EL GUARDAGUJAS
(basado en un cuento de Juan José Arreola)

Adolfo Villafuerte, Luisa Sánchez, Leonardo Pardo

El forastero llegó sin aliento a la estación desierta. Su gran valija que nadie quiso cargar, le había fatigado en extremo. Se enjugó el rostro con un pañuelo, y con la mano en visera miró los rieles que se perdían en el horizonte. Desalentado y pensativo consultó su reloj: la hora justa en que el tren debía partir.

Tenía prisa, pero a pesar de todo se permitió unos minutos para pensar en que era agradable volver a casa. Era agradable sentir de nuevo el aire que bajaba de la colina y que acariciaba su rostro, era bueno ver de nuevo el cielo claro y sereno, sentirse libre y vivo.

Todo había terminado por fin; los espantosos años de la guerra quedarían confinados en el pasado. Al forastero no le interesaba regresar con triunfos y medallas, y sabía de sobra que no se necesitaba valor sino insensibilidad para obtenerlas. Él lo único que quería era hacer su camino de vuelta, en una pieza, hacia el origen de su esperanza y el motivo de su paciencia: Su mujer.

Estaba el forastero embelesado con la figura de su mujer desnuda, flotando por encima de los rieles de la estación desierta y entre la niebla matutina de ese pueblito en el que se había quedado por menos de 24 horas pero del que se había ya enamorado; cuando el espectro de su mujer se encontraba lo suficientemente cerca como para tocarle una teta, ella con esfuerzo despegó las gomas escarlata que hacían de labios y le habló; el forastero se extrañó de que la voz de Josefina sonara así, tan grave, cuando siempre había sido tan femenina, chillona a decir verdad... al borde de fastidiosa. El forastero, siguiendo el patrón de comportamiento de un individuo normal, se dispuso a gritar, pero el anciano se apresuró a introducir el puño cerrado en la aún muda boca abierta de su víctima, disfrutó por un momento la mirada espasmódica que éste le lanzó y luego giró con fuerza el ensalivado puño. El forastero se escuchó crujir por dentro de su cabeza y mientras se preparaba a asimilar el exasperante dolor que sabía que esto debería de producirle, se percató de que ya no tenía nada dentro de sus desencajadas mandíbulas. De hecho, el anciano ya no estaba a su lado, sino que lo encontró dando brinquitos de duende jubilado por entre los rieles, imitando los manierismos de Josefina. “Jueputa!”, gritó el forastero muecamente; el octogenario se pasmó por un momento y observó al forastero que se unía a los rieles por medio de un chorro de babas rojizas.

Los ojos expectantes estaban a la merced de los actores, sus cuerpos se reclinaban, se encogían, algunas manos se agitaban preocupadas; un hombre afanado y desesperado gritaba. En las escaleras del costado izquierdo se encontraba el director con un gesto de asombro. “Es tan sólo la otra mirada de la realidad”, se decía a sí mismo.

Ninguno deseaba estar allí abajo. El dolor del forastero no era sólo suyo, sino de cada uno de los cuerpos que se aferraban a su asiento. Aquello no parecía un espectáculo artístico, sino la cita con la locura de un viejo. De un momento a otro las luces del público se iluminaron, el viejo observó fielmente cada una de esas sillas, y por el camino del denso líquido rojizo empezó a dar pasos como buscando su próximo alimento dentro del público. Sus botas estaban ya pintadas de sangre, aquellas personas ubicadas en la primera fila –casi pasando unos por encima de otros– trataban de llegar a la puerta de atrás. Los insultos no se hicieron esperar, pero no servían de mucho, puesto que él ya estaba en el penúltimo escalón. “¡Las luces! ¡Que apaguen las luces!”, gritaba una joven. El switch hizo “clic”, las luces estaban apagadas, la única iluminación era un bombillo rojo intermitente y sin mucha fuerza. El silencio se apoderó de la sala, el forastero había manchado su ropa de sangre, los pasos del guardagujas ya no se escuchaban. La luz rojiza estaba ahora acompañada del estruendoso funcionamiento de una máquina. Todos los asistentes a la función permanecían atrás, como una gran masa de miedo. Se sentía cerca, mucho más cerca, a pesar de la oscuridad, se veía venir un objeto conocido. La luz intermitente ya deja ver los rostros del forastero y del guardagujas, mientras que el público permanecía en la penumbra. El camino recorrido hace un momento por el viejo fue recogido por sí mismo, regresó, sintió que algo que había estado esperando ya estaba ahí.

En ese momento el viejecillo se disolvió en la mañana. Pero el punto rojo de la linterna siguió corriendo y saltando entre los rieles, imprudente, al encuentro el tren.

Al fondo del paisaje, la locomotora se acercaba como un ruidoso advenimiento.

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