Inanna, El Santuario Del Dáimôn Erótico
Leonardo Serrano Pineda
(basado en el texto original de Alexandra Portella y Leonardo Serrano)

“… era un pacto de incendio,
contra ese espacio de rutina gris entre
el nacimiento y la muerte que llaman
vida.”
Rubem Fonseca.


Antes de dispararle de nuevo, Luciano recordó que esa expresión soberbia del rostro pálido, era la misma imagen que tenía su rival el día del encuentro. Fue al aparecer desde el interior del almacén, precedido por la pelirroja recién sodomizada, cuando sus vidas se cruzaron subrepticiamente.

Nikos Papastefanou se detuvo bajo el marco persa de madera, posando su mirada oscura sobre el único cliente que quedaba en el anticuario. Aunque parecía un tipo común, volviéndose hacia él, Luciano pensó en que el negro profundo de sus ojos parecía haber robado a la noche parte de su misterio; eran rasgados, con una ligera inclinación hacia las sienes, lo que les daba aire salvaje. En torno al extraño resplandor del rostro, Luciano descubrió que la belleza del desconocido radicaba en tener rasgos fuertes, mezcla mística de oriente con la fuerza del África negra; y una piel exangüe resaltaba el ímpetu de su barba rala y las cejas feroces. Su pelo azabache enmarañado, se presentaba como una síntesis de la locura. Luciano detectó en la expresión del anticuario una provocación duelista y decidió marcharse. Antes de que alcanzara a despedirse de ese arrogante anfitrión, apareció una joven hermosa.

Si antes le había atraído la belleza rara del dueño del almacén, la de la mujer le sedujo sin remedio. Jamás había sentido tan de cerca una energía vital de semejante plenitud; no había sentido que una mujer exaltara su existencia con tanta ternura. Deslumbrado comprendió que a pesar de sus años de amoríos y despechos que jamás se terminaban de curar, él no era más que un espectro desolado. Y la belleza de esa mujer lo desarmaba ante su realidad.

Sus pensamientos se interrumpieron cuando el Anticuario en un movimiento rápido y sin perder su elegancia, tomó a la mujer con firmeza por la cintura y la besó con tal gracia, que el vacío que se produjo en Luciano semejó un chapuzón en las aguas del Aqueronte. Esa imagen de la mujer no pudo borrarla jamás: un rostro hermoso de ojos resplandecientes, conteniendo en sí la armonía de la suavidad, lo miraba con compasión en una suerte de lamento que al mismo tiempo, era una deliciosa invitación a un mundo perverso y feliz.

Pasaron noches de trémula soledad para Luciano. Algunos días transcurrieron mientras en él crecía un sentimiento compulsivo. Luciano merodeaba esperando verla. Anochecía y frente al local, sintió su corazón acelerarse hasta creer que estallaría creando un cráter purulento en su pecho. Dudando caminó lentamente hacia la puerta y a medida que fue aproximándose sentía como si alguien presionara su rostro y lo asfixiara con una almohada. Ella abrió la puerta y Luciano no supo cómo reaccionar. Palideciendo se quedó sin palabras.

— ¿Tan espantosa soy?

—No, para nada. Al contrario…

Se miraron en silencio. Alicia, con toda la fuerza de lo hermoso y prohibido, inició un juego insinuante.

—¿Qué hacías tanto tiempo allá afuera parado? Está helando.

—Es que estaba esperando a Nikos, ¿De casualidad no me dejó un encargo por ahí?

—Nada… Así que sólo viniste por eso —dijo con sorna.

—Es que… no —los nervios lo traicionaban—. Mejor olvídalo.

—Oye, ignoro si lo tuyo es ingenuidad o estupidez Luciano, pero me gustas —sostuvo una mirada provocadora—, así que te voy a ayudar.

