Ella También es mi Amiga
Patricia Jiménez, Andrea Carolina González

Vivían en un edificio antiguo, de paredes descascaradas y escaleras de borde mordisqueado, pero los apartamentos eran grandes y construidos con gusto de artista. Adriana cuidaba el suyo con especial dedicación, tenía matas por todas partes, grandes bodegones adornaban las paredes de la sala, que por las noches iluminaba la luz amarilla de una lámpara, tenía una terracita encantadora en la que le gustaba hacer asados e invitar a los vecinos, allí se sentaban cuando el día lo permitía, a contarse sus cuitas y a dejar pasar los anillitos de humo volando.

Carlos y María vivían en el apartamento que daba al frente de Adriana. La edificación era caprichosa y llena de vericuetos y las habitaciones de un apartamento se metían en el otro, los separaba una terraza cuya puerta de acceso le correspondía a Adriana y, aunque la entrada de los dos apartamentos correspondía a diferentes interiores, en ocasiones los muros dejaban pasar las voces que llegaban con sus diferentes matices repartiéndose de un apartamento hacia otro. En ocasiones Adriana alcanzaba a distinguir el perfil del pintor dedicado a su obra y el de su esposa cuando entraba a interrumpirlo…

Mientras empacaba un cuadro, María lo miró. El pensó: “va a empezar de nuevo…”

—Espero que lo vendas —dijo, María—, si no fueras tan terco podrías ganar millones.

—-No me importa la moda —contestó él—. Detesto la falta de carácter de tantos artistas, que pintan al ritmo del mercado, me interesa observar el hombre inserto en un mundo que se deshace, por eso voy a esos sitios que tanto detestas, allí encuentro vida e inspiración.

—Sí, pero mañana tenemos que pagar el arriendo.

Salio presuroso para evitar más cantaleta y se fue al barcito de Tomás. María tomó el bus a su oficina, el nuevo proyecto en el que iba a trabajar necesitaba de toda su dedicación, por fin iba a trabajar en algo que la entusiasmaba y el equipo prometía, había logrado que contrataran a Juan, su amigo recién llegado de París y eso le daba un poco de emoción a su trabajo.

Calculó el tiempo preciso para que ella tomara el bus y regresó de nuevo a su apartamento, donde se dirigió de nuevo al estudio y siguió pintando. Dio una última pincelada a su cuadro, lo miró sin mucho convencimiento y salio presuroso al interior dos, subió rápidamente las escaleras, meditando una a una las palabras precisas que le diría a su vecina.
—Te combina perfecto con el color de los muebles, le va a dar más vida a la sala —ensayaba, mientras alcanzaba el último piso, donde vivía Adriana.

La había visto un rato antes asomarse al balcón con un cigarro en las manos, con la mirada perdida y melancólica, ensayando anillitos que se perdían uno tras otro en el aire mientras sus ojos recorrían el mismo trayecto de éstos.

—¿Hola Carlos, cómo estás? Hace rato no te veía —le gritó desde su balcón al descubrirlo observándola.

—He estado pintando, tengo un encargo.

—¿Y cómo van las cosas, vecinito? No hemos vuelto a tintear, tienes que ponerme al día.

—Listo Adrianita, caliéntese un tintico y subo, le tengo un negocio.

Golpeó en la puerta y ella lo miró por el ojo mágico, tomó aire, abrió con una sonrisa franca y lo invito a seguir, “sigue, el tinto esta fresquito, acabo de hacerlo.”

Se sentaron juntos en la mesita de la cocina, lugar preferido para sus confidencias, Adriana sirvió el tinto en el pocillo grande que una amiga le había traído de un viaje, un vaso blanco y largo con marquilla de Vancouver, que era el que le gustaba a él.

—Cuente vecino, cuente, ¿cómo han seguido las cosas?

—Mal, china, mal. Mi pobreza no tiene arreglo, y no sirvo para ir a esas reuniones de María a lagartear, parece que lo nuestro no tiene arreglo.

Ella lo miró entre triste y alegre, y suspiró.

—¡Que vaina!

—Sí, que vaina —y posó su mano sobre la de Adriana, que sacó un cigarrillo del paquete y lo llevo a la boca, prendió el encendedor y aspiró con ansiedad.

—Al revés, está al revés —le señaló él. Adriana volteó el cigarrillo y aspiró nuevamente, se miraron y los dos soltaron al unísono una carcajada.

—Los invito a un asado, este fin de semana, quiero tomarme unos traguitos para celebrar mi cumpleaños.

—Gracias vecinita, vendremos.

