Una copa a la mitad
Luisa Mancera, Juan Camilo Herrera.

No sería verdad si dijera, de forma romántica, esotérica o astral, que la esperaba. Tampoco creo que haya llegado en el momento indicado. Sí, es cierto que su llegada alteró el cristal con que veía la vida, pero mucho más lo hace su partida. Fue la última y tal vez la única en su especie, me he convencido de ello dándome cuenta que en todos estos años busqué en otras algo de ella. La mayoría terminaron siendo cajones vacíos.

***

No pudo evitar dejar salir un gruñido, estaba harta de todo: de caminar sin rumbo, del pasado, del presente, de un futuro que le resultaba predecible. La gente le producía una repulsión absoluta y ella misma se odiaba. No soportaba su mente, siempre acosada por pensamientos que la empujaban a fechas que trataba de olvidar. Necesitaba desahogarse y para su fortuna las circunstancias se dieron. Unos gritos desgarradores surgieron de una pensión derruida. La voz era femenina, aullidos histéricos, escalofriantes, a los que nadie hacía caso, a nadie le importaba.

Corrió hacia la fuente del escándalo, pateó unas cajas que impedían el paso al edificio. Su entrada atrajo las sombras que tragaron la luz tenue. Al final del corredor, encontró una niña de unos diez años tirada contra una esquina; tenía las piernas ensangrentadas y una camisa rosada, rasgada, que revelaba unas pequeñas protuberancias. Encima de ella se hallaba un muchacho no más adulto, de unos 15 años, con los pantalones abajo y los brazos rodeando su cuello. El joven volteó y quedó paralizado.

—¡Váyase, no es su problema! —rugió, y su voz mostró lo horrorizado que estaba. La testigo lo observaba gélida, con una mezcla de venganza justiciera y violencia animal—. ¡Que se largue, perra!

No le prestó atención. Surgieron movimientos repentinos que sorprendieron al maleante, ella sujetó su cuello y lo comprimió. Las manos del muchacho soltaron a la criatura indefensa y clavaron sus uñas en la carne de su atacante en un vano esfuerzo por defenderse. Pasaron minutos y la debilidad aumentó, hasta que el aire se acabó y el violador cayó inerte al suelo embarrado. La niña gemía, débil, pálida, y trataba de pronunciar un agradecimiento, pero sólo salió un sollozo.

—No sobrevivirás en las calles, yo te brindaré descanso.

***

Al regresar a la ciudad la hallé bastante parecida a como la dejé, ni siquiera la decadencia había prosperado. La diferencia radicaba en que, estando en el exterior, me volví adepto a visitar salones de baile y en el tiempo que llevo en Insmouth, me he dedicado a descubrirlos. Aunque ocultos son numerosos; puedo asegurar que nunca he repetido alguno, tampoco los terminaré de recorrer.

En un principio me extrañó que una mujer tan parca frecuentara un lugar como éste. Sólo se sentaba a callar, viajando en cavilaciones, mirando a un punto indeterminado; y a beber vino tinto. A veces, cuando volvía, interrumpida por los hombres que la asediaban con peticiones de piezas a conceder, miraba de soslayo o con la cabeza gacha, de forma que parecía un animalito agredido. Sonreía sin abrir los labios, empujando la lengua contra los dientes de adelante, y negaba gentil con la cabeza; jamás accedía a alguna. Me parecían ilusos e inconscientes estos tipos, ¿cómo no se daban cuenta de lo inusual que era? El hecho de que intentaran verla como una mujer ordinaria, adecuada para ellos, seguro se debía a algo en su figura, las caderas anchas o los disimulados, aunque siempre evidentes, senos voluptuosos bajo el viejo gabán.

***

Iba como flotando, siempre por encima de todos, de todo. Aquel lugar era su territorio, Insmouth estaba plagada de parques de clandestinidad y barrios de tolerancia, perfecto hábitat para las almas condenadas; sin embargo no era extraño hallar figuras agraciadas entre la nauseabunda carroña. Ella sobresalía, tenía cierta energía que atraía y alimentaba a la perdición.