Alicia cerró el anticuario y se dirigió a la parte trasera de una vitrina. Con cadencia, se inclinó hacia adelante mientras se subía la falda, descubriendo el terso recorrido de la tela en unas piernas firmes, que se ensanchaban a medida que las desarropaba. Las abrió despacio y con ligeros toques humedeció su vulva. Los apretó impaciente. Extendió su mano, y cuando Luciano la tomó, Alicia lo atrajo pidiéndole que de rodillas lamiera su deleite en rosa. “Te quiero en mí ya” dijo; le desabrochó el pantalón e introduciéndole su mano, se aferró al pene. Aún nervioso Luciano iba tocándola como un inexperto. Las manos de Alicia se aferraban a su espalda. Con suave temblor dos cuerpos se perdían en una danza milenaria ante un cúmulo de antigüedades. Sumido en ese oscuro escenario y a riesgo de ser visto, Luciano cada vez más enardecido la puso junto a los muestrarios de sedas Japonesas, y aumentando el ritmo de sus embestidas, se perdió en una excitación inmensa. Inesperadamente derramó su semen sobre el vientre palpitante de Alicia quien sorprendida y con enojo, le reprochó esa triste precocidad y lo obligó a que de cualquier forma la satisficiera. Con la voluntad nula, Luciano tomó una daga por la vaina y le introdujo el mango, procurando no lastimarla. A medida que tocaba fondo, Alicia suplicante le pedía que le diera placer con más violencia. Consagrándose al ritual, se olvidaron del lugar y mientras Luciano complacía los deseos de Alicia, un testigo oculto observaba con obscena serenidad el acto.

***

Después de muchos días de efervescente infidelidad, Alicia arrastró a su amante a la trastienda. Cubierta por un armario había una puerta corrediza que se abría a un pasillo de alfombra roja y paredes tapizadas con arabescos. Candelabros a lado y lado del pasaje le dieron a Luciano la impresión de estar ingresando a un mundo perdido, con suntuosidad de recintos sagrados o palacios renacentistas. Al cabo de unos diez metros, el corredor se bifurcaba. Hacia la izquierda llegaron a una especie de bodega donde se acumulaban en desorden objetos de decoración. Conservaba la exquisitez acostumbrada del anticuario, pero quizás por la iluminación decadente, Luciano se sintió tras los bastidores de una compañía de teatro o en algún set de grabación de una película de ambientación histórica, al estilo de los cuarenta y cincuenta. Al fondo una música coral y un sonido hipnótico lo cautivaron. Alicia, tornándose cada vez más salvaje, desvestía a su contendiente como una fiera desmembrando su presa con satisfacción.

Después del amor brutal mientras ambos se vestían con lentitud, Luciano quiso saber qué había del otro lado del pasillo. Alicia lo miró con algo de lástima, aunque bien pudo ser ternura, y guardó silencio. Se vistió con mucha calma; sentándose en una poltrona antiquísima, montando una pierna sobre el antebrazo del mueble, se fumó un cigarrillo sin decir palabra ni despegar la mirada de Luciano. Al acabar le insinuó que su juego feliz podría terminarse, ya que Nikos tenía mil ojos, además del don de la ubicuidad, que él se asustaría y quizás ya jamás quisiera volverla a ver. Obstinado, Luciano insistió en conocer aquel lugar, pero ahora lo hizo con la exigencia de aquellos que se sienten dueños de alguien. Alicia no pudo contener la risa y después de contemplarlo como a un niño caprichoso, terminó por tomar su mano, sonriéndole.

—Te voy mostrar mi verdadero mundo.

Se puso un abrigo, y le susurró:

—Ven conmigo.

Salieron de la trastienda tomados de la mano. Volvieron al pasaje y cruzaron al otro corredor. Una puerta negra, de madera maciza, se interponía al paso. Sobre la pared Alicia corrió un pequeño cajón oculto y haló varias veces una cadena. Al instante un hombre arrugado, todo plata en el cabello abrió la puerta. Para sorpresa de Luciano, Alicia lo saludó con evidente respeto, como si no se tratara de un empleado sino de alguien investido de autoridad. Pero lo que más lo impactó fue escuchar el diálogo en una lengua desconocida. Fue tan extraña la imagen que no se percató de que ella le había soltado la mano en cuanto apareció el personaje. El hombre de la puerta le dijo en un instante en un tono muy grave: “Tire de la cadena sólo tres veces. Y por su bien, que el Señor no lo descubra”. Alicia corría feliz, halándolo del brazo por otro pasillo igual al anterior, pero que vacilaba entre subidas y bajadas que Luciano temió no llevaran a ninguna parte. No imaginó que hubiese detrás de un local pequeño, toda esa maraña de pasadizos como para un culto del misterio. Las palabras del extraño de la puerta resonaban en su mente. De seguro el “Señor” era Nikos, y tanto misterio sólo podía explicarse por una locura peligrosa. Llegaron a lo que parecía una antesala: una cuadratura con un gran velo cubriendo lo demás. Alicia descubrió el telón escarlata y una fiesta atemporal surgió ante ellos. Tras la antesala aparecieron lámparas fantásticas a media luz, ampliaciones de daguerrotipos de los poetas malditos del siglo XIX, óleos de la campiña inglesa que quizás databan del siglo XVIII...

