Así fue nuestro proyecto dentro del programa Bogotá, Capital Mundial del Libro 2007 - 2008 (para obtener información de nuevos proyectos y actividades, visite el blog de Las Filigranas de Perder):





5 Sesiones de Charlas 5 Sesiones de Asesorías




6 Semanas por taller 4 Talleres


-> ¡¡ TOTALMENTE GRATIS !! <-
(Se incluyó inscripción, material, acceso al taller, asesorías y certificado)


Fue dirigido a jóvenes y adultos desde los 15 años de edad


Los mejores relatos fueron publicados en el libro Simbiosis Virginal (2008).


Cada taller manejó los siguientes Temas:
Vampirismo, Cyberpunk, Erotismo, Género Negro


Talleres de Creación Colectiva en Literatura fue uno de los proyectos ganadores de la convocatoria Bogotá, Un Libro Abierto, organizada por la SDCRD.


















Finalizamos este proyecto

Damos cierre definitivo a nuestro proyecto Talleres de Creación Colectiva en Literatura, con la publicación de los textos finales producidos durante el mismo.

El trabajo sobre estos textos se realizó de la siguiente manera: Los talleristas, agrupados de a dos, tres y hasta cuatro personas, presentaron a los directores de los talleres sus propuestas de historias y personajes. Cada uno de los tres directores "adoptó" a varios de estos grupos, de forma que todos los colectivos creativos contaron con el apoyo y seguimiento permanente de uno de los directores (aunque siempre hubo libertad de que recurrieran a otro de los directores para obtener otra opinión).

Cada grupo desarrolló unos personajes y un esquema de historia, y le fue dando forma al relato de la mano de los directores, que aportaron pautas e ideas tanto en la metodología como en la historia misma. Los colectivos presentaron borradores sucesivos de historias que fueron corregidos por los directores, quienes a su vez recurrieron a su experiencia como creadores colectivos para ayudarles a subsanar los conflictos en las historias y las divergencias de estilos. Las correcciones hechas a los textos fueron luego revisadas en conjunto.

Algunos grupos decidieron repartirse el trabajo, cada miembro del grupo escribió una parte del texto o desarrolló un personaje, y luego comenzaron a unir los manuscritos en un único texto, con las complicaciones de unifiación de estilos que eso implica. Es una forma inicial de acercamiento a la creación colectiva literaria, pero para que el texto tenga unidad, al final todos terminan metiendo mano al texto. En ese caso, el director que llevaba el grupo ayudó a darle unidad al texto haciendo las veces de editor.

Otros grupos lograron desde el comienzo un proceso de verdadera creación colectiva, en el que todos escribían al tiempo buscando una sola voz, una unidad de estilo, y desarrollando al unísono los personajes. Esos textos fueron más afortunados en su génesis y desarrollo y requirieron un menor trabajo de edición.

En el proceso, algunos grupos desistieron por diferentes razones. En la mayoría de los casos, no entregaron escrito. En otros casos, un miembro del grupo decidió trabajar el texto en solitario hasta darle forma final. Y en unos pocos casos, dos miembros de un grupo de tres reiniciaron el proceso y escribieron en conjunto un texto nuevo. Terminados los talleres, los directores de los talleres nos reuníamos de una a tres veces por semana con cada grupo en sesiones de una a dos horas para aportar ideas, revisar el texto y proponer giros al mismo que lo hicieran más interesante para el lector. Algunos grupos tenían ideas muy difusas, y lograr concretarlas en una historia coherente requirió de dos o tres semanas de trabajo, antes que pudiera hacerse un esquema del cuento y los personajes.

El trabajo de los directores de los talleres llegó a convertirse en coautoría en los casos específicos en los que por la afinidad de uno de ellos con la historia y los personajes, y por la solicitud expresa de los autores, el director que asesoraba al grupo se integró al mismo y escribió en colectivo la historia propuesta. En los demás casos, aunque el director que asesoraba el texto siempre colaboró activamente en la construcción de la historia y de los personajes, y aunque casi siempre llegó incluso a incluir una o dos líneas de su puño y letra, esto no lo consideramos coautoría. La presencia de los directores como coautores de algunos textos fue algo que surgió dentro del proceso creativo con los talleristas, con su venia y a solicitud suya, no un objetivo planteado en el proyecto.