Las deterioradas calles de la ciudad no eran un buen lugar para un paseo vespertino. El presente pintaba turbio, una de las consecuencias que traía la guerra. Cualquier persona en sano juicio habría huido de un sitio como aquel en una hora así, pero ella transitaba con la convicción del que no tiene nada que perder. Su mirada de halcón, generalmente alerta, andaba un poco perdida, como en otro sitio. Aquello no era nuevo, la lucha con sus demonios era su eterna condena: los gritos, las súplicas, los llantos y la muerte la perseguían, y para su desgracia esta última sólo jugaba a amenazarla, jamás la alcanzaba. Suspiró y se dijo que tenía que superarlo, la debilidad era un capricho que no se podía permitir. De nuevo se puso la armadura de perra despiadada y aceleró el caminar.

La escoria de la sociedad se movía a su alrededor: enardecidos grupos de limpieza social cazando, proxenetas exhibiendo su mercancía de exquisitas carnes sonrosadas y senos al aire, policías ebrios cayéndole a golpes a quien se atravesara en su camino. Este escenario no era nuevo, su existencia le había brindado la sabiduría para conocer que eso era la esencia del hombre, que la destrucción era algo que corría por las venas de todos, sin excepción: desde el ebrio abusador hasta la madre amorosa que juega con sus hijos. Siempre se preguntaba qué límites tenía la maldad del hombre, y aún después de haber visto tanto horror y suponer que aquello era lo último, surgía algo más. "Todo es un ciclo infinito", pensó. La guerra no había bastado, tenía que ser observadora omnipresente, ser dios y a la vez estar allí, siempre, entre la inmundicia, sin poder escapar.

***

Perdido en un laberinto de lividez, piel fría y aliento a vino, empecé a sospechar su búsqueda. De forma tácita, cada uno por su lado, decidimos detener nuestros planes, pues nunca antes de esta última hora aceptamos frente al otro el hecho de pertenecer a la raza que sólo resiste la tentación de un cuello cuando en verdad ama. Así, ella tendría que conseguir alguna fuente si no quería desaparecer del modo lento en que lo venía haciendo, y yo habría de encontrar otras víctimas para protegerla y satisfacer mi deseo. Nada que hacer, cuando llegué ella ya había partido hacía mucho, la abstinencia suicida producía sus efectos (las cuencas de los ojos y los pómulos eran cada vez más marcados). Mi propósito desde antes de conocerla se liberó y ya no fue posible detenerlo. Es siempre así, nunca se equivoca. A la mínima señal, sale de la prisión en que mi cordura lo encierra.


***


En la penumbra se alcanzaba a percibir una silueta escondida, apoyada contra la pared de un callejón. Acechaba desde la distancia, aguardando algo, estudiando su entorno. Pasaron horas sin que se moviera. Mas en una contorsión brusca, repentina, salió a la luz revelando su identidad. Era una joven de unos 20 años, la tez de un blanco envolvente. Irradiaba una luminosidad enceguecedora, aún así su aura producía temor, observarla era tener una visión de profunda oscuridad. Sus ropas, al igual que su cabello, eran negras, lo que aumentaba esta sensación.

Caminó a paso pausado pero imperturbable. Sus botas golpeaban rítmicamente la acera y sus manos, cubiertas por unos finos guantes de seda, rozaban múltiples texturas en los muros de cemento. Sus ojos capturaban todo; no había nada que fuese ignorado por aquellos fríos pedazos de carne gris. Su expresión inflexible evitaba que quien la viese tuviera idea de lo que pasaba por su mente.

Era casi media noche y el sitio se veía desierto, la pesada vida nocturna se camuflaba. Parecía que caminaba sin rumbo, siempre sombría e intocable. Evitaba pisar las ratas encubiertas en la oscuridad. Una vez más, sus movimientos se tornaron ágiles y precisos: giró la cabeza hacia un antiguo portón entrecerrado. Se deslizó desapercibida a una iglesia escondida entre las numerosas pocilgas.

Entrar a aquel recinto le producía un dolor indescriptible, pero al mismo tiempo agradable, excitante, la hacía sentirse viva. Caminó entre los gastados bancos de roble macizo, respirando con agitación. Aquella oscuridad, de una paz insoportable, no era la que frecuentaba. Los vitrales daban un poco de color al recinto monocromático, las figuras religiosas que siempre parecían perseguir con la mirada al visitante, trataban ahora de girar sus ojos artificiales para evitar contacto alguno con esta criatura.