Un grupo de cortesanas victorianas atravesó el salón luciendo sus senos de porcelana, magnificados por el uso de corsés en cuero. Al paso de las mujeres, un rumor como concierto de palomos escapó de una congregación de hombres que no podían disimular la ansiedad ante lo que iba a representarse. Parecía que ninguna de las damas superaba la edad del sacrificio, mientras que la mayoría de los hombres pasaban de lejos los 45 años. “Salmacis”, “Rusalka”, “Freyja”, gritaban algunos hombres, y Luciano dedujo que eran los nombres de las doncellas que se separaban del grupo para unirse a quienes las reclamaban. Unos se abrían paso entre la multitud buscando con urgencia un brazo para apresar y llevar a las sombras; otros, en cambio, se contentaban con observar y esperar. La atmósfera del lugar era opresiva, como si estuviera por caer el apocalipsis en gemidos, como si fuese a celebrarse una oscura ceremonia en homenaje a la alucinación.

Trascendiendo las dudas y el fervor palpitante con que todo se envolvía —incluyendo sus sentidos— sólo un nombre, entre los gritos, lo perturbó tanto, que despertó en él un repentino terror primigenio: “Inanna”.

Continuaron caminando hasta llegar a un punto desde el cual se tenía una visión panorámica del lugar. Desde allí observaba que la construcción, simulando un óvalo irregular, tenía también la distribución exacta de un panóptico. A cada paso Alicia parecía más feliz, como si harta de actuar en la cotidianidad liberara su verdadero rostro, rompiendo con esa farsa agobiante de la sensatez. Imponía por encima del resto y del ambiente esa alegría dulce que contrastaba con todos los retratos de perversiones que había alrededor. En ese estado condujo a Luciano hasta una mesa privilegiada, y dándole un beso de despedida se mezcló con la multitud y desapareció. Transcurría el tiempo con la sensación única de irrealidad. El burdel oculto en el anticuario era sorprendente en cada detalle. El salón principal era inmenso, con plataformas intercaladas que simulaban de cierta forma pequeñas colinas o grandes rocas incrustadas. Tres niveles curvilíneos —como si el propio Gaudí los hubiera diseñado— la rodeaban. Si bien la elegancia era ostensible, algunos detalles variaban el estilo del conjunto en favor de la practicidad. Así las paredes de los niveles superiores, que desde la distancia en donde estaba Luciano parecían vidrios, descubrían un submundo que en juegos de luces e instrumentos destinados al placer, facilitaban la vista de los amantes en cada movimiento. Sobre el salón principal, una cúpula en la semioscuridad le invitaba imaginar frescos increíbles.

Distinguió a Nikos en el fondo del salón; con apariencia de un padre feliz, reía y acariciaba los rostros de jóvenes preciosas y, con ademanes muy delicados, las ofrecía a sujetos que podrían ser sus abuelos. Recordó entonces la sugerencia del hombre de la puerta, y cuando se disponía a ocultarse, las luces bajaron del todo su intensidad.

Una incandescente luz celeste se vertió sobre una de las plataformas. Lentamente, gracias a algún sistema de poleas, una cruz fue emergiendo de la sombra. Poco a poco ascendía desde una posición completamente horizontal, irguiendo consigo un manto de seda blanco que en crucifixión, delataba la presencia de un ser en un suplicio aparente. La multitud excitada empezó primero a susurrar en corrillo el nombre de Inanna, pero a medida que iba ascendiendo la cruz y se dibujaba mejor el cuerpo de la mujer bajo el manto, los susurros se convirtieron en gritos espontáneos, histéricos, como de feligreses en trance que vitorean la aparición de un mesías.

