Los Mimos con las Mimas
Schommo Vittoria, Nixon Ángel Candela

La mujer elegante camina con decisión, con sus altos tacones mide los pasos metro a metro a lo largo del pasillo; no desea ser advertida por alguno de los asistentes del teatro a reventar. Sube los ocho escalones alfombrados y pasa por detrás del atril esquinero para ir hasta la larga mesa central, habla con el escritor que se alista para, a su turno, disertar sobre la vida gris de un narrador de género negro. Él lee el papelito que ella le entrega, se encuadra el bigotillo, se seca la frente, toma todo el agua del orador de la derecha y lo bebe; se levanta de la silla, mira hacia los lados, agacha la mirada y cae sin remedio sobre la silla mientras la cámara proyecta en la pantalla la nota recién entregada: “Muerte al payaso”. La cámara copia el silencio lúgubre del público atónito sin fijarse que la mujer de piernas largas retira una lágrima de su mejilla y el hombre se retira tras el telón de tapia alta sin salida para volver a su puesto en el preciso momento de su turno para intervenir, anunciado por el que hace de presentador del programa. La mujer ya hizo mutis por el foro.



Se conocieron en un simposio internacional sobre los derechos de autor, donde compartían la mesa con la fastidiosa antropóloga militante del feminismo, Nelly, que todo el tiempo posaba de sobrada como si lo supiera todo sobre todo, cuando en verdad se encontraba en tratamiento psiquiátrico para componer sus problemas de personalidad histriónica. Sucedió durante la hora del almuerzo en la mesa que compartían por asignación de parte de los organizadores del evento. Por poco y se tiraron los platos a la cara por sus marcadas diferencias respecto a lo que representaba la literatura para cada uno. A la hora del postre, acordaron asistir a la última ponencia de la tarde, la de cinco a seis y media a cargo de Roger, el de aspecto desagradable y maneras desobligantes innatas que conservaba en cada respiración. El editor se comprometió con el escritor, pero al igual que la mayoría de asistentes, desistió desde la primera parte de la charla que no lograba captar el interés del auditorio. Roger exponía convencido de que era obligatorio que lo escucharan, pero su disertación no tenía nada de interesante en absoluto. El editor regresó cinco minutos antes del final de la malograda conferencia de Roger, tomaron un vino y prefirieron no amargárselo comentando lo inacertado de la exposición. Quedaron de encontrarse los tres el domingo en el apartamento de Roger, donde Nelly prepararía arepas y té de coca.

Nelly, después de haberlos presentado, invitó a su novio, el editor, a una copa en un bar antes de llegar a casa. Entre copa y copa, ella le comentó que Roger era un amigo de años juveniles. Que cuando ella decidió ingresar a la Universidad Nacional a estudiar Antropología, él, siempre desubicado, de un momento a otro salió con el cuento de viajar a Europa. Allá estaba el futuro, según él, algo no compartido por el círculo de compañeros ya que en algún pasaje de sus días de colegio habían contemplado tal posibilidad pero luego de terminar los estudios universitarios. En ese instante, Nelly se preguntó por qué Roger andaba de mimo en la calle, y por sus bruscos gestos y movimientos discordantes, entendió que nunca había estudiado artes escénicas. A cambio, se regocijó al oírlo hablar sobre literatura y ufanarse de haber sido publicado en varios idiomas; apreciaciones ocurridas en su cabeza y sin jamás tratar de desamarrarlas y que la lengua le diera tiquete para cabalgar sobre el viento en busca de estaciones auditivas. Dejó al editor con la imagen sobre su compañero, de gran escritor, primero conocido afuera antes que en su país.

—Amor, ¿por qué estás tan callado?

—Además del arduo trabajo en la editorial, debo madrugar a conseguir la escenografía para la obra de teatro. En dos meses y medio es el estreno y falta casi todo, y algunas ideas aún me rebotan en el cerebro sin asentarse por completo.

—¿Esta, también es de tu autoría?

—Sí, trata sobre un escritor maniático de los años setenta del siglo pasado. Con los ingredientes que todo el mundo supone: soledad, alcohol, mucho humo, y una máquina de escribir de esas grandotas. Es un monólogo.

