Las Filigranas del Placer
Augusto Ramírez Ospina

Cuadra-picha, Zona Rosa de la Primera de Mayo, Nueve de la noche. Tenía que salir de la duda, no podía más: ¿el tipo que buscaba era un ser de carne y hueso o una máquina hiperrealista? El miedo a deambular por ese territorio lúgubre e inhóspito se calmó por la expectativa de confrontar la verdad. En mi camino tropecé con algunos muchachos que vagabundeaban, otros se me abalanzaron con tarjetas e insinuaciones para visitar los negocios adyacentes: tabernas, cantinas, barra libre para damas solas, espectáculos de nudismo, show sadolesbian, moteles de todos los pelambres.

Me acerqué decidida al lugar donde esperaba hallarlo. En la puerta, un escalofrío me sacudió. Fueron sentimientos encontrados y recuerdos de instantes vividos. Escudriñé el terreno y di de frente con la clásica escena de cualquier cantina de poca monta: jóvenes borrachos se ufanaban de sus supuestas aventuras sexuales; oficinistas exhaustos seducían a la chica de turno para persuadirla de ir a moteliar. Y desde el fondo del recinto me observaba el patético fanfarrón de taberna que procura impresionar a sus amigotes de juerga. Me miraba con lascivia, batía su lengua en un suave movimiento circular.

—Nena, ¿hacemos el sesenta y nueve? —dijo, y sus amigos rieron estrepitosos.

—Más bien el sesenta y ocho.

—¿Cuál es ese, gatita rica?

—Usted me lame el culo y yo le debo una.

Le sonreí con cinismo y pensé: este imbécil pudo ser la perfecta presa de la noche. ¡Lástima! Un par de vueltas más, por aquí, por allá, y me rendí sin haber encontrado al tipo. Me senté en una mesa apartada, en la penumbra, desencantada, muerta de las ganas.

La más leída columnista sexual de la ciudad, la mujer prepotente que por años había inspirado a los perros y machos de esta urbe, se consume en la soledad luego de no poder dar con aquel ser que le arrebató el corazón. Hasta hoy persiste la duda acerca del organismo materializado en ese cuerpo.

Todo inició en una de mis cacerías. Así designé a esas rondas nocturnas por los bajos fondos del sexo en busca de las más significativas historias urbanas para alimentar el apetito desmedido de mis lectores. Cada noche se tornaba en una experiencia sin par. El mundo sadomasoquista, los amantes furtivos, las parejas fugaces, los grupos swinger, las prepago e inclusive esos remilgados a los que nada los motiva.

Allí nuestras vidas se cruzaron por primera vez. Si hoy me preguntaran, lo describiría como un hombre máquina, un semental extraído de una película. No me interesó solamente su cuerpo, al mismo tiempo me cautivó su extraño comportamiento. Comprendí que tenía ante mis ojos un objeto invaluable para saciar mis pasiones y mi codicia. No era un hombre cualquiera. Se comportaba como un androide de la rumba y la cama.

La primera vez permanecí detallándolo. No quise beber para evitar alterar mis sentidos. Lo interioricé en mi mente. No era un DJ famoso, un artista del espectáculo o un magnate del mundo del entretenimiento. Aseaba las mesas, cargaba canastas de cerveza y de vez en cuando repartía los tragos de esta pocilga miserable.

La noche se consumió. Los clientes borrachos se esfumaron y en el albor de una fría madrugada, permanecimos los dos fieles al destino que nos aguardaba. Fue el momento decisivo, y como una gata lujuriosa le cerré todos los posibles caminos de huida.

Amanecí extenuada. Los rayos del sol penetraban inclementes a través de las cortinas. Inhalé el aire viciado y húmedo, froté mis ojos y sorprendida vi, reflejado en el espejo adosado al techo del cuarto de aquel motel barato, mi cuerpo desnudo. A mi lado estaba él, cubierto por una sábana. Con curiosidad deslicé la tela. Ansiaba saber qué colgaba de su pecho, pues en la penumbra y al fragor de la batalla palpé algo raro. No pude descifrar si era un talismán de la buena suerte, un aderezo o una exótica joya. La sorpresa fue mayúscula al desnudar su torso. En el centro brotaba un extraño artilugio electrónico de color plata, con una pantalla de cristal líquido de diez por cinco centímetros. De la parte superior emanaba una maraña de cables de todos los colores, que se adentraban en su cuerpo.

He visto cosas exóticas en mi vida. La cultura del piercing, las cirugías para parecer un hombre lagarto, el universo del tatuaje y los ritos de las dominatrices con sus eróticas vestimentas de látex negro, cadenas adosadas al cuerpo, látigos y cremalleras en la boca. Un sacaborrachos con implantes electrónicos era una escena que superaba todo lo que había visto.

La curiosidad fue el sentimiento más fuerte y eclipsó al miedo. Un poco aterrada, estuve tentada a dejar el lugar corriendo. Pero los años de experiencia en el oficio del periodismo sexual me enseñaron la regla de oro: nunca, bajo ninguna circunstancia, dejes escapar una chiva, y no me refiero a los rumiantes peludos de cuernos sino a una noticia sin par. Una situación que me pertenece ante el gremio por ser la primera y única testigo.