La luz celeste cambió a amarillenta cuando la cruz estuvo en nítida posición vertical. Suaves caricias llovieron sobre los delgados brazos de aquel Cristo sin rostro. Con una calma inaudita que podría enloquecer a un libidinoso, deslizaron la tela que cubría la cabeza de largo pelo castaño, coronada también de espinas; el divino rostro colgaba con espectacular tristeza sobre el pecho, y donde debería leerse INRI, con evidente sarcasmo, se leía INANNA.

Una luz rojiza brilló sobre el rostro de Inanna, que giraba de un lado a otro como quejándose del suplicio, pero sin que se descubrieran del todo sus facciones. Desfallecía y caía el pelo y la corona, para luego volver a ejecutar los mismos movimientos. Seis pares de brazos, se afanaron alrededor del manto y la cruz como serpientes en una danza mortal. Hubo dos apagones intempestivos y en medio de la repentina aparición y desaparición de la figura, las manos quitaron con violencia el manto. Se reveló a la mujer desnuda ofrecida en sacrificio en ese Gólgota banal, y cuando las manos serpenteantes comenzaron a tocarla, ella levantó por completo la cara y una luz lánguida la dibujó con nitidez: la nariz pequeña y recta dibujaba sombras sobre la boca amplia y delineada, entre las arrugas y redondeces de su carne perfecta que perfilaba un poco más abajo, la simétrica protuberancia del mentón alargado. Abría los ojos en dirección al cielo como una posesa, mostrando el reflejo azulado de unos grandes y profundos ojos que en realidad eran grises. La danza se transmutó en caricias por todo su cuerpo, y llovió sobre ella una sustancia viscosa que la aceitaba. Con sus piernas y caderas Inanna igualó el ritmo de esas manos que la repasaban, inclinando el dorso de atrás hacia delante al menor roce en su piel. Lamió varios dedos y permitió que algunos se adentraran en el centro de su sensibilidad. Con las extremidades inmovilizadas, la mujer sólo podía retorcerse de placer mientras las manos la masturbaban. Pronto dejó escapar un rosario de súplicas simulando rezos paganos:

—Σαν σωματα ωραια νεκρων... Σανσ ωματα ωραια νεκρων [1]

Susurraba sin cesar una y otra vez las mismas palabras, cambiando el tono de su voz con angustia. Luego ascendieron con furia los alaridos:

—...Της ηδονης μια νιχτα... της ηδονης μια νιχτα [2] —gritaba.

Parecía incapaz de soportar el deleite que la electrizaba cuando tocaban sus senos con firmeza o pellizcaban su carne. Del rostro de Alicia quedaba poco en el suplicio; Inanna la subsumió con toda la potencia de su fertilidad sensual.

En torno a la representación, muchos se entregaron a copular con jovencitas jadeantes sobre las mesas en el claroscuro del salón. Otras, de rodillas, refundían su boca entre las piernas de hombres adustos. Luciano alcanzó a ver a otros tantos que se dejaban penetrar por terceros, mientras se ocupaban en satisfacer a cualquier joven. Con máxima excitación, los jadeos de Inanna inauguraron un rito donde la sexualidad furibunda y el delirio comulgaron en cada uno de los blasfemos. Al emitir esos bestiales sonidos que se convertían en una sola oración de pecadores sin remedio, la multitud cedió por completo a sus instintos más bajos, volviendo a ser los animales en celo que siempre habían temido revelar.

Con el fervor de un adicto, Luciano buscó la salida del laberinto de pasajes y puertas, y asumió a partir de entonces su rol de amante de la amante del mundo. Alicia pasó a ser el puente que lo unía a la verdadera y única realidad admisible, y todo en torno a ella era circunstancial, incluso sus nocturnos desdoblamientos, incluso Nikos y sus delirantes prostitutas.

