PACTO DE SANGRE
(Basado en un texto de Mario Benedetti)

Roberti Edinson Vargas, Susan Lorena Higuera

A esta altura ya nadie me nombra por mi nombre: Octavio. Todos me llaman abuelo. Incluida mi propia hija. Cuando uno tiene, como yo, ochenta y cuatro años, qué más puede pedir. No pido nada. Fui y sigo siendo orgulloso. Sin embargo, hace ya algunos años que me he acostumbrado a estar en la mecedora o en la cama.

No hablo. Los demás creen que no puedo hablar, incluso el médico lo cree. Pero yo puedo hablar. Hablo por la noche, monologo, naturalmente que en voz muy baja, para que no me oigan. Hablo nada más que para asegurarme de que puedo. Total, ¿para qué? Afortunadamente, puedo ir al baño por mí mismo, sin ayuda.

Ayer, mi nieto entró con prisa a mi habitación.

-¿Has visto mi triciclo abuelo?

Mi hija le contestó enojada desde la cocina: -Octavio, no importunes al viejo, ¿se te olvida que él no oye y por lo mismo no puede responder?

La premura de mi nieto logró sacarme de mis pensamientos cada vez más apartados. Al escuchar a Luisa pienso en lo estúpida que fue. Siempre me vio como un objeto desapercibido. Es tan vacía que no imagina el calibre de mis entrevistas secretas con Octavio, tanto así es, que cuando reprendió al niño por su insolencia, los dos sonreímos llenos de complicidad. El pacto de cuentos sólo para sus oídos fue el inicio de tantas invenciones, más o menos como días tiene su vida. Ahora no sé de donde me salieron. Le gustaban tanto, sobre todo al inicio. Bajó la guardia cuando entró en la adolescencia y aunque se alejó unos meses, lo esperé pacientemente con repertorios renovados.

Mi hija de cuarenta años, que en su cuerpo parecen una década más, sigue con su cerebro atascado en la adolescencia; no concibe que el tiempo es infalible, y que sus manos se verán tan arrugadas como las mías, más pronto de lo que imagina. Lo único bello y alegre que siempre encontré en ella, fue al haber parido a mi nieto Octavio. Es inevitable que hasta el más mínimo gesto de Luisa me recuerde a su madre, como si mi condena de silencio no fuese suficiente, estoy obligado a recordar a esa señora cuya relación me dejó sólo sinsabores.

En la penumbra de esta habitación, pienso que este mutismo voluntario comenzó en el preciso momento en que nació Luisa. Allí, la voz autoritaria de la parturienta, se encargó de silenciar mis pensamientos poco a poco. -¡Alcánceme el biberón! ¡Está frío! ¡Traiga la cobija! ¡La niña está llorando! ¡Haga algo, inútil! Allí empezó a gestarse la versión definitiva de la mujer con quien me casé; sus palabras de afecto se desnudaron en una lengua letal, sus claros ojos mudaron en miradas de furia, sus senos de torneada Venus de mármol, se convirtieron en dos flácidas bolsas de leche a las que pocas veces pude volver a mirar y menos, tocar; sus piernas largas que al sentarse despertaban en cualquiera los pensamientos más lujuriosos, tomaron la apariencia deforme de una sucia enredadera. Ni en los instantes más íntimos lograba verla por un segundo, mis sesos recurrían a mujeres imaginarias, extraídas del vecindario, de la oficina, de las revistas, e incluso, de muchachas que tomaban el autobús en la mañana con sus cabellos mojados aún.

Sé bien que del mismo modo, ella apelaba a esos espejismos eróticos para satisfacer nos sexualmente. Son testigos nuestros ojos cerrados y la luz constantemente apagada. El sexo de cualquier hora del día y en cualquier lugar de la casa, se tornó exclusividad de noches esporádicas y de la lúgubre cama; no niego mi cuota de responsabilidad, mi cuerpo sufrió las inclemencias del tiempo y de un sedentarismo obsesivo, en largas jornadas en el sillón, despreocupado del mundo, ese mundo suyo, ese mundo mío, ese mundo de todos y que a ratos detesto.

Miro atrás y veo un desierto. Mi proyecto joven e idealista propuso trasformar el mundo y tener una vejez sabia y libre de culpas. Ahora sé que no he tenido un minuto de tranquilidad, menos ahora, cuando mi rostro en el espejo, está ajado, triste, inmóvil y mudo. Mi vida desperdiciada, durmiendo difusos años en este lecho, con una mujer a quien no amé, trabajando la mitad de mi existencia por metas ajenas; día tras días le madrugué a la monotonía, frente a una inerte máquina. Di mi sagaz juventud a causas que ha hicieron de mí, un anciano solitario y obtuso. Y lo pero de todo, quizá por culpa mía, mis hijos tampoco han logrado encontrar la felicidad. No me importa, excepto que la vida de Octavio no sea al final una copia barata de la de Luisa y de la mía.

Pero lo más importante que he hecho, son los cuentos para Octavio. Fue mí único pasatiempo; a diario me figuraba grandes historias, que entre líneas, únicamente tenían mis frustraciones, pero que significaron para él, una especie de traducción de las mil y una noches. Pero hoy, a mis ochenta y cuatro años, ya no le quedan mil noches ni cuentos ni un Octavio que le dé su dulce atención a un anciano al que el resto del mundo cree mudo.

Fue apenas ayer cuando entró mi nieto inquieto por su triciclo. Total, el trabajo de los abuelos contarle cuentos a los niños y arreglar sus juguetes y triciclos. Apenas ayer, y al día de hoy, han pasado todos los años de su niñez completa y su primera juventud; el tiempo equivalente que envejeció en mí lo ya viejo. Desde que supo que le aprobaron la beca de estudios literarios en Washintong, no ha dejado de visitarme puntualmente. Entra a mi habitación a cumplir el ritual de cada noche, le echa cerrojo a la puerta, compone las cobijas de mi cama, se sienta a mi lado a oírme las exageraciones que mi cabeza loca ya no hila.

Hoy vino a despedirse, y aunque me hizo prometer que lo esperaría, ambos sabemos que mi cuerpo no aguanta más esta cama, ni este silencio y el repertorio que acabó.

Ahora tengo ganas de irme, llevándome todo ese mundo que tengo en mi cabeza y los diez o doce cuentos que ya tenía preparados para Octavio, mi nieto. No voy a suicidarme (¿con qué?), pero no hay nada más seguro que querer morir. Eso siempre lo supe. Uno muere cuando realmente quiere morir. Será mañana o pasado. No mucho más. Nadie lo sabrá. Ni el médico (¿acaso se dio cuenta alguna vez de que yo podía hablar?) ni el enfermero ni Teresita ni Aldo. Sólo se darán cuenta cuando falten cinco minutos. A lo mejor Teresita dice entonces papá, pero ya será tarde. Y yo en cambio no diré chau, apenas adiosito con la última mirada. No diré ni chau, para que alguna vez se entere Octavio, mi nieto, de que ni siquiera en ese instante peliagudo violé nuestro pacto de sangre. Y me iré con mis cuentos a otra parte. O a ninguna.

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