Acaricié con pudor su pecho y mi curiosidad sin límite dirigió mis dedos a la pantalla. Sin desearlo activé el dispositivo y oí un suave bip, bip, bip, proveniente del interior. Acto seguido, la pantalla se iluminó con una tonalidad azul; los caracteres caían en cascada. Él abrió sus ojos y me observó con indiferencia. Permanecí inmóvil unos segundos. Lo miré con el rabillo del ojo. Conjugando una explosiva mezcla de odio y sorpresa lo interrogué. ¿Qué eres? Él, con pasmosa naturalidad, sonrisa tiesa, respondió: Víctor Cyb, modelo T005695.

Salté de la cama encabronada y grité, olvidando las reglas de la decencia, las mismas doctrinas descritas en mis columnas para tratar de culturizar a mis pupilas:

—¿De qué mierda me está hablando? Hable a ver, cabrón, o empiezo a gritar.

Con una frescura sin par, me explicó que era un cyborg, la perfecta integración entre el hombre y la máquina.

—Representamos el futuro —añadió levantándose de la cama para dar unos cuantos pasos de pasarela.

Decidí seguirle la corriente, y desde ese instante me sentí más atraída. Era como tener tu propio computador portátil con batería ilimitada y mucha carne viva alrededor. El sueño de toda mujer. Un hombre para ser forjado a su medida, o mejor dicho, programado.

Día a día me instruyó en los pormenores del proceso de programación. Yo extraía de su bolsillo una caja negra, la desplegaba transformándola en un pequeño teclado justo sobre sus abdominales. Alineaba el puerto infrarrojo con el dispositivo de su pecho y un proceso mágico acontecía ante mis ojos. Al digitar mis más íntimas fantasías en la pantalla, la información se transformaba en órdenes para esa masa de músculos que nunca se fatigaban.

Aún recuerdo el instante en que me pidió un poco de instrucción, un rápido barniz en las artes del amor. Fue mi oportunidad de poner en práctica todo el cúmulo de experiencias adquiridas a través de los años y dejar un legado a la humanidad. Cada madrugada con pasión le enseñaba una nueva técnica. Su nombre científico, la posición correcta, los movimientos, el manejo de la respiración, los sonidos, los gemidos, y finalmente el éxtasis. Una noche alquilé la suite presidencial del Royal Garden, un motel de lujo en la mitad de Chapinero. Cama descomunal, jacuzzi, sábanas limpias, agua caliente, olor a lavanda y tal cual juguete. Le advertí: “Esta noche es tu examen”. Antes de empezar le pedí me recitara la lección y con esta romántica poesía me declamó el itinerario a seguir:

“Empezaremos con la unión de los amantes, desnudos frente a frente. Para equilibrar nuestra altura y evitar el uso de libros, mis manos en tus axilas te permitirán flotar en el aire, y así el pájaro cibernético, erguido en todo su esplendor, se abrirá paso en la tupida selva. Tomaré tu espalda con un movimiento pendular, levantaré tus piernas en mis brazos y me sentaré al borde de la cama. Caerás sobre mí, y el pájaro cibernético explorará la selva hasta la posición de la amazona. Dejaré caer tus piernas, las abriré y lameré tu espalda. Inclinarás el cuerpo, con la mirada baja, las palmas de tus manos apretarán mis rodillas. Mantendrás el equilibrio al viento en la postura de la balanza. Me dejaré caer de espaldas en el lecho y flexionarás las rodillas, tus pies tocarán mi cintura y lograrás la posición del columpio. Tomaré tus senos, y tirándote hacia mi pecho, lo uniré a tu espalda; apoyarás los brazos en la cama, te resistirás con pasión, y al albor de tus aullidos, llegaremos a la postura del cangrejo. Con un rollo a estribor de noventa grados, aprovecharé la libertad de mis manos y exploraré tu vientre en la posición de las cucharas. Nos pararemos, espalda contra pecho en la postura del emú. Tu cuerpo girará en el aire ciento ochenta grados, pivoteado en el pájaro cibernético, quien complacido no abandonará la zona erógena. Enfrentaremos nuestros rostros y engancharás tus piernas a mi cintura; disfrutarás de la libertad del vuelo en la posición suspendida. Te dejaré caer en la cama anclada al pájaro cibernético. Frente a frente, tus pies se apoyarán en mis hombros en la postura del yunque. Esto permitirá a la herramienta su máximo desempeño, con vibración a 60 Hz. Me arrodillaré y tú apretarás con tus piernas mi cintura en la posición del arado. Con esta perspectiva estiraré una de mis piernas y levantaré la tuya, logrando la postura del bambú. Me dejaré derribar y me cabalgaras en la posición del jinete. Tu cuerpo se desgonzará a la zaga en medio de mis piernas en la postura de las tijeras. Levantaré mi tronco y en la posición de la luna, el pájaro cibernético depositará finalmente tres centímetros cúbicos de su alimento en el nido”.