***

Al iniciar la fiesta la suerte estuvo echada. Una vez cruzado el ruedo sólo debía transcurrir el tiempo para que en medio del terror y la algarabía, doblara sus piernas, dejando escapar las burbujas fatales del hocico, cayendo al ritmo de la explosión escarlata urdida por el estoque. Merodeando el anticuario como un circo antiguo, lleno de ansias e insomnio, Luciano balanceaba de un lado las advertencias del hombre de la puerta, y de otro, la caída libre en el abismo de la delicia. Cada vez se convencía más de la obligación de reivindicar para sí la sensualidad materializada en Alicia.

Ejerció de nuevo el protocolo secreto. Con prisa y menospreciando los riesgos, Luciano saltó personajes enardecidos y unos cuantos escalones hasta arribar al tercer piso, donde creía poder encontrar a Alicia. Todo su ser henchido de un furor lascivo la reclamaba. Le urgía Alicia en cada centímetro de su piel, en cada poro, en cada célula. La brújula emocional de Luciano se había roto y ahora marcaba solamente Alicia en todos los puntos cardinales.

Al llegar al tercer piso notó la desolación. Los monótonos ruidos del sexo desenfrenado se desvanecían en la distancia, a medida que avanzaba sin encontrar a nadie a su paso. Todo iba quedando en un extraño silencio. Frenético, probó cada recoveco de ese piso, pues su instinto le decía que algo especialmente lascivo se iba a desarrollar allí, y él, comprendiendo que sus depravaciones eran irremediables, quería ser partícipe del pandemónium.

Con paso lento y meditabundo, llegó a una gran puerta corrediza que no lograba retener los signos de lo que buscaba: el lacónico suplicio de una mujer. Mientras gozaba, ella parecía susurrarle la fórmula secreta para la creación de la belleza, que Luciano asociaba con esa alegría de sentirse vivo y dispuesto a entregarse al placer voyeur, para luego desenvolver otras delicias. Ningún otro sonido perturbaba aquella melodía, sólo los jadeos que se volvían más constantes, como si la franja del placer de la fémina cruzara por instantes el del dolor, haciendo de la satisfacción un mismo y compacto quejido húmedo y quebradizo. Quedó suspendido varios minutos ante los rabiosos alaridos del clímax al que llegaba la mujer, perpleja, vulnerada, consumida ante toda la fuerza penetrante. Una seguidilla de gritos lastimeros previos al llanto, antecedió la explosión que la exorcizaba. La mujer reinició el jadeo, dulces lamentaciones u oraciones fervientes al dios idolatrado. Luciano corrió la puerta con suavidad cuando los gemidos se volvieron claros y cerró un instante los ojos; subió la cabeza respirando profundo para sentir el aroma de hembra penetrada, de sudor de hombre y todo el vapor de las secreciones.

Al abrirlos sufrió el espanto de ver a Inanna, que tumbada sobre pieles y cojines, lo miraba de costado, con ternura, fijamente, mientras el proxeneta Nikos Papastefanou le hundía firme y constante un miembro infatigable. Absorto ante el espectáculo, Luciano ni siquiera pudo musitar palabra cuando con una maligna sonrisa, Alicia extendió una mano hacia él, llamándolo para que se juntara a su placer infinito.

***

Sintió el bulto que formaba el revólver bajo su abrigo, y recordó que había regresado al burdel no solamente atraído por Alicia, sino también con la intención de liberarse de Nikos. Lo buscó pero de él no quedaba nada. Corriendo se dirigió a otras habitaciones por donde nunca antes había pasado. De sus techos pendían espejos cuya inclinación daba el ángulo perfecto para que se observara el desenfreno del salón central. Luciano veía las siluetas y contenía su ira. Orgías que danzaban entre gemidos y gritos de placer, protagonizados por seres reducidos a orgasmos inagotables. En la circunferencia que funcionaba como cama esa noche, en el salón principal, tres mujeres jadeaban entre sí mientras comedidos servidores las poseían incapaces del hartazgo.

Entre un difuso grupo de varones que se cerraron en una fila circular de nalgas exhibidas, empezó un nuevo ritual en sincronía perfecta con otros que recién introducían sus glandes a dos mujeres muy delgadas. Uno a uno, los hombres se iban abalanzando sobre esas dos fatalidades trenzadas en euforia, tomándolas sucesivamente. Una emanación de sensaciones que las hacían transparentes en medio de toda la lujuria viril, las fueron volviendo cada vez más inexpresivas, casi fantasmales.

