PTOSIS
(Basado en un cuento de Guadalupe Nettel)

María Guerrero, Diego López, Ginamaría Hidalgo

El trabajo de mi padre, como muchos en esta ciudad, es un empleo parasitario. Fotógrafo de profesión, se habría muerto de hambre —y con él toda la familia— de no haber sido por la propuesta generosa del Dr. Ruellan que, además de un salario decente, le otorgó a su impredecible inspiración la posibilidad de concentrarse en una tarea mecánica, sin mayores complicaciones. El Dr. Ruellan es el mejor cirujano de párpados de París, opera en el Hospital des 15/20 y su clientela es inagotable.

La gran cantidad de mutilados que dejó la última guerra y la fama que adquirió el doctor Ruellan como el mejor cirujano en todo Paris, me obligó a unirme al trabajo de fotógrafo de párpados de mi padre, quien ya no podía cumplir con todo el encargo. No era el empleo más estimulante, pero me dejaba dinero para salir a recorrer las calles en busca de nuevas fotos de la ciudad. Mi creatividad como fotógrafo me llevó a descubrir con horror que los resultados de las cirugías del doctor eran asombrosamente similares y carentes de vida y que las operaciones de párpados eran una actividad mecánica y uniforme que, en manos de un ser como yo, podía tomar matices artísticos.

La primera noche que crucé el límite entre retratar la realidad y transformarla totalmente fue cuando decidí arreglar los parpados lisos de aquel hombre para que reflejaran años de felicidad. Las arrugas en los extremos son reflejo de una vida sonriente, rasgo ajeno a un militar mutilado.
Seguí así con éxito, pero sin reconocimiento a mi labor. Todos creían que el resultado natural de las cirugías era trabajo del doctor Ruellan. Al principio me molestó esto, pero después recordé que la finalidad de los cambios estaba en mis fotografías.

Tiempo después, el doctor adquirió mayor fama y se popularizó. Debido a esto centenares de personas acudían a ser operadas; entre ellas llegó aquella mujer hermosa que había visto antes por el bulevar. No entendía el motivo de su cirugía. Los párpados de aquella mujer eran hermosos y la deficiencia física era casi nula. No pensé que esta muchacha fuera para mí una debilidad moral. Sabía que si ella se operaba quedaría como los otros monstruosos resultados, perdiendo todo su encanto. Ni siquiera yo, con muchas horas de cirugía, podría recuperar su belleza.

Durante horas pensé como ayudarle, la única solución era enamorarla y así convencerla de su errónea decisión. Todos los días la cortejaba, hasta que ella accedió a tomar un helado conmigo. No me di cuenta que mi plan inicial de protegerla se había desviado; ya la quería.

Pasamos los días anteriores a la cirugía en un motel del muelle haciendo el amor y hablando de un posible futuro donde los dos viviríamos felices de la fotografía, retratando de día los lugares parisinos y de noche la belleza de su rostro. Después de todos nuestros planes ella me dio su palabra de renunciar a la operación. Enamorado y lleno de fe, creyendo en lo dicho, fue desagradable y triste mi sorpresa al encontrar dentro del escritorio de mi padre una fotografía de la chica ya operada, y vi como aquella mujer hermosa se había transformado en unos de los adefesios sin vida del doctor Ruellan.

Perdí la fe y las ganas, nunca más la volví a ver, nunca más volví a operar.

Algunas tardes, sobre todo en los periodos austeros en que la clientela no ofrece ninguna satisfacción, pongo su fotografía sobre mi escritorio y la miro unos minutos. Al hacerlo me invade una suerte de asfixia y un odio infinito hacia nuestro benefactor, como si de alguna forma su escalpelo me hubiera mutilado. No he vuelto a salir con la cámara desde entonces, los muelles de Sena no me prometen ya ningún misterio.

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