—Está claro, ¿cuál es el problema?

—¡Ah!, que la gente ahora es muy mediocre, los que se han presentado a casting, ninguno ha dado la talla del personaje; quiero un actor que refleje en su mirada que dentro de sí se encuentra un somnoliento volcán que empieza a emitir fumarolas de una inminente y cercana erupción, y que sus dedos sobre el teclado, como estridentes motosierras, irrespeten dogmas, sistemas y valores.

—¿Entonces?

—Que los cojones y el alma queden impresos en el papel.

—Relájate un poco —le amasó los hombros con los dedos— que con lo tenso que has estado los últimos días, bien te puedes apersonar del personaje con facilidad.

—Ojalá tuviera tiempo para tanto —le respondió con sonrisa.

—Pasemos a otro asunto, no sigas con tu perfeccionismo, hoy hace un mes pediste mi mano.

—Discúlpame, mi amor —se trenzaron en un abrazo y las escasas palabras bailaban en melodías invadiéndoles las vitrolas de los oídos.



La mujer elegante se retira por una pata del escenario. El presentador encuadra la solapa de su abrigo y rompe el silencio de la concurrencia pendiente:

—¿Cómo resuelve la paradoja? —interroga al escritor.

—La paradoja es una oposición irresoluta, cada lector la debe tratar.

—¿Cómo justifica la tragicomedia?

—Teniendo presente que la vida no es tan trágica ni tan cómica; luego el oficio del escritor es entrar generando expectativas con tal que el lector busque la ubicación que le corresponde según el relato que tiene al frente.

—¿Cómo logra inmiscuir al lector con el personaje?

—El escritor debe usar la memoria reconstructiva en el momento de la creación y tener en cuenta que cada obra recreadora nace y muere en el silencio mediante el ejercicio en sí de muchas horas nalgas frente al papel.

—¿Usas la Némesis? Si sí, ¿con qué frecuencia?

—Tanto como la imitación por instinto de reproducción; es ponerle la esencia al payaso triste impulsado a vivir muchas vidas en una para aprender a sufrir con ricura y deleitarse.

—¿Cómo maceas la ignorancia para que el lector no la pille?

—Es difícil explicarla; un creador se pregunta algo difícil de resolver, tanto que a veces, el personaje no sabe la respuesta, como sucede en mi relato donde el niño juega con los juguetes que su papá fabrica para venderlos en el sex shop. El padre, sólo puede observarlo sin tomar partido, eso le basta.



El domingo, dos horas antes de la hora acordada, el editor recibió la llamada de Roger con el aplazamiento de la cita por motivos de agravamiento de la salud de su madre y tener que asistirla.

Nelly llevaba varios meses dirigiendo la adecuación de la parte occidental del Cementerio Central que en adelante se convertiría en el Parque del Renacimiento. Con sus colegas inspeccionaban la remoción de la tierra por el buldózer para las piletas de agua. El gran rinoceronte amarillo descubría entre la tierra osamentas de muchos de los desaparecidos del nueve de abril, cuando el magnicidio del caudillo popular. Familiares de los desaparecidos inspeccionaban a prudente distancia la remoción de escombros que en aquel entonces fueron tirados en volquetadas en la fosa común como ene enes que, Sagradamente, a cada año, los deudos rendían culto en ese terreno de nadie, confortándose en imaginar que allí yacía su familiar desaparecido, a diferencia de los familiares de desaparecidos actuales, que ni siquiera tienen el derecho a saber dónde reposan los restos, porque los tasajean y los tiran como abono y la mayoría de veces, para engorde de los peces.



Es el momento de presentar la última creación del artista. La motivación del escritor, de pie, necesita insuflar aire para inflar su ego arreado como un gato para convencer al público de su compra con tal de él llevar un poco de dinero a casa: “al salir una obra nueva a las vitrinas, siento añoranza por el proceso vivido. El nuevo libro, representa, para mí, la zona de luz que requería el relato desde el momento que se planea la arquitectura del mismo.”