Se sentó en la primera fila. Levantó la mirada y contuvo un grito desgarrador: la visión del altar le producía una sensación nueva… Sentía que los sesos le ardían, como si una vara al rojo vivo los removiera. El sufrimiento corporal le producía visiones fugases e indeseables: un ebrio estúpido invadiendo el refugio de sus huidas de casa, unos senos infantiles asaltados entre las ruinas rosadas de la blusa, unos niños corriendo aterrorizados por un corredor en llamas, el sonido perenne de los disparos...

—El dolor del alma es subestimado, hija… La carne es resistente a las ráfagas, que sólo la rozan, pero el espíritu se erosiona con la más mínima brisa.

Giró la cabeza, un cura con mirada compasiva y calva prominente se había sentado a su lado. La joven rió despectivamente para sus adentros. “No tengo alma”, pensó.

—Desde que pisaste el santuario percibí en ti una gran pena; tu vida está nublada por el sufrimiento, pero debes recordar que el dolor es bueno, purifica y aparta el lado oscuro…

—No necesito un sermón privado, padre —gruñó ella impaciente.

—No descargues tu ira contra mí —el tono calmado y de lástima la irritaba más, pero se dominó—. Vienes buscando una respuesta a tus plegarias.

—¿Acaso usted va a expiar mis pecados, padre? ¿Me hará salva?

—La esperanza es lo último que se pierde hija.

—Créame padre, con el tiempo eso varía…

El párroco suspiró y la observó mejor: era atractiva, por más que quisiera ocultarlo. Empezó a sudar procurando controlar sus impulsos. La muchacha se percató de los pensamientos lascivos de su decrépito acompañante. “Genial”, pensó, “ya se me hizo el día.”

—¿Me acompaña a confesarme? —dijo con un susurro que erizó lo pocos pelos de la nuca del anciano. En un tartamudeo, el padre reveló los deseos de la carne: “Claro.”

—Entonces, padre, el dolor es bueno, ¿verdad?

Horas después se halló al cura en el confesionario, con una profunda cortada en la garganta. Aun en aquel barrio eso era inesperado; el respeto que el párroco se había ganado le daba inmunidad ante los peligros de aquel infierno. Por eso nadie se podía imaginar cómo un hombre tan pío podía haber tenido un final tan macabro.

***

El acto de convertir señoritas y jovencitos comenzó a aburrirme cuando me di cuenta que, aún teniendo un pie en el mundo de los muertos, seguían siendo igual de vacíos, preocupándose por las mismas banalidades de siempre: sus rizos o el peluquín, el corpiño de avispa que les empezaba a quedar pequeño o el vestido y las zapatillas que cada dos semanas dejaban de ser adecuados para la fiesta nocturna. Entonces decidí, no sólo optando por mi supervivencia, o mejor, mi casi inmortal estadía en la tierra, sino más bien por mi diversión y mi conciencia filantrópica, buscar convertidos, para que al hundir sus colmillos en mi yugular, acto que en la mayoría resultaba impreciso y falto de delicadeza, pasaran en definitiva al otro lugar.

Después de unas cuantas persecuciones no tuve que buscar nada, los especímenes iban apareciendo. A lo mejor el instinto, dócil aprendiz, me fue llevando a donde oliera a sangre robada dentro de venas de muerto. Fuese como fuere, nos rastreamos y logramos cada uno el objetivo de nuestra naturaleza, muchas veces opuesta a nuestros afectos, sobrepasando nuestros ideales, burlándose del hecho de ser consecuente al satisfacer su apetito. O quizá se trate de lo contrario a una naturaleza, una artificialidad premeditada por los ideales inconscientes, siempre deseando el extremo, la muerte total en su caso, o la vida infinita en el mío.

***


Casi amanecía y ella ya se hallaba al otro lado de la ciudad, el paisaje mantenía su uniformidad miserable. A pesar del largo recorrido no estaba débil, su último asesinato la había llenado de energía; ésta la sobrepasaba, por eso necesitaba encontrar un sitio antes del alba.

