Los Sepultureros - Proyecto Final de los Talleristas

Los Sepultureros
Pedro Francisco Bernal, Orlando Barón Gil

Felipe levantó sus cartas y vio que tenía un trece; un siete de espadas y un seis de bastos. El trece era un mal número para empezar la partida con los dos viejos, pero eso no podía saberlo Felipe en aquel momento. Miró el rostro de uno de los viejos de cuyo cuello se desprendía lo que pudo haber sido un suvenir tallado con esmero, pero que ahora sólo parecía una reliquia oxidada. De la baraja salió la carta con el cinco acompañada de la imagen de la muerte. Los dos sepultureros soltaron una risotada. Desesperado, Felipe, abandonó el juego. Antes de irse, sin embargo, clavó sus ojos en una pala que reposaba sobre la tierra; quería tenerla en sus manos.

El buscador de empleo se alejó a paso corto, perdiéndose por los meandros del cementerio, en donde el viento de la tarde buscaba abrigo, desentendiéndose del rigor cotidiano de la muerte, mientras las hojas de los árboles pretendían imitar a los deudos que se rinden ante el dolor. El cementerio guardaba las sombras apabulladas que aún se resistían a buscar un cubículo en la muerte; cada tumba guardaba en el interior de su asfalto el último intento de revirar por la vida.

—Las cosas de los muertos deben ir lentas, no llevemos prisa. Se me ocurre que la muerte es especial precisamente porque no lleva afán.

—Aun así vamos demasiado lento.

—No llevemos afán. Una palada lleva a la otra, así funciona esto.

—Además no hemos terminado aún nuestra partida de cartas.

—Piensa en las paladas. Ellas siempre son necesarias, una trae la otra.

—¿Y las cartas?

Los dos hombres cavaron nuevamente; lo hicieron casi sin aliento. Sus conversaciones faltas de vida, lentas y sobre cartas eran un hábito, un viejo y remoto hábito que evitaba el aburrimiento. De alguna manera, estos pasadores de tiempo, como roedores cadavéricos, querían volver a la mansión de donde fueron expulsados.

Dejaron pasar un instante, se alejaron unos metros del hoyo y se sentaron sobre la tumba más próxima. Las cartas volvieron a sus manos. Una vez las repartió con sus manos rugosas y casi despellejadas el viejo del souvenir oxidado en el cuello; enseguida lo hizo el otro, el que nunca parpadeaba, el de los ojos estancados en la tristeza.

Las cartas, esos rectángulos obscenos como reliquias altaneras que aspiraban a ser vecinas de la mano de Goya, parecían no salir de las manos de los viejos, sino del viento cómplice.

—Es posible que vuelva a perder.

—Nos mantenemos perdiendo; es una razón de ser en nosotros.

El hombre del oxido en su cuello, convencido de que esta vez no iba a perder, decidió demorar el juego, alargar la vida, lanzando cada carta como si estuviera despidiendo el último resoplo de existencia.

—Cada vez son menos las familias que traen aquí a sus muertos.

—Ha de ser que adivinaron nuestra procedencia y por eso nos rehúyen. Les dará susto venir donde los muertos.

La mirada desvanecida de uno de los dos se conjugó con el péndulo perfecto que formaba el souvenir oxidado en el cuello del otro.

—No creo que usted los asuste. Con el porte que se gasta… Y con el perfume que se baña, más bien me imagino que atraerá a cuanto familiar exista.

El rostro y el souvenir parecieron sonreír, mientras su dueño lanzó un conglomerado aquelarre de brujas acompañado de un número ocho.

—No atraigo, pero tampoco espanto. Esa es la ley en el limbo de…

Los oídos de los viejos, como costales remendados por tanto agujero en el mundo, escucharon un ligero golpe que se repetía, pero ninguno de los dos le concedió importancia.

—Este trabajo ha perdido hasta su último encanto: hacer llamativa la espera. Y pensar que otros se mueren por tener nuestro oficio.

—Como el aparecido de hace un rato.

El golpe volvió a repetirse, ahora más fuerte o más próximo.

—Todo un buscador de empleo, el hombre.

Las embusteras manos del hombre que no parpadeaba lanzaron con entusiasmo la carta correspondiente a un corte de franela acompañado del número siete.

—Bonita carta. Me acuerda del fulano que enterramos ayer… El filo de la pala le atravesó todo el cuello. Qué imagen soberbia, una cabeza servida en bandeja, como la carta dos.

—Esta todavía es más bonita.