Una vez se venció el plazo para entregar los cuentos terminados, comenzó el trabajo de revisión, edición y corrección de estilo por parte de los directores de los talleres. Aunque cada director se hizo responsable por los cuentos de los grupos que había asesorado, los tres hicimos revisiones y correcciones sobre todos los textos. En algunos casos, se contó con la colaboración de Yenny Karonlains Alarcón en la parte de corrección de estilo, pero su trabajo fue validado por uno de los directores antes de ser propuesto a los autores. Siempre se envió a los talleristas dueños de cada relato el texto revisado para su aprobación. Se buscó que los autores estuvieran de acuerdo con el proceso de corrección y edición. Esto hizo posible que en su gran mayoría, los autores quedaran plenamente satisfechos con el resultado final. Sin embargo, se presentaron un par de situaciones excepcionales que impidieron que la satisfacción fuera del 100%:

  1. En dos de los colectivos creativos, sobre algunos cambios que se les presentaron, los miembros del grupo no lograron ponerse de acuerdo entre sí sobre qué aceptaban y qué no. La decisión final fue tomada por los directores reunidos para aprobar los textos finales que se incluirían en el libro a publicar.

  2. Un virus informático hizo que se perdieran los cuentos trabajados y corregidos de los grupos asesorados por Carlos Ayala. Se recuperaron versiones anteriores, pero se perdió más de un mes de trabajo, y debido a las limitantes de tiempo, fue necesario tomar algunas decisiones sin consultar a los autores.

En nuestra reunión final, los tres directores de los talleres, Alex Acevedo, Carlos Ayala y Néstor Pedraza, presentamos los textos finales y cada uno hizo su preselección sobre los textos que había trabajado (tanto los que había asesorado como otros que había revisado y corregido). Sobre esta preselección y con los argumentos esgrimidos por cada uno, se dio paso al proceso de selección de los textos que se incluirían en el libro.

El compromiso era publicar 10 cuentos en un libro de 150 páginas con un tiraje de 500 copias. En aras de dar la mayor difusión posible al duro trabajo realizado por los talleristas, seleccionamos un grupo representativo de 17 cuentos escritos en colectivo y en individual dentro de cada uno de los 4 talleres de creación colectiva en literatura, y los publicamos en un libro de 180 páginas titulado Simbiosis Virginal, con un tiraje de 1.000 copias. Este libro recoge así, una muestra variada de cuentos de diferentes géneros y estilos, escritos por un total de 31 autores.

La diagramación y el montaje del libro fueron trabajo de Néstor Pedraza. Todo el diseño de portada, contraportada y solapas, fue trabajo colectivo de los tres directores del taller. La portada del libro está basada en el diseño del afiche promocional del proyecto, que también fue creación colectiva de los directores de los talleres. En ambos casos, el trabajo de diseño contó con aportes de Lilian Patricia Alvarado. La contraportada está basada en el diseño del volante promocional del proyecto, diseñado por los tres directores. La fotografía de los directores que aparece en la solapa de la portada del libro, fue tomada por Ivonne Rodríguez y editada por Diana Milena Pedraza, quien además colaboró en la organización y realización del evento del lanzamiento del libro. La impresión la realizó D'Vinni.

Los directores del proyecto nos declaramos plenamente satisfechos. Cumplimos todos los objetivos, algunos con creces, y obtuvimos mejores resultados de los esperados, dentro del cronograma propuesto y dentro del presupuesto inicialmente definido. A pesar de los inconvenientes, el nivel de satisfacción entre nuestros talleristas es bastante alto. Ahora sólo esperamos que el nivel de satisfacción también sea alto entre los lectores. Por supuesto, para hablar de una verdadera Creación Colectiva, se requiere de un proceso de largo aliento, este es apenas un primer laboratorio experimental. Esperamos que muchos de quienes iniciaron este proceso con nosotros, lo continúen junto a otros escritores por venir a nuestras filas en proyectos futuros.

Aprovechando la 21a Feria Internacional de Bogotá, dimos amplia difusión a Simbiosis Virginal: se le hicieron reseñas al libro en Caracol Televisión, Radiónica, Radio Universidad Nacional y Radio Universidad Distrital. Se distribuyeron copias a personal de City TV, revista El Malpensante, revista Número y del cuerpo de prensa de Corferias. Copias de Simbiosis Virginal fueron entregadas en los stands de las universidades Nacional, Distrital, del Rosario, del Valle, de Antioquia, Javeriana y otras. También se entregaron copias a personal de la Cruz Roja, la Cámara Colombiana del Libro, la Universidad Pedagógica Nacional, la Biblioteca Luis Ángel Arango, el Archivo General de la Nación, el Ministerio de Cultura, la Secretaría Distrital de Cultura Recreación y Deporte de Bogotá y otras instituciones. Algunas personalidades como Florence Thomas y Angelino Garzón, personajes de trascendencia en el mundo de las letras en Bogotá como Isaías Peña y Oscar Godoy, personalidades del teatro como el maestro Santiago García y Patricia Ariza, y escritores como Nahum Montt recibieron sendas copias del libro.