Estaba inquieta, movía las manos dentro del abrigo, aquel era un molesto indicio de remordimiento. Su deseo era alejarse de todo, pero al destino le gustaba contradecirla, poniéndola en el lugar incorrecto en el momento menos indicado. Ella no quería asesinar a nadie, ni siquiera al lerdo pervertido del párroco; deseaba descansar, pero parecía que desde la guerra su misión era acabar con la plaga de la humanidad. Por lo general se mostraba tímida, recatada, como una indefensa damisela incapaz de matar a nadie, pero su batalla interior se transformaba en una carnicería.

***

Pocos perciben qué somos, de hecho puede que usted (sabía que encontraría éste cuadernillo) ya haya sido mordido. Casi ni entre nosotros mismos nos reconocemos, únicamente algunos de los que en esto tenemos más trayectoria podemos hacerlo. Si no hemos muerto succionándonos la sangre unos a otros, ha de ser por casualidad o coincidencia. Sin embargo ella, bien por perspicaz, bien por vieja, me descubrió quizá desde un principio, y decidida continuó con su plan.

***

No sólo disfrutaba andar entre la porquería, llevaba tiempo buscando algo en aquellos antros. Aunque no visualizaba bien las trivialidades, sabía los términos precisos de sus deseos. No cualquiera era digno de saciar su sed, alguien como ella no se satisfacía con lo burdo: su superioridad (bendición y maldición al tiempo) hacía que fuese en extremo perfeccionista y exigente, rayando el límite de la neurosis; y hacía poco se había enterado de que cierta… herramienta por así decirlo, rondaba los guetos vecinos. Ahora sí iba en busca de su objetivo. Ya era hora, no podía soportarlo por más tiempo.

***

¿Acaso era aquel un lugar de transición mientras aguardaba mi llegada? Porque es obvio que me esperaba, de lo contrario no me hubiera dirigido la palabra para pedirme una copa, ella no le hablaba a nadie.

—Yo a usted lo conozco, ¿sabe? —me dijo después de dar las gracias al mesero. Para mí no era extraño esto de que me reconocieran en cada lugar al que entraba pues, desde la llegada de mi padre al país, mi cara, entonces la de un joven de 16 años, ha sido transmitida por televisión e impresa en periódicos, magazines y vallas de publicidad. Y bueno, si no fuera por esto hubiera sido porque en el mundo de los salones de baile, bares y burdeles, mi nombre es muy popular y no demora en llegar a oídos de los nuevos visitantes. Sin embargo, horas después de hablar con ella ambas teorías se derrumbaron. El conocimiento que ella tenía de mí iba más allá de la fama compartida del hijo de un político, o de un navegador de cuerpos jóvenes; apuntaba mucho más adentro. Posiblemente supo que era el único, entre tantos otros rodeándola, que buscaba pares medio muertos.

***

La muerte tomaba diversas formas y la dama parecía conocerlas todas; la guerra era una magnifica mentora y con ella no sólo había aprendido a sobrevivir, sino a tomar en sus manos la vida ajena. Asesinar era un arte y ella, con el tiempo, se convirtió en una maestra. Para cuando la guerra civil terminó era una leyenda: Sus métodos variados (desde ejecuciones rápidas hasta la más sofisticada tortura) y su eficacia eran temidos por enemigos y aliados. Su repentina y misteriosa desaparición no hizo más que aumentar el misticismo en los relatos populares.
El tiempo era ágil pero sabía ocultarse bajo su piel tersa, mencionar su edad se consideraría una broma. Últimamente se la pasaba recorriendo los recovecos más sombríos de su vida: Era lejana la fecha en que suprimió la existencia de su primera víctima, y a pesar de todos los fantasmas que cargaba su conciencia, aquella experiencia no se le borraba de la cabeza, y en esos precisos momentos resurgía con más fuerza…

A los cortos doce años ya conocía toda la capital; no sólo las relucientes y floreadas calles de su barrio en el centro económico, sino extremo a extremo el resto de la urbe. Su madre habría sufrido un ataque si se hubiese enterado que su princesita frecuentaba los arrabales, mas esa idea le agradaba. Vagaba entre los seres que sus conocidos catalogaban como animales rastreros y andrajosos, tomaba sus costumbres, su jerga y vestimentas, se camuflaba, feliz de ser ella misma y no una muñeca de trapo encerrada en su cuarto de cristal en la torre más alta de la alta sociedad.

