Marido para Tres - Proyecto Final de los Talleristas

Marido para Tres
María Teresa Niño, Mónica Liliana Trujillo, Marcelo Del Castillo

Martha y Paty coincidieron en que a sus amantes no sólo les gustaba el mismo restaurante, el mismo plato —espagueti a la carbonara—, y el vino chileno, sino que además, a ambos les gustaba untarles los pezones con miel a la hora de hacer el amor. Concluyeron que hablaban del mismo hombre y pensaron en vengarse de forma cruel.

Cuando Gonzalo abrió la puerta, se sorprendió al reconocer el rostro lloroso de Paty, y más aún al ver a su lado la mirada incendiada de Martha. Esta le sembró un golpe limpio bajo un chorro de recuerdos de cama, cuando se vestía para la sesión de sadomasoquismo. Ahora no se trataba de una faena para compartir sus goces. Gonzalo al caer comprendió que las mujeres —su harem, como solía jactarse entre sus amigotes— lo estaban golpeando por engañarlas. Su esposa corrió alarmada sin atinar qué ocurría. Martha, después de darle una patada brutal en los testículos al bulto que configuraba Gonzalo en el piso, se detuvo al verla asustada. “Este degenerado siempre la ha engañado”, gritó por fin. La expresión contundente de esa mujer que gritaba sollozando, hizo comprender a Esperanza algo que hacía mucho tiempo había sospechado de su marido, sólo que se negaba a aceptarlo pues era una mujer católica de principios arraigados, convencida que el matrimonio y la resignación eran parte del amor. Se llenó de dignidad y se apartó del espectáculo. Gonzalo logró levantarse evitando los manotazos de Martha y los arañazos de Paty, mientras gritaba: “¡Por qué putas me tengo que aguantar esto! ¡Ustedes no son más que unas perras! ¡Unas zorras! Fuera de mi casa.” Paty le forcejeaba: “¡Fui una idiota al creerme la única!” “Si te sirve de consuelo, estamos iguales con este malparido”, agregó Martha, apurándose a exhibir un celular en el que marcó un número con rapidez; “¿cuál quieres hoy, la polaca, el sesenta y nueve o el setenta y uno? ¡Cochino!”

Gonzalo se angustió al ver que Esperanza se retiraba de la escena y se encerraba en su cuarto. Sabía que esa actitud de su esposa era radical. Se vio perdido. Se sentía débil, sin argumentos para explicarle nada. Apenas unos minutos antes, cuando iba a salir a trabajar y tuvo la primera erección del día, pensó en Martha, con la que hacía dos semanas no había tenido contacto alguno, pero esto no le preocupó pues sabía que al final de la tarde se encontraría con Paty. La última vez que lo hizo, quedó prendado por las nuevas posiciones que ella le enseñó, pero extrañaba a Martha por la maestría de su galope brutal, delirante y sucio. Ahora la visión paradisíaca de sus mujeres se había transformado en pesadilla.

Esperanza, a pesar de cerrar la puerta, alcanzaba a oír la algazara con el rumor que le llegaba de voces y de gritos y de palabras que por primera vez se escuchaban en su casa: perra, zorra, puta. Sabía que tenían la sombra sórdida de un antro prostibulario y oscuro, y se desbordó en llanto. En ese momento tomó conciencia del candado que aún tenía en la mano con la llave puesta, recogido cuando Gonzalo cayó después de abrir la puerta.

En la sala, las mujeres no dejaban de insultarlo. Entre ellas empezaron a recordar que les hacía las mismas posiciones: que el estilo perrito, que la carretilla, que el pollo asado, y se reían burlándose al comprobar que no tenía imaginación, siempre repetir los mismos gestos, las mismas lascivas palabras para excitarse cuando le decía a la de turno al oído: eres la más perra entre la perras, y ella le respondía sí mi amor, soy tu mejor perra. Esperanza estaba aturdida por lo que escuchaba. Sintió una furia ciega que se apoderó de su ser, y tomando un impulso repentino fue directo a la sala. Casi por instinto de querer deshacerse de ese desconocido con el que había compartido tantos años, le lanzó el candado con puntería certera, descalabrándolo con el consecuente espectáculo carmesí. Gonzalo con una mirada interrogante parecía que le preguntaba: ¿por qué me haces esto? Se pasó la mano por la frente que quedó untada de sangre. Se postró debilitado de rodillas.

Ahora el timbre no paraba de sonar. Martha reaccionó, “son mis hermanos.” Dirigiéndose a Gonzalo, que le hizo una mirada de desolación, le dijo: “Ya vas a ver lo que te va a pasar.” Esperanza quedó paralizada al ver aquellos uniformados corpulentos, que con su presencia intimidaban al exhibir sus revólveres de reglamento, entrando en tropel como si buscaran a un criminal. “¿A cuál es que tenemos que cobrársela?”, dijo el más parecido a Martha. La escena que vieron, más que enojo, les produjo compasión: Gonzalo estaba sentado en el suelo, maltrecho y con la camisa hecha jirones con manchas de sangre, sosteniéndose sobre la herida una compresa que hizo con su pañuelo. “¿Qué les pasa?”, el agente enfundó su revólver. “Esto les puede salir muy caro a todas ustedes, que no tienen un rasguño.” El otro policía miró a su hermana como recriminándole sus continuos abusos. “No pueden tomarse así no más la justicia por su mano”, dijo. Gonzalo, aturdido por la golpiza, vio a aquellos uniformados como unos ángeles que estaban salvándolo de esa jauría de perras, las mismas que habían sido sus juguetes sexuales, vaginas afrodisíacas que ahora emanaban adrenalina pura… Los policías lo ayudaron, alzándolo cada uno del brazo, diciéndole en coro: “¿Cómo es que se dejó hacer esto? ¿Dónde tiene sus pantalones?”

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