Toma aire y va al proscenio: “Cada libro es un nuevo descubrimiento, el apoderamiento mutuo entre el personaje de ficción y el creador real.”

—¿Y el valor económico?

—Ah, eso lo que hace es permitirme aprender a aprehender. En últimas, el arte prolonga el placer que con la experiencia recoge el callo que le proporcionan los años de ejercicio continuo.



Por la cercanía al centro de la ciudad, la pareja de comprometidos había arrendado una bodega a espaldas del Cementerio Central, sector donde también funcionaban microempresas metalmecánicas, aprovechadas por el editor para sus fines. Adecuaron por separado el funcionamiento de la imprenta, resguardo de la extraña escenografía para las puestas teatrales y lugar de ensayo, y un buen espacio para que Nelly trasladara los esqueletos que hallaba completos para estudiarlos de acuerdo a sus intereses; algunas veces con la debida autorización legal, otras sin ella. Era normal verla ingresar y salir con grandes bolsas negras de allí.

El editor prometió a Roger publicarle el aburridor cuento. Desde el otro lado de la línea, el escritorzuelo se lo agradeció en el alma con ánimo de aprovechar la oportunidad para hacerse rico y famoso, como era su gran aspiración, como la de todo artista, aunque le costara trabajo reconocerlo. No pudo ocultar su histrionismo, como cuando alguien oye la mejor noticia de su vida y no la puede creer, y de paso, al tomar aire, se prometió dejar de vender a precio de huevo, la edición en papel barato de bajísima calidad tanto en su forma como en su contenido, que no lograba ningún aporte a la literatura como él se negaba a creer convencido de lo contrario, con lo que alcanzaba a sobrevivir al medio inspirando más piedad que admiración.

Con todo y eso, el editor le prometió sacarlo del anonimato con una excelente calidad, con insertos policromáticos de un pintor representativo en el ámbito de la plástica internacional. El libro iba prologado por el recientemente galardonado premio literario de habla hispana y que se aprestaba para cobrar renombre a nivel mundial.

Al otro lado de la línea, los dos imaginaban la cara de satisfacción, sobre todo, la de Roger, que a su edad ya había dejado de soñar con algún asomo del éxito en el mundillo literario.

Pasado el tiempo y sin respuesta concreta, Roger respondió ante la frustración haciendo proyección de su personalidad, vía mail contra el editor acusándolo de mitómano, estafador, corrupto y demás improperios que encontraba en su menú de largas noches de insomnio.

En el preciso momento en que el editor finalizaba el machote para quemar las planchas y realizar la impresión múltiple y definitiva para diligenciar el ISBN y el código de barras con el registro de los derechos de autor, en cumplimiento de la promesa hecha a Roger, recibió la citación de La Fiscalía General de La Nación para responder la demanda del escritor por estafador y explotador del escritor venido a menos. El editor dio una y mil explicaciones a Roger sobre la demora para que el libro saliera al aire, pormenores justificados en cualquier proceso editorial; además, de pasada, le comentó que le había conseguido un contrato con el ministerio de cultura para que dirigiera una serie de talleres literarios para jóvenes, con excelente remuneración. Le comunicó lo avanzado del proyecto literario, y que en un par de días estaría en las vitrinas de las mejores librerías. En ese momento, ambos se esforzaron por ignorar el contenido del último mail enviado por Roger y recibido por el editor, lo relacionado con la consecuente demanda ante la fiscalía. El teléfono enmudeció eternos segundos para los dos. Prometieron volverse a llamar, asunto que ninguno de los dos ejecutó hasta dos semanas después, cuando el editor telefoneó para sentir el tope máximo de la agresión de Roger con suspiros que en el fondo denotaban un arrepentimiento que él nunca reconocería. Era difícil echar marcha atrás; el mal estaba hecho. Roger siguió viviendo en ascuas como sabía hacerlo, y el editor echado sobre su depresión sin comprender el comportamiento animalesco del ser humano.

Nelly, enterada de los últimos sucesos, mostró preocupación por las amenazas a su novio de parte de su amigo.