Su rebeldía, “sin causa” según su plástica familia, aumentaba con los años: a los catorce ya había huido de casa dos veces, se había hecho tres tatuajes y eventualmente consumía ácidos, pero regresaba a su palacio-prisión por el simple hecho de que allí dormía mejor. Así sucedía su vida de antro en antro, mientras sus padres, desde las alturas de un penthouse, se preguntaban por qué su damita de porcelana se convertía en un indigente más.

El incidente que cambiaría su vida para siempre ocurrió un año después. Cumplía “quince primaveras” y su pomposa familia preparó una ostentosa celebración. Millones se gastaron en licores, pasteles, músicos y otras ridiculeces; su madre estaba extasiada, la joven naturalmente detestaba aquello. Una vez más se produjo una pelea y una vez más se largó dando un portazo en las narices de sus ofendidos progenitores.

Esta vez no planeaba regresar, estaba desesperada y más decidida que nunca, no tenía problemas con dormir bajo un puente o comer sobras, eso era lo de menos. Estaba libre, sin la etiqueta ni las porquerías esnobs, y podía ir a donde se le diera la gana. Visitó las cloacas, el cementerio, y se dirigió a la zona de tabernas, dispuesta a engullir unas cuantas cervezas con algo de sus ahorros…

Los rayos matutinos despuntaron atravesando las paredes oxidadas. La joven se llevó las manos a los ojos, no sólo la luz le molestaba. En un gesto desahuciado se dejó caer en la acera: los codos contra las rodillas, las manos soportando más que la cabeza y el cabello cayendo como una cascada de melancolía.

Sentía como su piel se entregaba al holocausto febeo, pero el pasado calcinaba aún más. Recordar… Olvidar… Descansar… Parándose insegura consiguió alcanzar la penumbra de un edificio y se entregó a Morfeo y a su onírico reino en un intento vano de calmar su dolor.

***

¿Cuál es su especie? Es difícil explicarlo. La forma de sorber vino, su excéntrico comportamiento en el salón de baile, el modo en que lleva recogido el pelo, todo me habla de lo mismo, del propósito de una época, su época, no una general sino la historia propia de su universo, labrada durante siglos reales o interiores. Como sea, el resultado es el mismo: un océano turbulento, enteramente habitado, que desemboca en su proyecto de muerte. Nadie lleva a cuestas un siglo tan determinado, ningún monarca es tan dueño de su imperio como ella de su suerte. ¿Quién más que Arjuna justifica una existencia centenaria en la forma de morir? Pensar en su sino me hace sentir ridículo, ¿para qué seguir vivo cuando se está muerto? ¿De qué sirve prolongar esta muerte vivida?

***

Para cuando despertó habían pasado unas diez horas y se halló desorientada. Aunque había descansado, sus sueños no le permitían reponerse del reciente viaje a su verdadera juventud.
Se levantó del cemento sin dejar de apoyarse contra la enmohecida pared, se sacudió el gabán y observó a su alrededor; un viejo albergue le había servido de refugio, mas no recordaba cómo llegó allí.

Ya más consciente, volvieron las imágenes. Revivió el momento exacto en que su destino se había sellado: un mugriento baño de taberna, un viejo obsceno pasado de copas reclamando erradamente una deuda, el resto era historia. El recuerdo era tan vívido que casi podía sentir el cuchillo en la mano y la humedad de la sangre.

Salió sin importarle las ropas bañadas en carmín y chocó contra un joven de expresión sagaz y ropa desgarrada; él la acogió en su “casa”, le dio comida, cama y nuevas ropas, la introdujo al mundo de los mercenarios y se convirtió en su nueva familia.

Hacía años que Aesir había muerto, gracias a la maldita guerra, pero en aquellos momentos su ausencia se hizo más fuerte. No pudo evitar un leve temblor en todo su cuerpo, y al tratar de pasar saliva se percató del nudo en la garganta.

—¡No jodas, deja el drama! —se dijo en voz alta.