Luciano se quedó estupefacto: las espaldas de los hombres se jorobaban en tanto que sus piernas se encogían. Parpadeó varias veces, tratando de recobrar el sentido de la vista que creía turbado, pero ahora descubrió que los hombres de más allá perdían sus facciones humanas. Tres hombres al frente suyo exhibían ojos mucho más perfilados y profundos, junto con extrañas protuberancias en sus mandíbulas. En uno de ellos su cabeza se volvía estrecha y deforme, y en sus pupilas centellaba la sevicia. Parpadeando encontró que los del trío no tenían ya nalgas sino una cola parda e inquieta. Sin poder escapar de su aturdimiento, presenció cómo dos de ellos se abalanzaban, ya todos colmillos y garras, sobre los cuerpos de las mujeres.

Asqueado de la carnicería, desvió la vista pero dio de frente con la sonrisa irónica de Nikos. Luciano desenfundó el arma y disparó al techo, disipando la multitud. Luego un tiro certero se incrustó entre las cejas de Nikos, dejando correr un chorro de sangre por su nariz. La víctima seguía allí; impertérrita, envuelta en el silencio, parada en la mitad del gran salón desierto. Entonces Luciano sintió que se las estaba habiendo con un espectro, surgiendo del absurdo el sentido: Alicia (o Innana) era sólo otra de las manifestaciones de Nikos Papastefanou.

Nuevamente disparó y tres golpes secos rompieron el esternón de Nikos. El humo se esparcía dejando un rastro de pólvora en la mano extendida de Luciano. Esta vez, Nikos cayó de rodillas, y al doblarse, apoyando la mano izquierda en el suelo, escupió con dificultad un poco de sangre. Con lentitud, el Anticuario se levantó orgulloso de los tres boquetes profundos que lucía ahora en el pecho. Caminó despacio hasta llegar al centro del salón, y con una voz áspera y tenebrosa pronunció unas palabras para sí, en una lengua extraña. Después, con fuego entre sus ojos y deteniéndose frente a Luciano tronó:

Ερωτικος τε και δαιμονιος ανηρ [3]

Siguió caminando despacio hacia Luciano, aproximándose a un lugar donde caía el reflejo de una lámpara de aceite. Ahora era Inanna, quien estaba frente a un Luciano que se debatía entre la incredulidad, el horror y el delirio al volver a ver a quien se adora. Frente a frente, Inanna y Luciano se miraron unos segundos que se suspendieron en el tiempo. Su mirada hipnótica fue la caricia más tersa dada por divinidad alguna. Dócilmente acercó sus labios a Luciano. Un aliento de lirios prohibidos penetró en su cuerpo mientras Inanna lo colmaba de dulzura; rozó la lengua un labio, humedeciéndolo, abriéndose las bocas en una sutil guerra de espadas. Sumergido en tal comunión, Luciano abrió muy despacio los ojos, como despertando de un trance, y besándola todavía, descubrió en ese rostro los ojos del Domus dominum.

Asqueado, Luciano se zafó de él y en vano quiso huir de su esquizofrénica agonía. Temiendo el final atroz quiso ponerse a salvo de las fieras cuando fuera de si colocó el extremo de la soga en su cuello. La polea giro suavemente, elevándolo muy cerca de la cúpula, donde su cara amoratada, el cuello roto y la piel lacerada, fueron liberados al vacío por Nikos. El golpe terminó de extinguir la tortura. Ante el cuerpo inerte que yacía en el salón central, fueron concentrándose varios entes que aguardaban la carroña después de que Nikos culminara la vejación, absorto en sus placenteras eyaculaciones.



[1] Corresponde a la fonética del español: San sómata oria necron (bis) “A cuerpos de muertos hermosos…”

[2] Corresponde a la fonética del español: Tis idonis mia níjta (bis): “… una noche de placer.”

[3] Corresponde a la fonética del español: Erotikós te ke demónios anír. “Soy demonio erótico para el hombre” (traducción aproximada).

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