Los siguientes quince días transcurrieron sin que nada extraordinario perturbase el tedio cotidiano de los personajes que se debatían entre el cumplimiento del deber y la búsqueda de maneras de solventar la sobriedad de la abulia, hasta que el editor bajó de su bicicleta en el parque nacional para presenciar el espectáculo del mimo con tamaña sorpresa al descubrir debajo de la crema blanca, el rostro de Roger ejecutando su número que para él, haría revolcar en su tumba la desgracia de Marcel al enterarse que un infeliz trataba con esfuerzo de imitar de forma grotesca su imagen frente a un grupo de niños serios distraídos en el rededor antes que fijar su atención en el payasito de movimientos torpes donde ninguno reía; las madres de los niños tampoco lo hacían y no por falta de cortesía sino por la pésima calidad del espectáculo del pobretón mimo.

Aunque el editor identificó a Roger ipso facto, se negaba a dar crédito a la mediocridad del hombre chaparro que sin ocultar la agresividad, pedía le socorrieran un aplauso y de paso, le tiraran algunas monedas con el argumento de que era un escritor de renombre internacional. Según él, sus libros se vendían como pan caliente, tanto en Europa como en América, y habían sido traducidos a una decena de idiomas.

—¿Entonces por qué pasa trabajos? —preguntó una dama sin pelos en la lengua.

—Porque los editores me roban —respondió el cariblanco.

—¡Pobre infeliz! —repitió el editor y trepó en la bicicleta con sentimientos encontrados, donde sobresalía el de la vergüenza ajena.

El mimo se desmaquilló a manos llenas y en par patadas, y sin dudar, se lanzó a alcanzar al editor madreándolo y prometiéndole mandarlo matar por la humillación de que había sido víctima. Le gritaba a la espalda con cinismo que se diera por hombre muerto como perro sarnoso de los que pululan en cualquier antro.



El hombre dirige el vozarrón al` público: “el escritor actual no presenta el asombro del escritor clásico que adornaba con el romanticismo de escribir a mano y tachar encima, oficio que ejercía desde la adolescencia para toda una vida de dedicación.”

El otro personaje le hace una llave que lo inmoviliza por la espalda: “no todo escrito es eterno, el escritor contemporáneo presenta su obra para ser admirado.”

—Si pides admiración, denotas avidez afectiva.

—Escribir da poder.

—O lo puede quitar —aprieta el brazo del contendor.

—El escritor es una criatura que no prescinde del encarcelamiento.

—Pero...

—Pero resulta ser más sexy decir que no se ha sido instruido como si representara un santuario, lo que se conoce como el don innato. En mi caso, escribo para ser amado —eleva la voz.

—Reduccionismo simple, vulgar y grotesco chapeado con el apero anquilosado de criollismo anodino.

—¡Que así sea! El artista espera que se haga justicia con su obra.

—Escribir por pura vanidad, afecta negativamente a la sociedad.



En medio de los whiskies, el editor desengavetó el machote del libro con el nombre de Roger, quien no pudo ocultar el nerviosismo al levantar la copa y brindar, para caer mareado viendo nublado su alrededor; bostezó y despertó con una extraña sensación, deseó estirar los miembros pero algo se lo impidió; sacudió fuerte la cabeza para corroborar que estaba despierto. Estaba maniatado a una silla empotrada al piso, desnudo, con un artefacto a manera de máquina de escribir entre la V que forma la pelvis y las rodillas; rebobinó sus recuerdos hasta cuando tomó el segundo trago. Con un ligero paneo, comprobó que estaba en el recinto de los ensayos teatrales, los ligeros pasos del editor lo sacaron de sus cavilaciones:

—¿Quién mata a quién, hijo de la gran puta?

—¿Qué pasa?

—Dos meses sin dormir hasta enterarme por nuestros amigos esmeralderos que indagaste por sicarios... ¿pensaste que eso quedaría así nomás? ¡Qué mediocre eres! Aunque Nelly intermedió entre los dos, eso no quería decir que te había perdonado.