Simbiosis Virginal se fue en la Carreta Literaria de Martín Murillo, y también se fue en las maletas de la Secretaría de Cultura de Caldas, el Municipio de El Líbano y los Departamentos de Hulia, Tolima y Córdoba. A Nariño y Santander partieron varias copias. Otras quedaron en manos de personal del Festival de Poesía de Bogotá, el Centro Cultural Islámico, la editorial independiente La Serpiente Emplumada, la Fundación Epígrafe, el colectivo cultural El Ático, la Casa de Poesía Silva, la Fundación Gilberto Alzate Avendaño, la Corporación Colombiana de Teatro, el Centro Cultural El Salmón, el periódico interuniversitario Ex-Libris y varias empresas e instituciones que hicieron presencia en la Feria.

Posteriormente, se han entregado copias a Miguel Rubio (director del Teatro Yuyachkani del Perú), Arístides Vargas (director del Teatro Malayerba del Ecuador), Adriana Mejía, del Teatro Libre, Pacho Martínez del Teatro La Candelaria, Carlos Sánchez, director de la Mezquita Estambul, Emiko Shimokawa, profesora del Departamento de Arte Liberal Contemporáneo de la Universidad de Mujeres Showa del Japón, a personal de la Dirección Nacional de Divulgación Cultural de la Universidad Nacional de Colombia y a los profesores del Diplomado en Gestión Cultural de la Universidad del Rosario. Algunas copias de Simbiosis Virginal han viajado también a Londres, Salamanca, Bucaramanga, Cali y otras ciudades.

Por supuesto, todos los talleristas y todos los asistentes a los cuatro eventos que tuvimos en la 21a Feria Internacional de Bogotá, recibieron copias del libro, así como todos los demás proyectos ganadores de la convocatoria Bogotá, Un Libro Abierto. Hemos reservado copias para su donación formal a bibliotecas públicas y universitarias en Bogotá.

A continuación, publicamos en primer lugar todos los textos producidos durante los talleres que no formaron parte de Simbiosis Virginal, y luego, los textos incluidos en el libro en el mismo orden en que aparecen publicados.

Los Mimos con las Mimas
Schommo Vittoria, Nixon Ángel Candela

La mujer elegante camina con decisión, con sus altos tacones mide los pasos metro a metro a lo largo del pasillo; no desea ser advertida por alguno de los asistentes del teatro a reventar. Sube los ocho escalones alfombrados y pasa por detrás del atril esquinero para ir hasta la larga mesa central, habla con el escritor que se alista para, a su turno, disertar sobre la vida gris de un narrador de género negro. Él lee el papelito que ella le entrega, se encuadra el bigotillo, se seca la frente, toma todo el agua del orador de la derecha y lo bebe; se levanta de la silla, mira hacia los lados, agacha la mirada y cae sin remedio sobre la silla mientras la cámara proyecta en la pantalla la nota recién entregada: “Muerte al payaso”. La cámara copia el silencio lúgubre del público atónito sin fijarse que la mujer de piernas largas retira una lágrima de su mejilla y el hombre se retira tras el telón de tapia alta sin salida para volver a su puesto en el preciso momento de su turno para intervenir, anunciado por el que hace de presentador del programa. La mujer ya hizo mutis por el foro.