—Ahora sí, dime. ¿Cuál es el negocio?

—Quería mostrarte mi último cuadro. Cuando lo terminé me di cuenta que tu apartamento era el sitio preciso para colgarlo, combina con todos los colores de tu sala.

—Déjame ver.

Adriana desempacó el cuadro con la misma emoción con que desempacaba los regalos de navidad cuando era niña y se encontró con una mujer asomada a la ventana fumando, con expresión de melancolía, y al fondo un cielo arrebolado e invitador. La mujer llevaba un sombrero que le ocultaba media cara.

—La de mi cuadro sí sabe fumar

—¿Cómo se llama el cuadro?

—No tiene nombre, lo puedes bautizar.

A ella le pareció adivinar en el cuadro una silueta de mujer parecida a la suya, pero se quedó con el cuadro y con la duda.

Le insistió a Carlos para que recibiera el dinero y después de un forcejeo de palabras, finalmente lo logró.

—¡Lo hiciste, Carlos, lo hiciste! —le celebró María—. ¿Sí ves que no es tan complicado? Unas palabritas zalameras, una adulación, una sonrisa, una miradita a los ojos y esas señoras están dispuestas a comprar todo. ¡Debías hacerlo mas a menudo!

Él hizo cara de aburrido, y un poco turbado se imaginó el cuadro colgado en la habitación de Adriana. Se acercó a su esposa, la miró detenidamente y recordó la primera vez que la vio: ella parecía recién salida de un cuadro, con sus colores y todo, nunca había visto brillar así una mujer. Le di un beso y la invitó a meterse en la tibiedad de las cobijas.

Al otro día, en la tarde llego María donde su vecina a contarle de su nuevo proyecto, estaba entusiasmada, al fin trabajaría en algo interesante y Juan estaba muy bien, le comentó con ojos brillantes a Adriana.

Se dirigió al baño atravesando la habitación de Adriana, y de pronto, reconoció en la habitación de Adriana un cuadro pintado con el estilo inconfundible de Carlos, palideció y tuvo que hacer esfuerzos para que Adriana no percibiera su agitación.

Después subió a su apartamento y le contó a Carlos de su nuevo proyecto, y de Juan. El sonrió y le dijo:

—Me alegro mucho por ti, ¿y quien es el tal Juan?

Ella le contestó en tono irónico:

—Se ve muy bien tu cuadro en la habitación de Adriana, combina con los colores de los muebles…

Mientras tanto en su habitación Adriana se esforzaba por reunir las palabras sueltas que atravesaban los muros del vecindario.

El apartamento estaba más acogedor que siempre, con flores en las mesitas, el piso brillante y la luz amarilla iluminando la sala. En la terraza una hermosa luna llena iluminaba el espacio. Adriana había desempacado la botella y ya iba en su cuarto trago cuando llegaron sus vecinos.

—Sigan vecinitos, los estaba esperando. ¿Qué toman?

—Danos un roncito a ambos. Brindaron los tres y se abrazaron mientras la pareja la felicitaba, después apuraron el siguiente trago. María se retiró y siguió saludando a los demás invitados. El acercó su cara a la de Adriana y le dijo:

—Tengo que contarle algo.

En ese momento se acercaron otros invitados a felicitarla y el pintor aprovechó para buscar a su esposa, mientras Adriana lo seguía con el rabillo de los ojos. Los invitados comenzaron a irse, el pintor acostó a su mujer, pasada de tragos, en un sofá, y fue a buscar a Adriana.

—¡Tengo que decírtelo!

Adriana entrecerró sus ojos y contuvo la respiración, preparándose a escuchar al fin las palabras. Pero de pronto, retrocedió aterrada y empezó a gritar diciendo: “no me digas eso, no me digas eso”, y salió corriendo fuera del edificio. Él la siguió. Y ambos, con paso torpe, atravesaron pasillos y escaleras, finalmente se detuvieron y Adriana nuevamente se puso a llorar, mientras decía:

—Ella también es mi amiga, ella también es mi amiga y yo la quiero. Siempre te he deseado, te amo ¡Ahora que vamos a hacer!

Él se quedó sin respiración, pálido y preocupado, estudiando los gestos que hacía ella. Se hizo entonces un silencio prolongado, sólo interrumpido por el ladrido de un perro en un tejado, mientras él pensaba: “ya no me voy a separar, eso era lo que te iba a decir.” Pero sólo atino a decir en un tono suave y conpungido:

—Mejor entrémonos Adrianita, hace frío, mejor entrémonos…

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