De pronto escucharon una llave en el portón. Roger imaginó que podía ser su salvación y gritó: ¡Socorro... Socorro...! Pero la sed y la resaca le distorsionaron la voz. El teatrero le tapó la boca con la mano, sin reparar en los mordiscos recibidos.

—Amor, ¿estás ahí, qué fue ese grito? —preguntó Nelly.

—Sí, estoy ensayando, espérame, enseguida voy —el editor se esforzó para amordazar a Roger con un pañuelo.

—¿Qué fue eso? —preguntó Nelly—. Amor, ¿estás bien?

—Tranquila, dame un segundo.

Al sentir cercanos los pasos de su novia, aligeró el nudo y le salió al paso antes que alcanzara el picaporte.

—Vamos a desayunar, estoy muerto del cansancio.

—¿Te trajeron la máquina para la obra?

—Anoche, como a las diez; luego ensayé y corregí el argumento. No me di cuenta a qué hora amaneció.

—Vamos, un café te sentará bien. ¿Por qué no me permites ver el montaje con la escenografía puesta?

Esas palabras le hicieron caer en la cuenta que aún no soltaba el picaporte y que permanecía con el cuerpo de rígido guardián impidiendo cualquier intento de ingreso.

—No querrás dañar la sorpresa que maneja la magia del teatro.

El editor la abrazó y al salir le puso doble seguro al portón.

—¿Más tarde vienen los empleados?

—Con esta situación, tuve que contratar operarios por días, vuelven la próxima semana.



El entrevistador explica al público que al lector no le importa si el texto fue sugerido por alguien, o le salió de las tripas y si además, el escritor le puso los tuétanos (los propios). Remata gritándole al escritor que escritores nacen a diario, pero editores no se ven crecer en los árboles.



Entrada la noche, despidió a Nelly sin permitirle que se bajara del carro e ingresó al teatro de los acontecimientos, donde encontró a Roger con los ojos desorbitados y los miembros amoratados a punto de sangrar:

—¿Cómo van las cosas, mi querido escritorzuelo? ¿Todavía sigues con la idea de matarme?

El maniatado con ojos de súplica, pedía perdón sin comprender el por qué de la extraña posición en que lo mantenía su verdugo, y con la parte delantera de la máquina de escribir con puntas de alfileres en cada una de las barras de las letras:

—Antes te voy a dar una clase de literatura —acercó una silla—, lo primero que debes hacer es escribir con los cojones y con el alma, desgarrarte las tripas para que el escrito sea creíble.

Oprimió una tecla con rabia y le martilleó un testículo a Roger que se retorció con un berrido de súplica.

—¡Qué mediocre eres! Te puedes maquillar de mimo, pero... ¿te has preguntado si en realidad lo eres? En tu farsa, te puedes maquillar con pintura blanca la cara, más nunca cubrir el negro que tapa tu incapacidad mental. El hecho de escribir enaltece la lengua, pero tú sólo produces babadas. ¿Cuántos libros lees cada semana? La ficción está umbilicada con la realidad. ¿Deseas escribir sobre la problemática nacional y te conformas con ojear los titulares de los diarios? Te estremecen los contenidos de los telediarios y sin embargo, no das una mirada tras la pantalla para cerciorarte que allí se informa lo que ellos creen conveniente, que siempre toman el mejor partido y emiten imágenes acordes a la necesidad del salario percibido por ello y según el guiño del mandatario de turno.

Con el crescendo emotivo del momento, oprimió varias teclas simultáneas haciendo que el inmovilizado arqueara el vientre y echase la cabeza hacia atrás.

—Para la literatura, una vida no alcanza, el talento se enaltece con la dedicación.

Continuó tecleando las palabras que pronunciaba con énfasis en los signos de puntuación como para que no los olvidara nunca. Cada vez que se los marcaba con alfilerazos en los testículos con tal rapidez, que los dedos iban más ágiles que su propia mente.

El maniatado mordía el pañuelo hasta deshilacharlo para lograr emitir gritos, sin saber que los ocasionales paseantes cavilaban al escucharlo para concluir: “es el tal teatrero ese que le ha dado por ensayar sus obras hasta estas horas”. Otros divagaban: “han de ser las ánimas benditas que claman descanso y permanencia de sus restos alados donde han permanecido por más de cincuenta años. Es que la posmodernidad no respeta ni a los muertos.”