Se conocieron en un simposio internacional sobre los derechos de autor, donde compartían la mesa con la fastidiosa antropóloga militante del feminismo, Nelly, que todo el tiempo posaba de sobrada como si lo supiera todo sobre todo, cuando en verdad se encontraba en tratamiento psiquiátrico para componer sus problemas de personalidad histriónica. Sucedió durante la hora del almuerzo en la mesa que compartían por asignación de parte de los organizadores del evento. Por poco y se tiraron los platos a la cara por sus marcadas diferencias respecto a lo que representaba la literatura para cada uno. A la hora del postre, acordaron asistir a la última ponencia de la tarde, la de cinco a seis y media a cargo de Roger, el de aspecto desagradable y maneras desobligantes innatas que conservaba en cada respiración. El editor se comprometió con el escritor, pero al igual que la mayoría de asistentes, desistió desde la primera parte de la charla que no lograba captar el interés del auditorio. Roger exponía convencido de que era obligatorio que lo escucharan, pero su disertación no tenía nada de interesante en absoluto. El editor regresó cinco minutos antes del final de la malograda conferencia de Roger, tomaron un vino y prefirieron no amargárselo comentando lo inacertado de la exposición. Quedaron de encontrarse los tres el domingo en el apartamento de Roger, donde Nelly prepararía arepas y té de coca.

Nelly, después de haberlos presentado, invitó a su novio, el editor, a una copa en un bar antes de llegar a casa. Entre copa y copa, ella le comentó que Roger era un amigo de años juveniles. Que cuando ella decidió ingresar a la Universidad Nacional a estudiar Antropología, él, siempre desubicado, de un momento a otro salió con el cuento de viajar a Europa. Allá estaba el futuro, según él, algo no compartido por el círculo de compañeros ya que en algún pasaje de sus días de colegio habían contemplado tal posibilidad pero luego de terminar los estudios universitarios. En ese instante, Nelly se preguntó por qué Roger andaba de mimo en la calle, y por sus bruscos gestos y movimientos discordantes, entendió que nunca había estudiado artes escénicas. A cambio, se regocijó al oírlo hablar sobre literatura y ufanarse de haber sido publicado en varios idiomas; apreciaciones ocurridas en su cabeza y sin jamás tratar de desamarrarlas y que la lengua le diera tiquete para cabalgar sobre el viento en busca de estaciones auditivas. Dejó al editor con la imagen sobre su compañero, de gran escritor, primero conocido afuera antes que en su país.

—Amor, ¿por qué estás tan callado?

—Además del arduo trabajo en la editorial, debo madrugar a conseguir la escenografía para la obra de teatro. En dos meses y medio es el estreno y falta casi todo, y algunas ideas aún me rebotan en el cerebro sin asentarse por completo.

—¿Esta, también es de tu autoría?

—Sí, trata sobre un escritor maniático de los años setenta del siglo pasado. Con los ingredientes que todo el mundo supone: soledad, alcohol, mucho humo, y una máquina de escribir de esas grandotas. Es un monólogo.

—Está claro, ¿cuál es el problema?

—¡Ah!, que la gente ahora es muy mediocre, los que se han presentado a casting, ninguno ha dado la talla del personaje; quiero un actor que refleje en su mirada que dentro de sí se encuentra un somnoliento volcán que empieza a emitir fumarolas de una inminente y cercana erupción, y que sus dedos sobre el teclado, como estridentes motosierras, irrespeten dogmas, sistemas y valores.

—¿Entonces?

—Que los cojones y el alma queden impresos en el papel.

—Relájate un poco —le amasó los hombros con los dedos— que con lo tenso que has estado los últimos días, bien te puedes apersonar del personaje con facilidad.

—Ojalá tuviera tiempo para tanto —le respondió con sonrisa.

—Pasemos a otro asunto, no sigas con tu perfeccionismo, hoy hace un mes pediste mi mano.

—Discúlpame, mi amor —se trenzaron en un abrazo y las escasas palabras bailaban en melodías invadiéndoles las vitrolas de los oídos.



La mujer elegante se retira por una pata del escenario. El presentador encuadra la solapa de su abrigo y rompe el silencio de la concurrencia pendiente:

—¿Cómo resuelve la paradoja? —interroga al escritor.

—La paradoja es una oposición irresoluta, cada lector la debe tratar.

—¿Cómo justifica la tragicomedia?

—Teniendo presente que la vida no es tan trágica ni tan cómica; luego el oficio del escritor es entrar generando expectativas con tal que el lector busque la ubicación que le corresponde según el relato que tiene al frente.

—¿Cómo logra inmiscuir al lector con el personaje?

—El escritor debe usar la memoria reconstructiva en el momento de la creación y tener en cuenta que cada obra recreadora nace y muere en el silencio mediante el ejercicio en sí de muchas horas nalgas frente al papel.

—¿Usas la Némesis? Si sí, ¿con qué frecuencia?

—Tanto como la imitación por instinto de reproducción; es ponerle la esencia al payaso triste impulsado a vivir muchas vidas en una para aprender a sufrir con ricura y deleitarse.