Luego de detenerse el péndulo oxidado, la sombra del viejo proyectó la imagen de una bruja que extraía del vientre de una mujer un bebé repugnante. Y de nuevo, el golpe insistió e insistió, hasta conseguir atraer la atención de los dos jugadores.

—¿Qué será ese ruidito?

—Hmm… Debe ser algo que está golpeando contra la pared.

—A lo mejor un muerto…

Fingiendo cara de susto, los dos dejaron asomar una sonrisa incrustada de nostalgias.

—Se me hace que eso viene del lado de la manzana cuatro, porque se oye lejos.

El golpeteo cesó por unos segundos, como para ganar aliento, y al cabo revivió más nítido.

—No, señor. Es por el lado de la manzana uno. Escuche y verá.

Las miradas se sintonizaron de forma exclusiva sobre las cartas.

—De todas maneras ya lo tenía acabado a usted. ¡Mire! El vientre de esta mujer ocupado por un gallo es un As. ¿Y qué dice de este hombre descuartizado a punta de motosierra, ah? Y para terminar, este costal lleno de carne y huesos picados. ¡Ja! ¡El juego es mío!

Los dos hombres envolvieron las cartas en un terciopelo rojo, un trapo como rasgado del sarcófago nauseabundo del tiempo. Concentraron su atención en los golpes, y por fin decidieron salir de la duda e ir a la caza del sonido. Atravesaron el cementerio por los recovecos más desmadejados, deteniéndose cada tanto detrás de una pared o un árbol, como si simplemente fueran niños jugando a buscar un tesoro en el laberinto de la muerte. Por fin en la manzana trece, saltando de excavación en excavación, examinando con cautela cada una de las tumbas, dieron con la causa del ruido.

—Le dijimos que su carta era la trece, y no que viniera a la manzana trece.

—Este gran hijo de puta… ¡Salga, salga a ver, o lo dejamos de una vez empacadito aquí mismo!

Metido por completo en la última tumba que había cavado, Felipe recibió la primera cuota de patadas, puños y escupitajos que le dio uno de los viejos, mientras el otro miraba haciendo gestos de dolor por cada arremetida.

— No, no le pegue. Déjelo.

El viejo que nunca parpadeaba saltó al hoyo para ayudar a reincorporar a Felipe, le sacudió la ropa y lo miró lleno de ironía.

—Este lo que necesita es…

Felipe recibió del otro viejo un fuerte e inesperado cabezazo en la cara; pronto surcó su barbilla un delgado y espeso hilo de sangre.

—Dizque a salirnos de buscador de empleo…

Una palada de tierra cayó sobre el rostro de Felipe a modo de anuncio de la tregua.

—¡Vamos a darle otra oportunidad con la baraja!

—Ya les dije hace un rato que soy el nuevo sepulturero. Me pagan para cavar las tumbas.

—Los sepultureros aquí somos nosotros.

—¿Quién le prestó mi pala?

—Simplemente la vi tirada sobre un montón de tierra y la recogí. Y hasta donde yo sé, las palas son para cavar.

—Para acabarlo a usted es que la vamos a usar.

—Por favor… Tengan consideración. Necesito el trabajo. He pasado muchas hojas de vida pero aquí nada revienta, y ahora que por fin consigo algo, ustedes me quieren joder.

—Esto mejor nos lo jugamos a las cartas.

Los dos viejos se miraron por vez primera a los ojos. Serios. Se sentaron adentro de la tumba, recostados contra las paredes. De las manos del viejo que nunca parpadeaba apareció el trapo rojo y la baraja. El otro repartió el juego, mientras la tumba se cubría de ese silencio incómodo que presagia todo mal agüero, como recordando que el azar y la estúpida suerte hacen de los vivos la jaula predilecta para la burla eterna en el aquelarre de los muertos.

En la siguiente ronda, Felipe recibió una carta envenenada con el dardo certero del pasado: ¡el número siete, adornado por un costal lleno de carne y huesos picados, listo para ser arrojado a cualquier alcantarilla! Felipe se estremeció de pies a cabeza, como sacudido por una descarga de dos mil voltios, y al levantar la vista de la baraja, se encontró con el hombre que le había dado el trabajo de sepulturero.

—Hombre, Felipe, ¿y usted qué hace ahí metido? ¿Qué hace ahí como un güevón? ¿Para eso fue que me rogó que le diera el trabajo, para esconderse a jugar solo?

Felipe, presa del desamparo, no supo qué responder. Hubiera querido alegar en su defensa que había acabado de recibir varios golpes de parte de la muerte, pero las palabras se le estrellaron contra los dientes y rebotaron hacia su interior carentes de todo significado.

0 comentarios:

Entrada más reciente Entrada antigua Inicio