El editor haló una liviana tela de la escultura vecina y volvió a amordazar a la víctima, fue hasta el portón, pegó la oreja a la lámina y regresó con el silencio al centro del escenario para retomar el protagonismo. Tomó harina de trigo, la mezcló con huevos y embadurnó a Roger:

—Como te crees italiano y te atreves a negar tu origen —lo untaba con pasta blanda—, aquí están tus ravioles y tu fetuccini: ¡disfrútalos!

Aspiró una gran bocanada del cigarro y tecleó un extenso párrafo, mientras el receptor retorcía el dolor desde sus partes íntimas. Vio escurrir la sangre por las patas de la silla y supo que el cianuro con el que había impregnado la punta de los alfileres pronto haría efecto. La función se acercaba a su fin:

—Como ni siquiera aprendiste a utilizar el mouse para buscar sinónimos y suprimir gerundios, en esta caja se encuentran decenas de ratas hambrientas que danzantes cerrarán este acto.

El editor despertó a la mañana siguiente, se dio cuenta que eran las nueve y que a esa hora, Nelly debía estar ya en la bodega. No duró más de cinco minutos en la ducha y salió raudo hacia allá, con la ayuda de las avenidas poco congestionadas. Llegó a la calle veintiséis con carrera veinte, a una cuadra de su habitual sitio de trabajo. Al doblar la esquina se topó de frente con Nelly en compañía del teniente de la policía de la estación de Santa Fe, íntimo amigo suyo, además de colaborador de la antropóloga en el asunto de trasladar los cadáveres a un gran osario en la parte oriental del cementerio.

—Te estábamos buscando —recibió como saludo y fue como si le cayese un balde de agua fría en toda la cara. Miles de sensaciones le surcaron la mente aguzándole con terribles pinchazos como cuando con una aguja le chuza a uno las pelotas. Estuvo a punto de desmayarse, pero para su bien, se recompuso ahí mismo.

—Sí, te estábamos buscando —replicó el teniente—, hombre, estás de un color cadavérico.

—¿Estuviste en la bodega? —asustado interrogó a Nelly.

—Por su puesto, desde las siete de la mañana, inclusive tuvimos tiempo para un café antes de salir para acá.

Esas palabras hundieron al editor en la más profunda sima de su conciencia, agachó la cabeza y se dispuso a esperar lo que se le viniera encima. Autómata soltó:

—¿Y ahora qué viene?, me gustaría saberlo, después de todo, ¿qué dispusieron?

—Por lo pronto, súbete a la radio-patrulla, vamos a desayunar; con Nelly ya lo hemos decidido.

—¿A desayunar?

—Sí, con el estómago lleno se afronta mejor lo que viene pierna arriba —replicó Nelly.

—Súbete, no te resistas —ordenó el teniente con sonrisa forzada.

—Por supuesto... —respondió con voz entrecortada.

Dentro de la radio-patrulla, entre rejas, toda su vida le pasó por el frente, desde lo que recordaba de su pasado gris hasta sus proyectos futuros. Se acordó que dentro de ocho días era su boda; obvio, tendría que ser cancelada al conocerse los hechos. Sin embargo, le alcanzó el tiempo para concluir que le importaba un bledo lo que dijera su familia. Pero... Qué vaina con Nelly y su familia, los reproches serían de tamaña proporción al no darse cuenta durante seis años de noviazgo, que ella andaba en amoríos nada menos que con un desequilibrado mental. Ella, que había estudiado tres años de Psicología antes de dedicarse a la antropología para terminar estudiando cadáveres. En fin, ya no había vuelta de tuerca capaz de permitirle volver atrás.

Miró al teniente, y la vista frontal con las manos sobre el volante, le daba un aspecto frío de saberlo todo.

Nelly con el cinturón de seguridad entre sus senos, revelaba la benignidad de la naturaleza para con sus partes nobles. Disipó pronto esa apreciación y volvió a sumergirse en la preocupación. De ahí en adelante, ya no la volvería a tener para él. Ella de vez en cuando miraba al teniente, al editor le pareció que lo hacía con angustia.