—¿Cómo maceas la ignorancia para que el lector no la pille?

—Es difícil explicarla; un creador se pregunta algo difícil de resolver, tanto que a veces, el personaje no sabe la respuesta, como sucede en mi relato donde el niño juega con los juguetes que su papá fabrica para venderlos en el sex shop. El padre, sólo puede observarlo sin tomar partido, eso le basta.



El domingo, dos horas antes de la hora acordada, el editor recibió la llamada de Roger con el aplazamiento de la cita por motivos de agravamiento de la salud de su madre y tener que asistirla.

Nelly llevaba varios meses dirigiendo la adecuación de la parte occidental del Cementerio Central que en adelante se convertiría en el Parque del Renacimiento. Con sus colegas inspeccionaban la remoción de la tierra por el buldózer para las piletas de agua. El gran rinoceronte amarillo descubría entre la tierra osamentas de muchos de los desaparecidos del nueve de abril, cuando el magnicidio del caudillo popular. Familiares de los desaparecidos inspeccionaban a prudente distancia la remoción de escombros que en aquel entonces fueron tirados en volquetadas en la fosa común como ene enes que, Sagradamente, a cada año, los deudos rendían culto en ese terreno de nadie, confortándose en imaginar que allí yacía su familiar desaparecido, a diferencia de los familiares de desaparecidos actuales, que ni siquiera tienen el derecho a saber dónde reposan los restos, porque los tasajean y los tiran como abono y la mayoría de veces, para engorde de los peces.



Es el momento de presentar la última creación del artista. La motivación del escritor, de pie, necesita insuflar aire para inflar su ego arreado como un gato para convencer al público de su compra con tal de él llevar un poco de dinero a casa: “al salir una obra nueva a las vitrinas, siento añoranza por el proceso vivido. El nuevo libro, representa, para mí, la zona de luz que requería el relato desde el momento que se planea la arquitectura del mismo.”

Toma aire y va al proscenio: “Cada libro es un nuevo descubrimiento, el apoderamiento mutuo entre el personaje de ficción y el creador real.”

—¿Y el valor económico?

—Ah, eso lo que hace es permitirme aprender a aprehender. En últimas, el arte prolonga el placer que con la experiencia recoge el callo que le proporcionan los años de ejercicio continuo.



Por la cercanía al centro de la ciudad, la pareja de comprometidos había arrendado una bodega a espaldas del Cementerio Central, sector donde también funcionaban microempresas metalmecánicas, aprovechadas por el editor para sus fines. Adecuaron por separado el funcionamiento de la imprenta, resguardo de la extraña escenografía para las puestas teatrales y lugar de ensayo, y un buen espacio para que Nelly trasladara los esqueletos que hallaba completos para estudiarlos de acuerdo a sus intereses; algunas veces con la debida autorización legal, otras sin ella. Era normal verla ingresar y salir con grandes bolsas negras de allí.

El editor prometió a Roger publicarle el aburridor cuento. Desde el otro lado de la línea, el escritorzuelo se lo agradeció en el alma con ánimo de aprovechar la oportunidad para hacerse rico y famoso, como era su gran aspiración, como la de todo artista, aunque le costara trabajo reconocerlo. No pudo ocultar su histrionismo, como cuando alguien oye la mejor noticia de su vida y no la puede creer, y de paso, al tomar aire, se prometió dejar de vender a precio de huevo, la edición en papel barato de bajísima calidad tanto en su forma como en su contenido, que no lograba ningún aporte a la literatura como él se negaba a creer convencido de lo contrario, con lo que alcanzaba a sobrevivir al medio inspirando más piedad que admiración.

Con todo y eso, el editor le prometió sacarlo del anonimato con una excelente calidad, con insertos policromáticos de un pintor representativo en el ámbito de la plástica internacional. El libro iba prologado por el recientemente galardonado premio literario de habla hispana y que se aprestaba para cobrar renombre a nivel mundial.

Al otro lado de la línea, los dos imaginaban la cara de satisfacción, sobre todo, la de Roger, que a su edad ya había dejado de soñar con algún asomo del éxito en el mundillo literario.

Pasado el tiempo y sin respuesta concreta, Roger respondió ante la frustración haciendo proyección de su personalidad, vía mail contra el editor acusándolo de mitómano, estafador, corrupto y demás improperios que encontraba en su menú de largas noches de insomnio.