Esa noche, como sólo puede hacerlo una fina máquina de precisión, ejecutó el programa preestablecido.
***
La noche avanza, y nada. Tengo el horrible presentimiento de que no lo voy a volver a ver. Me armo de valor y me animo a indagar por él. Me dirijo a la barra. El cantinero me observa de reojo.

—¿Qué se le puede servir?

—Busco al muchacho que le ayudaba…

Me sonríe y responde: “¡Ah, Víctor!” Una emoción indescriptible emana del trasfondo de mi mente. Respondo sin titubeos: “Sí, ha de ser él”.

—Se lo tragó la tierra. A lo mejor le dan razón en el motelucho donde dormía. Dicen las malas lenguas que en las madrugadas se revolcaba por allá con una mujer.

Sentí unos celos indescriptibles, pero al instante me sonrojé al comprender que se refería a nuestro affaire.

—¿Qué más me puede contar de él? Es que lo ando buscando para un artículo. Soy periodista —le mostré mi escarapela, deslizándole un billete de veinte mil.

Guardó silencio unos segundos, y encogiéndose de hombros, me confió: “Fue la noche en que casi me acaban el negocio. Después de eso, el hombre como que se transformó en otro. Hora tras hora malgastaba su tiempo, dizque programando esa máquina y leyendo cuanta basura técnica encontraba. Fue ahí que le surgió la idea de ser un cibor, un robot mejor dicho. El caso es que el hombre resultó de la noche a la mañana mucho más acuerpado de lo que era. Y empezó a hablar en lenguas, y sumaba más rápido que la registradora, y a la hora de cerrar, como una grabadora, se repetía las conversaciones de los clientes, palabra por palabra.”

—¿Y qué fue lo que pasó esa noche que me decía?

—Pues que esos pirobos cogieron la costumbre de sentarse allá al fondo. En algún torcido andaban, porque si no ¿para qué se hacían allá lejos, donde nadie los podía oír? Y se la pasaban era detrás de una caja negra, con un teclado conectado a una pantallita. Dizque eran escritores en busca de inspiración, vaya uno a saber si más bien no serían tiras o raticas de ésas que abundan por aquí. Y el caso es que esa noche que le digo, a esos manes les dio por echarle los perros a un grupo de hembritas que andaban jartando guaro en la mesa de aquí al lado, sin pensar que a lo mejor las nenas venían acompañadas. Entonces que llegan los otros manes y de una se enciende la vaina: “¡Píntela, malparido, píntela a ver! Venga y le enseño a respetar a la mujer que tiene dueño, gorronea.” En esas uno de los del trío corre al orinal, se trae el trapero y empieza a repartir palo a todo lo que se mueva. Y el socio de los tatuajes se encarama en la barra y agarra mi colección de tapas de cerveza como si fueran estrellas ninjas. Y al otro día, imagine el pesar cuando encuentro los afiches de las chicas Aguila todos cagados, con tapas clavadas en las puchecas y las tanguitas de las modelos. Y espere, que todavía faltaba que hiciera su gracia el último de los pirobos. Va este man y se mete al local con todo y moto, una Pulsar negra, que a encender a todo el mundo a rejo con el pedazo de cinturón que tenía.

—¿Y entonces…?

—Que de todo el mierdero, al otro día apareció ahí debajo el aparato con que andaban jodiendo los tres pirobos. Y viene el loco del Víctor a explicar que dizque es un computador de bolsillo, teclado plegable y conexión infrarroja, que eso vale un güevo de plata. Entonces, pensando que más vale pájaro en mano que ciento volando, le digo al Víctor que se lo cambio por las quincenas que le debo, y el hombre feliz, agarra a darle y darle a toda hora en lugar de recoger el envase de las mesas. Hasta que a los ocho o quince días se aparece dándoselas del duro. Se conecta al pecho el computador de bolsillo y me dice: “Fresco, don Orlan, que yo le sumo esa cuenta más rápido… Fresco, don Orlan que yo le saco a la calle a esas gorroneas”. Y se echaba de tres y cuatro palos de pola a la espalda, y era como si nada, el vergajo. Y a mí el Víctor me hacía era acordar de un ñero al que le dicen Robocop, uno que se parcha por allá en la Pepe Sierra y se para encima de una caja a que le den monedas por estarse ahí quieto como estatua, toda llena la jeta de pintura plateada.
***
Salí sola a las tres, cuando al cantinero se le acabó por fin la cuerda. Sobra decir que encontrar un taxi a esas horas estaba fuera de toda posibilidad, pues los grupos de borrachos se abalanzaban como viles carroñeros sobre los pocos carros libres que había. Seguí caminando por la Primera de Mayo hacia el oriente, mirando con cara de pocos amigos a todos esos desprogramados que me decían: “Ps, ps, ps, mami, venga, venga y le digo una cosa”. Al pasar frente al motel donde nos encerrábamos con Víctor, me ganó la nostalgia y se me astilló por completo la ilusión de volvernos a ver. Igual, saqué fuerzas del interior de mi alma, e inspirada en el ejemplo de Sarah Connor, aquella mítica activista de los derechos de los seres humanos, empecé a caminar. Entonces caminé, caminé y caminé.

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