bajo una muralla de cobijas y de cuyo cuerpo en consecuencia poco se podía adelantar. Apenas sus dos flacas manos se asomaban al extremo del edredón, como garfios, como garras de un ave exótica, delirante.

Pasados apenas unos pocos instantes, un sobresalto en su sueño le permitió al árbol apreciar el horrible rostro de la duquesa. Salió de su tumba de cobijas esgrimiendo una mueca avinagrada, ostentando un ridículo gorro de dormir.

Pero ya se sabe que los árboles no aspiran a poseer la perfección, y por el contrario suelen conformarse con poco. Sus ideales estéticos son extremadamente modestos, y es por eso que abundan en las selvas y atraen la lluvia.

En fin, la duquesa de Frost era flaca esquelética, puro hueso apenas apto para un caldo; carecía de cualquier atributo físico que pudiera darle la esperanza de llegar a ser amada. Un juete, un canasto de pies a cabeza. Sólo durante sus estancias en el jardín, cuando cantaba escondida entre las ramas del árbol, la duquesa inspiraba un sentimiento noble. Y teniendo en cuenta que el mundo que la rodeaba era el imperio de la vanidad, un Frostywood abigarrado de silicona, botox y grasas estilizadas, ella solía refugiarse en los recuerdos de su niñez. Por lo mismo, más que vivir, vegetaba, y quizás esto bastó para atraer al árbol.

De manera que, al cabo de esa contemplación extática de la durmiente, el árbol estaba que se reventaba. Poseído hasta la raíz por la lujuria, no veía en la duquesa la flacidez de la poca carne, sino que aspiraba una y otra vez esa mezcla infernal de pino, anamú y limonaria. La recordaba encima de sus ramas, cuando sus piernas desnudas le rozaban la corteza para acomodarse o bajarse de él, y se le iban las luces de tanta pasión refrenada.

Sus manos se tensaron. Sobre sus brazos los músculos sobresalieron y algunas venas ensancharon su cauce. Sin medir consecuencias se abalanzó sobre la durmiente con un miembro impresionante, duro y fervoroso, húmedo y caliente, un tizón todo hecho de pálpitos. Tras el asalto, la duquesa despertó aterrada y profirió un aullido de auxilio que, en verdad, quedó sólo a medias, pues pronto tomó consciencia de esta fantástica oportunidad que se le presentaba para dejar atrás la ignorancia acerca de la íntima naturaleza masculina. Tenía por fin un hombre tan cerca como siempre lo había soñado, un hombre que de un zarpazo le rasgó el camisón y le separó las piernas con la urgencia que exhiben las bestias bajo la necesidad de favorecer la supervivencia de su especie por medio de la cópula. Fue entonces cuando esa expresión de miedo cambió y una sonrisa de dientes descarrilados se asomó por su boca torcida, aderezando su rostro con arrugas en cada espacio. Era su ocasión, la oportunidad de su vida, la que nunca se volvería a repetir.

Sus manos se movieron veloces sobre el pecho del árbol. Lo recorrió voraz hasta en los espacios que él mismo no se había descubierto. Su boca, su lengua, parecían querer saciar de golpe el hambre de hombre que la consumía, que llevaba represada como una maldición. Moretones de mordiscos comenzaron a aparecer sobre la piel del árbol, y pequeños hilos de sangre recorrieron sus costados. Intentando zafarse de la duquesa, con la convicción de que sus ímpetus pasionales lindaban ya con las prácticas de aquel marqués remoto, el árbol la empujó de los hombros hacia abajo, pero ella interpretó este movimiento como una invitación a las delicias del amor oral. Nuevos umbrales de dolor colmaron al árbol, y enardecido se abalanzó sobre el cuello de la duquesa ostentado dos enormes colmillos en su boca.

La herida y el orgasmo fueron un solo acontecimiento en la duquesa. Ramalazos de placer desordenaron sus cabellos y torcieron su rostro que empezó a palidecer bajo la succión desaforada del árbol. Y cuando pareció que ya estaba ahíta, que ya no podía estremecerse más sin perder el sentido, la duquesa separó de su cuello al árbol y se puso en pie con la intención de contemplarse en el espejo de su chifonier. A causa de la debilidad por el exceso de amor, la mujer trastabilló y fue a dar contra una de las esquinas de la chimenea. Se reincorporó luciendo una mínima herida en la frente, de donde brotó un hilo carmesí espeso que surcó sus mejillas sonrosadas. Aferrada con sus manos a la chimenea para evitar caer de nuevo, sonrió plena, dichosa, plenipotenciaria, enajenada, más flaca que nunca. Ahora que conocía el verdadero placer del cuerpo, le costaba trabajo retornar a la realidad, y aunque se encontraba exhausta, quería más, un poquito más, el último.

Presa del pánico ante lo que ciertamente vaticinó como una nueva arremetida de la ninfómana, el árbol saltó fuera del lecho y se dispuso a ofrecer resistencia. Entonces, de golpe, la duquesa sufrió un ataque convulsivo. Cayó tendida sobre la alfombra de cojines rosados, y allí se sacudió como si le estuvieran aplicando electrochoques. De sus senos mínimos y gelatinosos brotaron dos chorros de luz directo a los ojos del árbol, y enceguecido por completo, no pudo contemplar la transformación de la duquesa escuálida en ceiba preciosa, robusta, enorme. Apenas escuchaba truenos como de juicio final, ventanas que se rompían, pisos que se abrían, tierra que lo engullía. Al recobrar la vista, se halló sepultado, atrapado en la raíz de la duquesa, cubierto de una gruesa baba, estrenando su nueva forma de lombriz, inesperadamente hermafrodita.

La Pestilente Flor de los Desencuentros

Como suele ocurrir a diario, el tiempo resultó victorioso. Nadie volvió a frecuentar las ruinas del castillo, y pronto la manigua ocultó lo poco que había logrado sobrevivir a la intemperie. Los habitantes de Frost, cortos de memoria cuando les conviene, no tardaron en olvidar a su huesuda duquesa. Tampoco les causó gran preocupación la pestilencia que brotó de la fronda donde antes se extendían los jardines de la dama. Al parecer, el hedor provenía de la bellísima flor morada de la ceiba. Los pocos aventureros que se animaban a excursionar por el paraje, la mayoría en escapadas románticas y para rehuir la monotonía de los moteles o las residencias, solían llegar a la conclusión de que había una contradicción entre la belleza de la flor, con sus pétalos de violeta y blanco en perfecta armonía, con su pistilo prominente y enhiesto, y de otro lado el mal olor que expelía, un revuelto como a carne podrida, leche agria, mortecina y sardinas pasadas. Sólo un visitante ocasional, desprevenido, desorientado, sabía encontrar delicia en aquella flor. Parecía un murciélago, sólo que blanco, atolondrado y eminentemente albino. En fin, nada más se sabe. A veces todo es tan incierto…

0 comentarios:

Entrada más reciente Entrada antigua Inicio