***

Siento que el tiempo se suspende mientras escribo esto, viendo su cuerpo tendido, con esa expresión que jamás había tenido en el rostro.

—¿Cuántos años tiene encima? —le pregunté hace unas horas, cuando me pedía sin pronunciar palabra, con sus dientes sujetando un poco la piel de mi cuello, que la dejara perforarla. Me contestó apenas separando la boca para poder hablar.

—Los suficientes para saber que hace mucho burlé las leyes naturales y que no quiero que mi muerte sea decisión de ningún dios.

***

La ironía de la vida la hizo alejarse del lugar en busca de un bar, estaba ausente, caminando entre los pocos locales que seguían abiertos a pesar del toque de queda: su vida pasaba en espiral y nada mejor para calmar su “añoranza” de desgracia que retornar a sus raíces. Se deslizó como un espectro por calles olvidadas; sentía un llamado, se acercaba a su objetivo y percibía que éste le esperaba desde hacía un buen tiempo. Deleitándose con la idea del fin, abrió la puerta: el ambiente bohemio entumeció sus sentidos, mas ella despertó los de los allí presentes. Al momento se dio cuenta de que su organismo clamaba por alcohol.

***

Los ideales no huelen a carne, son secos como una caja de cartón, no palpitan y seducen de forma forzada porque no son bellos, no emanan feromonas, ni siquiera poseen una textura. Los ideales están más muertos que la muerte por el hecho de que nunca han existido, son puro invento humano. Después de todo me pregunto qué es más fuerte, a qué obedecemos, a qué seguimos, qué guía realmente el rumbo de nuestra vida, ¿el deseo?, ¿el instinto?, ¿la razón?

Esta historia, que sigue transcurriendo aunque ella esté muerta, no es una historia de amor, es una historia de la razón, un campo mucho más amplio que el amor, inclusive el amor puede estar incluido dentro de la razón. Esta historia es sobre el reino de la razón derrocado por el animal insaciable que desea y sigue sus instintos. La razón no se da cuenta de su derrota, sigue obnubilada en su trono; el animal no se percata de que se impone y arrasa, sólo intenta atrapar la presa que se le ha escapado.

***

Se percató de su presencia al instante, su aura reptaba esquivando los cuerpos, el sonido de la música, las risas y las voces entusiastas, medio ebrias.

Su intuición le había descrito a alguien totalmente distinto, mas al acercarse se dio cuenta que no había pensado en él como una posibilidad. Lo conocía de antes, pero su imagen comenzaba a ser borrosa. De no ser por su padre, político que durante la guerra se había empeñado en exterminarla, jamás se hubiera fijado en él, que era su pequeño artefacto manipulable. Los imaginaba muertos o peor aún, en una mansión en algún lugar de Europa, pero ¿hallarlo allí? ¿En plena decadencia de país? ¡Jamás! “¡Mierda, eres tú, desgraciado!”, pensó. El hecho de que fuera él quien contenía el elixir, la contrariaba.

Anduvo a paso sereno, se sentó en la barra y esperó ser atendida, anhelando un buen vino tinto… Hacía esfuerzos tratando de disfrazar la trascendencia de aquella casualidad; pronto el impacto del encuentro desembocó en su típica costumbre de irse en una balsa, observando la marea de pensamientos que se movían inundándola, llevándola con ellos a lugares lejanos. Varios hombres se acercaron en distintos momentos, intentando ganar una pieza, esperando algo más. Ella sólo sonrió burlona, hiriendo su ego de machos al rechazarlos. Dejaron de insistir.

Estaban estratégicamente cerca, separados sólo por un hombre obeso que bailaba con una cerveza. Ambos aprovechaban sus vaivenes inconstantes para mirarse con cautela; él cautivado por su extraña e impávida belleza, ella determinando cómo abalanzarse sobre su objetivo.

Decidida se acercó, apretó su hombro y con voz cortés pero dominante, ordenó al cantinero:

—Un vino a cuenta del caballero.

Él no protestó, sólo asintió y pidió que fueran dos. Bebieron en silencio, la copa estaba a la mitad cuando la mujer por fin habló:

—Yo a usted lo conozco ¿sabe?

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