EL GUARDAGUJAS
(Basado en un cuento de Juan José Arreola)

Alexandra Portella, Leonardo Serrano

El forastero llegó sin aliento a la estación desierta. Su gran valija, que nadie quiso cargar, le había fatigado en extremo. Se enjugó el rostro con un pañuelo, y con la mano en visera miró los rieles que se perdían en el horizonte. Desalentado y pensativo consultó su reloj: la hora justa en que el tren debía partir.

Un golpe en el costado lo sacó de su calma cuando entraba al salón principal de la estación. Cansado del calor y el excesivo peso de un equipaje inútil, volteó esperando encontrar un pasajero torpe y en su lugar halló un guardagujas, quien se dirigía a su labor en el momento.

—Perdón, ¿en dónde queda la salida del tren? —le pregunta al guardagujas.

—¿Lleva poco tiempo en el país? —responde éste evadiendo su pregunta.

—Sí —dice el viejecillo asintiendo con la cabeza.

—Bueno es una pena que vaya usted ya de salida, porque éste es un lugar muy tranquilo. De seguro la habrá pasado bien. Aún está dudando en partir, lo sé porque lo veo en sus ojos. Pero no se angustie si cree que es el único, nos ha pasado a todos los visitantes de este pueblo. Una vez en él, lo mejor es quedarse por siempre, ¿me comprende?

—Creo que no y lo siento, mi tren partirá ahora mismo.

—Si es por eso no se preocupe señor —dijo el Guardagujas interrumpiéndolo—, los trenes siempre llegan con 15 o 20 minutos de retraso.

—De cualquier forma, prefiero esperar el tren allá. Podría indicarme por favor en donde queda…
—La verdad señor, es que hay un problema. Y lo mejor es que usted lo sepa antes de subir al tren —agregó el Guardagujas interrumpiéndolo de nuevo y cambiando el tono casual de antes, por uno más sombrío.

—Muy bien, dígalo entonces, pero procure ser breve —contestó el Viejecillo, incrédulo y cada vez más impaciente.

—Verá usted, quienes aún estamos en este pueblo, en realidad no lo hemos podido saber con exactitud, pero los que quedamos, porque muchos no han resistido demasiado tiempo y también ellos se embarcaron, hemos podido deducir una explicación a un misterio que no logramos solucionar todavía: ninguno de los trenes de este lugar, tiene ni ha tenido destino.

Ante la mirada de duda del Viejecillo, el Guardagujas empezó a relatar todas las fantásticas historias de las que habían tenido conocimiento quienes por temor habían decidido quedarse en aquel lugar. Dando plena libertad a su emoción, le relató la famosa historia de “La estancia”, la aldea que crearon los pasajeros de un tren que al accidentarse no pudo llegar a ninguna parte. También las repetidas ocasiones en que han tenido que detener los trenes para dar sepultura a los cuerpos de pasajeros quienes al tardar tanto el viaje, morían en cualquier parte del trayecto.

—Por supuesto —continuó el relato el Guardagujas— con el tiempo las historias fueron creciendo y haciéndose tan populares que quienes llegan ahora a la estación tienen pleno conocimiento del problema. Tanto así, que los boletos y los itinerarios se hacen a solicitud de los viajeros y no de una ruta preestablecida, porque es sabido que de todas maneras nunca se cumple itinerario alguno. Incluso, dicen los más suspicaces que la gerencia de la empresa hace menos de un año, decidió crear estaciones fantasmas, según ellos para deshacerse de los pasajeros en medio de la nada. Por eso dicen que al subir al tren, nadie espera llegar a donde quiere, salvo claro, uno que otro forastero despistado.

Los nervios del anciano se habían alterado mucho con las palabras iniciales del Guardagujas, tan evasivas pero que tenían cierto grado de sinceridad. Así que sin despedirse, decidió buscar a alguien más, con la esperanza que le resolviera todas las inquietudes que lo empezaban a atormentar.

En su huída chocó con alguien y al detenerse un instante, encontró la mirada fija de un niño demasiado pálido, cuyos grandes ojos negros refulgían un temor extraño. Antes de disculparse, de un ligero e instintivo empujón, el niño evitó cualquier palabra y siguió su carrera en dirección a la plataforma de embarque. El anciano quiso tranquilizarse pensando que era una actitud propia de los niños pueblerinos, como lo parecía aquel, por la poca costumbre en lugares generosos de ruido, calor y caos, entre tanto pasajero extraño. Pretendía continuar su nerviosa marcha pero un hombre lo detuvo para preguntarle la hora. Sin mirarlo, aquel sujeto de sombrero gris de ala ancha, bigote ralo al estilo antiguo y camisa remangada, sacó de su pantalón un reloj de bolsillo, cuya apariencia le recordó al forastero, esa vajilla de plata envejecida de su abuela, con todo el extraño encanto que le daba la opacidad.

—El mío hace años que no funciona —dijo sin ninguna emoción.

Al darle la hora al desconocido, recobró la noción del tiempo, e incómodo por la notoria vacuidad de aquella gente, prefirió usar los diez minutos de retraso que le quedaban al tren, entrando al primer café que viera. Pero como no vio ninguno en la estación, optó por recorrer las afueras del lugar.

