LLAMADA NOCTURNA
(Basado en un texto de Ray Bradbury)

Luis Fernando, Pedro Francisco, Orlando Barón

No sabía qué le recordaba el viejo poema, pero allí estaba:

“Supongamos, supongamos y supongamos, que los cables en los
postes del teléfono se empapen de las palabras escuchadas todas
las noches, conservando el sentido y el significado de todo.”

Se detuvo. ¿Qué seguía? Ah, sí...

Barton saltó de su silla como si tuviera miedo de un perro, llego hasta el teléfono lleno de cables y botones que replicaba desesperadamente. Primero puso las manos sobre la mesa y halló un poco de respiro, vio a través de la ventana esa luna tan brillante como los ojos de una mujer enamorada, le pareció encontrarla tan expresiva como un libro con sus paginas al viento, cómo si sus hojas fuesen arrojadas al viento desde un décimo piso.

Barton tomó la bocina y contestó. Se llevo una gran sorpresa al notar que la voz del otro lado era muy conocida, al oírla su cuerpo y su alma se hicieron jóvenes. Sintió que el tiempo era barrido con una escoba muy suave y que quien lo hacía eran las manos de su madre...

...cada mañana, Barton salía muy temprano de su refugio, seguía la línea de postes que se extendía por el desierto e iba instalando en cada uno algún receptor o teléfono. Algunos días sólo se cargaba de teléfonos y los instalaba de manera metódica en cada poste. El procedimiento, por lo demás, era bastante sencillo: primero arrojaba una cuerda a lo más alto y una vez se aseguraba que el poste resistiría su peso empezaba a subir lentamente. Al llegar a la cúspide se quedaba mirando el horizonte rojo y solitario y luego, casi mecánicamente, empezaba a instalar el teléfono; siempre ejecutaba una pequeña variante respecto al último aparato instalado y así iba creando una serie que su imaginación iba recordando y modificando. Con los receptores operaba igual. Llegó a especializarse a tal punto en su oficio de instalador que los días pares sólo instalaba teléfonos y los impares sólo los receptores; para su sorpresa descubrió que hasta entonces no había reparado en cuales son los días pares de la semana y cuáles son los impares. Pensó en el domingo como el último día de la semana y no como el primero, así que el lunes se convirtió en el primer impar y el domingo en el último. Una vez instalados los artefactos, dejaba un registro de su voz, de manera que pareciera una conversación infinita entre sus diferentes yos. Luego se aseguraba que los aparatos quedaran conectados y que al accionarlos sólo se oyera una voz suya pero distinta. Por eso, aquella noche, al sonar el último teléfono, no le sorprendió que fuera un Barton lejano quien lo llamara. La sorpresa fue descubrir que aquel Barton lejano estuviera hablando de las cosas que habían ocurrido justo aquel mismo día...

A la mañana siguiente el viejo Barton decide no instalar ni uno sólo de los aparatos, a cambio decide destruirlos todos. Camino a su taller, dónde emprenderá el genocidio de los aparatos, el viejo Barton piensa: "Es inoficioso, para destruir uno sólo de estos cacharros he de tener vocación de matarife, he de asesinar el futuro y la esperanza, no lo puedo hacer."

Al llegar a su taller repasa cada uno de los códigos que ha inventado para cada aparato:

Darlin, quer, mertin, postat, underprechin, tastashe, corritun, ël.

Con estas combinaciones ha ingeniado un sistema para llamarse así mismo eternamente.

"Barton... Barton... Barton... tienes la forma para terminar con el padecimiento y sin embargo vagas guardando la ilusión pasajera y lastimera de algo que no sucederá."

Esa era la situación. La dependencia a un sistema que él mismo había creado y que ahora como perro de siete cabezas le estremecía los oídos.

...Hoy será. Son las cuatro mil trescientas horas de mañana, o sea, de hoy: Con el primer abrir de ojos, Barton se anima guardando la esperanza que hoy sea el día. Debajo de su almohada pegada con hilos de cobre Barton guarda su libreta de códigos. Antes de dejarla la contempla como el niño que guarda la esperanza de encontrar reparado el automóvil de pilas que se ha descompuesto.

Sigue aguardando la bendita llamada.

Son las seis mil trescientas horas de mañana, o sea, de hoy y no entra una mísera llamada. Cayendo el día, entrando la noche, sin esperanza por el reencuentro con la tierra, de repente uno de los teléfonos —sembrado en la única flor que ha podido cultivar en Marte— suena, replica, se anuncia. El viejo Barton con sus ochenta años se lanza hacia el teléfono, está temblando, las cuerdas del tendido que él ha construido de poste en poste tiemblan menos.

—Soy Barton, él de la Tierra, ¿quién habla... quién habla... quién habla...?

—Esperamos no haber alterado su descanso, señor Barton, le hablamos desde la Tierra. En estos momentos debe estar apareciendo a la altura de su norte, una cápsula con la bandera de su país, en ella se ha dispuesto un equipo de personas altamente entrenado y adiestrado para ejecutar el rescate humanitario que le dimos a conocer hace sesenta años. Señor Barton, es para nosotros un honor suministrar a uno de nuestros compatriotas la seguridad necesaria, tenga calma en momentos regresará a su patria.

Barton sonríe por primera vez en sesenta años. Como regalo para Marte, Barton se despoja de sus prendas color azul, el único color de que carece el hermoso planeta. Todo el planeta se estremece cuando al unísono todos los teléfonos replican, el viejo Barton lo entiende como parte de la fiesta por su rescate. Antes de que aparezca la cápsula decide contestar por ultima vez en Marte. Del teléfono se desprende una vocecita aguda y más bien estúpida.

—Señor Barton, ¿ve la cápsula?

—No, todavía no la veo.

—Señor Barton nunca va a aparecer, ni lo crea, esta es una de las grabaciones hechas por usted en el transcurso de su vida. Hoy precisamente cumplo 26 años, feliz día.

—¡Felicítame, Barton, hoy cumplo veintiséis años!

—¡Felicitaciones!

Las dos voces cantaron juntas al saludo de cumpleaños y la canción voló por la ventana, débil, débilmente en la ciudad muerta.

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