Ese recorrido sin cruzar palabra le resultaba tan severo que hubiera preferido que le dijesen lo que ellos pensaban por cruel que fuera. Además, se sintió como un títere manejado por dos personajes de hielo. ¿Para qué lo invitarían a desayunar? ¿Sería tal vez su última comida fuera de rejas?

El cruce de miradas entre Nelly y el teniente lo exasperaba al máximo, anheló que de una vez por todas le gritaran a la cara: “asesino... asesino...” Las diez cuadras recorridas le parecían tan largas y maltrechas como la carretera Panamericana, de nunca acabar.

Nelly pidió para desayunar lo mismo que el teniente, y el artista robótico con movimientos de cabeza asintió querer lo mismo sin quererlo de verdad.

Los tres comieron en silencio. El teniente dejó los platos limpios. El editor teatrero apenas probó bocado.

—Me parece muy bien que te alimentes bastante —Nelly rompió el silencio apretándole los bíceps al militar para terminar en un apretón cómplice de manos—, una nunca sabe cuándo puede requerir de unos brazos fuertes para agarrarse. Gracias —le besó la mejilla.

—Estoy muy preocupado con tanto asesino tan cerca de uno —acotó el teniente con tono de pesadumbre.

—Más cerca de lo que una cree, y de quien menos cree capaz —dijo clavándole la mirada al editor.
Él agachó la cabeza sintiéndose descubierto, su leve esperanza de que ella no hubiera ido a su sitio de ensayo se esfumó por completo. No cabía duda, ella lo sabía; el teniente lo sabía. Maldijo el éxtasis que le produjo asesinar al escritor ese, que le hizo olvidar el deshacerse del cadáver. Maldijo que alguna vez se le hubiera ocurrido brindarle un espacio en su bodega para que ella investigara con los restos humanos. En fin, lo maldijo todo.

—Es que en esta ciudad hay mucho asesino suelto —acotó el militar.

—Y muchos, sin arrestar todavía —afirmó Nelly.

—Sí, yo lo maté ¿y qué? Bien merecido lo tenía, yo lo maté y no me arrepiento —traicionado por los nervios, confesó su crimen.

Se tomó lo que quedaba en el pocillo de un solo sorbo, se sintió aliviado del pesado fardo de tener a dos personas que conociendo su delito lo habían llevado a desayunar y lo mortificaban con sus indiscretas miradas de sabuesos sin hueso para roer más que el suyo. Todo era soportable, hasta el escarnio público, pero no admitía la tortura psicológica.

—Vamos a la bodega y que se sepa todo —les gritó.

—Vamos —dijo Nelly con resolución, tomando del brazo a su buen amigo el teniente luego de resbalársela por la cara recién afeitada, olorosa a colonia varonil, diferente a la del editor que lucía las vellosidades de la angustia.



Las luces fuertes se trastocaron por las rojas-verdes tenues. El entrevistador echó el brazo sobre el hombro del escritor y con persistencia frente a la desilusión, apretó el nudo de la corbata. La pieza: “El Ocaso de los Dioses” irrumpió como un aleteo de cóndores agitados. El público aplaudió a rabiar al compás del crescendo de las notas Wagnerianas.



Aprisa se bajó de la radio-patrulla, metió con rabia la llave en la cerradura y abrió el portón de par en par. Al llegar al recinto de sus ensayos, con una patada abrió la puerta y gritó:

—Ahí lo tienen tal como lo dejé anoche, torturado y devorado por las ratas.

Nelly y el uniformado se miraron con terror inusitado... al entrar a la estancia: ¡sorpresa!, miraron al novio, al amigo y lo comprendieron... pobrecito, la locura suele asaltar a los que utilizan la pluma, sumado a la carga de trabajo insomne.

—Pobre editor teatrero, ha sido presa de un estado demencial, es digno de compasión.

—He matado a alguien —señalaba desde afuera del sitio de la escenografía.