Continúo con su recorrido en la periferia al tiempo que comenzaba a sentir todo lo que quizás siente cualquier visitante que llegaba a ese lugar. Se daba cuenta que le esperaba algo que no sería agradable. Sin embargo no temía lo que pudiera sucederle pues, como todos los viajeros, llegaba ahí sin rumbo y sin vida. Lo iba comprendiendo mientras caminaba, pensando que tal vez él era uno de esos que buscando una respuesta inquietante a su amarga, oscura y triste vida, quería olvidar, pero sospechando la fuerza de un nuevo destino.

Después de pasar el hospital (cuya edificación bastante enorme, de bloques gigantes que lo adornaban, le resultaba un poco jocosa pues en un pueblo sin un gran número de habitantes no sólo era exagerado, también le resultaba hiperrealista), llegó a un curioso restaurante ya bien entrada la noche, ubicado en el costado sur, dentro de la misma estación.

Pasó el umbral del restaurante e inmediatamente notó que había cinco personas en la barra incluyendo una mesera, que en su juventud debió ser hermosa. La gente se exaltó al verlo como si un gran trueno hubiese retumbado en el cielo. Al hombre lo detallaron como si fuera un anfitrión, sólo que la mirada de estas personas era de lástima, a sabiendas de lo que le ocurriría. Después de entrar al lugar, el viejecillo ordenó un café con una galleta, aunque hubiera preferido fumar, pero el calor y el humo terminarían asfixiándolo. El ambiente de ese lugar era desolador y aunque se sabía que había personas con vida parecía más bien un funeral; nadie sonreía porque en este pueblo todos sabían lo que sucedía a los viajeros. Una de las personas del sitio se acercó a él: era un viejo alto de 1,90 m y contextura gruesa, que le dijo en un tono agradable y sencillo:
—¿Qué hace usted en este lugar mi amigo?

El viejecillo extrañado de que alguien le hablara en aquel lugar, pues todo el mundo evadía preguntas, le dijo:

—Voy sin rumbo.

—Usted se ve que es una buena persona, de igual modo le deseo mucha suerte.

Y con una mirada dirigida hacia el viejecillo como si le dijera: “no sabe en que lugar se encuentra, sálvese”, se alejó de él y volvió a su silla. El forastero comió y bebió con gran rapidez, pues presentía la llegada de su tren. Miró por última vez al hombre alto y acompañados de enormes sonrisas, se dijeron:

—Adiós, mi amigo, mucha suerte.

Saliendo del restaurante se dijo a sí mismo: “Ya es hora.” Aún así sabía que algo malo le sucedería, sin embargo la corta conversación con el hombre alto en el restaurante lo llenó de una especie de anestesia ante la angustia que sentía al mismo tiempo de saber que no tenía idea alguna de qué iba a pasar. Si tenía que decidir entonces, no sabría que decisión tomar.

Apretó su saco con la mano izquierda y con gran esfuerzo volvió a alzar su maleta, que ahora parecía mucho más pesada. Quiso iniciar la marcha pero una inesperada pesadumbre lo detuvo un instante. En silencio, con la mirada fija en un horizonte que no veía, empezó a sentir cómo lentamente una sombra helada le atravesaba el cuerpo, en una superposición exacta de él mismo. Inmóvil, recordó la razón por la cuál estaba allí. Entonces terminó de abrirle por completo el paso a un temor creciente que se había acumulado por años y que en ese instante, latente e irreductible, dibujaba cada nuevo hilo de plata, cada nuevo y profundo surco en su cara, como el mismo e imperecedero retrato del terror.

Toma un nuevo aire y camina hasta la plataforma. Continúa observando ahora la tranquila algarabía de quienes se van, de aquellos que aguardan el tren que los llevará a su destino. Camina paralelo al sentido de los rieles con la impresión de un adiós ausente: no hay familiares tristes ni gratas palabras para el recuerdo, ni los facilismos propios de un “vuelve pronto”, de “siempre serás bienvenido”, ni de “te esperamos en casa”; sólo hay pasajeros, sólo viajeros tristes que hacen fila entre la niebla temprana y el humo de los trenes que llegan y se van.

Sabe que es la hora de partir, pero en su mente decide no recordar momentos difíciles ni tristes de su vida, sino con una sonrisa clara que recordaba la primavera, decide volver a los gratos momentos que ya pasaron, pero que tienen remembranza en su memoria como recuerdos que nadie ni nada borrará jamás.

Se deja caer sobre un banco que está en la misma plataforma de la estación y saca del bolsillo de su camisa el boleto del tren. Sin mirarlo, tomó su pluma, la destapó y apoyándolos en su muslo, su mano dejó escapar algo parecido a una despedida, o una especie de intento de desquite contra el tiempo: “saludaré con la misma frialdad del destino a mi suerte, ya que es tu espantosa hora, ineludible muerte”.

En un suspiro profundo el viejecillo deja caer su boleto en el suelo, al tiempo que caen gotas rojas de sus dos muñecas recién violadas, manchándolo de sangre y cubriendo sus últimas palabras escritas hacía tan sólo unos instantes. El viejecillo desangrándose poco a poco mira sin observar el humo de un tren que se va acercando y perdiéndose cada vez más, su mirada se torna borrosa y su sentido auditivo va desapareciendo; entonces como un festival de hierros que se juntan entre rieles y vagones, una sombra entre los primeros matices del alba, con su lucecita roja anunciándolo, se dibuja al horizonte como una última exhalación.

En ese momento el viejecillo se disolvió en la clara mañana. Pero el punto rojo de la linterna siguió corriendo y saltando entre los rieles, imprudente, al encuentro del tren.

Al fondo del paisaje, la locomotora se acercaba como un ruidoso advenimiento.

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