Lo había matado, no quedaba la menor duda, con imaginación había matado a un escritor malísimo.

El editor abrió los ojos y señaló el lugar donde había dejado al muerto la noche anterior, estaba el armazón de la silla empotrada en el piso, el simulacro de la máquina de escribir, la caja donde había cargado a las ratas... pero el cuerpo no estaba. Tampoco había rastros de sangre. Todo eso era muy confuso: lo pinzó mil veces con la letrilla hasta hacerle desangrar los genitales. Las formas de escapar y sobre todo de sobrevivir eran mínimas, en particular por la impregnación del cianuro y las ratas hambrientas. No había huella de Roger, todo estaba limpio y ordenado. Era increíble.

—Yo lo maté, anoche maté al escritorzuelo ése.

—Yo estoy segura que tú lo mataste, odias a todos aquellos que se creen escritores... de seguro ese personaje de tu obra te quedó fabuloso —acotó Nelly.

—No te burles de mí, yo lo maté, no pudo haber escapado.

—¿Qué significa esta broma? —preguntó el teniente con asombroso fruncido de ceño, mientras trataba de estirar sus neuronas para comprender la oscuridad de la farsa.

—¿Broma? Eso le pregunto a los dos, yo lo maté, ahí lo dejé desangrándose.

—Amor, tranquilízate, estás muy extraño, siéntate y relájate —Nelly lo tomó del brazo, se sentó a su lado y con los dedos entre su cabello, trató de darle un poco de paz. El editor parecía un zombi, con la mirada contra el piso—. Gracias teniente por darme una mano esta mañana, los buenos policías están en el sitio preciso cuando se necesitan.

—Lo que son usted y su novio, salen con unas vainas que no las entiende nadie, deberían buscar ayuda psiquiátrica, trabajar menos y tomarse unas buenas vacaciones, lejos de todos estos fantasmas.

—Tendremos presente su consejo, en especial lo de las vacaciones. Por fortuna, dentro de ocho días es la boda y viajaremos lejos, de luna de miel.

—Yo lo maté, yo lo maté —repetía el editor con la cabeza recostada en el pecho de Nelly, con el arrepentimiento de un chico que luego de confesar su travesura, nadie le cree.



En la salida del teatro, el encargado sube la gorra de su uniforme y baja el cartel de la obra que acabó de presentar su última función. Coloca el que anuncia el siguiente estreno y se dice: “ojalá ésta sea tan exitosa como la que acaba de terminar.”



Ocho días después sonaron las campanas de San Nicolás y el editor, no obstante ser el día de su boda, se sentía cobijado por una extraña sensación. Su mirada gacha alejaba cualquier atisbo de alegría. Los familiares lo convidaron para que cambiara de ánimo: “pareces estar en un funeral, no en tu boda”, le decían.

Nelly, hermosísima como un jazmín, se había vestido de blanco inmaculado. Durante el ritual sagrado, el novio no paraba de cavilar sobre lo sucedido con Roger. Pensaba que matar a alguien por cualquier motivo era un acto ruin, ya fuera justificado o no, ¿quién no es presa de la furia?, ¿quién no ha tenido deseos asesinos al menos por una vez en la vida? Todo le parecía execrable, despreciable y sin justificación alguna. ¿pero... desaparecer el cadáver, destruir y lavar las pruebas sin tener menor incumbencia ni velas en ese entierro, encubrir al asesino y burlarse tanto del criminal como de las autoridades? Para eso se requiere de la mayor frialdad, la mayor villanía, y por ende no poseer escrúpulos y ser más culpable que el mismo asesino.

Miró a Nelly, detalló su rostro tras el velo y concluyó que una cara, ya fuese tras un velo o cubierto con maquillaje blanco, siempre escondía algo muy negro detrás de la careta.

“Los declaro marido y mujer hasta que la muerte los separe”, dijo el cura, y esas palabras le revolvieron las entrañas al novio. “Puede besar a la novia”, indicó el celebrante. Al levantar el velo, vio en los ojos de Nelly un extraño brillo. Al despegar sus labios de los suyos, el editor sintió un pánico único oprimiéndole el pecho.

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