En el preciso momento en que el editor finalizaba el machote para quemar las planchas y realizar la impresión múltiple y definitiva para diligenciar el ISBN y el código de barras con el registro de los derechos de autor, en cumplimiento de la promesa hecha a Roger, recibió la citación de La Fiscalía General de La Nación para responder la demanda del escritor por estafador y explotador del escritor venido a menos. El editor dio una y mil explicaciones a Roger sobre la demora para que el libro saliera al aire, pormenores justificados en cualquier proceso editorial; además, de pasada, le comentó que le había conseguido un contrato con el ministerio de cultura para que dirigiera una serie de talleres literarios para jóvenes, con excelente remuneración. Le comunicó lo avanzado del proyecto literario, y que en un par de días estaría en las vitrinas de las mejores librerías. En ese momento, ambos se esforzaron por ignorar el contenido del último mail enviado por Roger y recibido por el editor, lo relacionado con la consecuente demanda ante la fiscalía. El teléfono enmudeció eternos segundos para los dos. Prometieron volverse a llamar, asunto que ninguno de los dos ejecutó hasta dos semanas después, cuando el editor telefoneó para sentir el tope máximo de la agresión de Roger con suspiros que en el fondo denotaban un arrepentimiento que él nunca reconocería. Era difícil echar marcha atrás; el mal estaba hecho. Roger siguió viviendo en ascuas como sabía hacerlo, y el editor echado sobre su depresión sin comprender el comportamiento animalesco del ser humano.

Nelly, enterada de los últimos sucesos, mostró preocupación por las amenazas a su novio de parte de su amigo.

Los siguientes quince días transcurrieron sin que nada extraordinario perturbase el tedio cotidiano de los personajes que se debatían entre el cumplimiento del deber y la búsqueda de maneras de solventar la sobriedad de la abulia, hasta que el editor bajó de su bicicleta en el parque nacional para presenciar el espectáculo del mimo con tamaña sorpresa al descubrir debajo de la crema blanca, el rostro de Roger ejecutando su número que para él, haría revolcar en su tumba la desgracia de Marcel al enterarse que un infeliz trataba con esfuerzo de imitar de forma grotesca su imagen frente a un grupo de niños serios distraídos en el rededor antes que fijar su atención en el payasito de movimientos torpes donde ninguno reía; las madres de los niños tampoco lo hacían y no por falta de cortesía sino por la pésima calidad del espectáculo del pobretón mimo.

Aunque el editor identificó a Roger ipso facto, se negaba a dar crédito a la mediocridad del hombre chaparro que sin ocultar la agresividad, pedía le socorrieran un aplauso y de paso, le tiraran algunas monedas con el argumento de que era un escritor de renombre internacional. Según él, sus libros se vendían como pan caliente, tanto en Europa como en América, y habían sido traducidos a una decena de idiomas.

—¿Entonces por qué pasa trabajos? —preguntó una dama sin pelos en la lengua.

—Porque los editores me roban —respondió el cariblanco.

—¡Pobre infeliz! —repitió el editor y trepó en la bicicleta con sentimientos encontrados, donde sobresalía el de la vergüenza ajena.

El mimo se desmaquilló a manos llenas y en par patadas, y sin dudar, se lanzó a alcanzar al editor madreándolo y prometiéndole mandarlo matar por la humillación de que había sido víctima. Le gritaba a la espalda con cinismo que se diera por hombre muerto como perro sarnoso de los que pululan en cualquier antro.



El hombre dirige el vozarrón al` público: “el escritor actual no presenta el asombro del escritor clásico que adornaba con el romanticismo de escribir a mano y tachar encima, oficio que ejercía desde la adolescencia para toda una vida de dedicación.”

El otro personaje le hace una llave que lo inmoviliza por la espalda: “no todo escrito es eterno, el escritor contemporáneo presenta su obra para ser admirado.”

—Si pides admiración, denotas avidez afectiva.

—Escribir da poder.

—O lo puede quitar —aprieta el brazo del contendor.

—El escritor es una criatura que no prescinde del encarcelamiento.

—Pero...

—Pero resulta ser más sexy decir que no se ha sido instruido como si representara un santuario, lo que se conoce como el don innato. En mi caso, escribo para ser amado —eleva la voz.

—Reduccionismo simple, vulgar y grotesco chapeado con el apero anquilosado de criollismo anodino.

—¡Que así sea! El artista espera que se haga justicia con su obra.

—Escribir por pura vanidad, afecta negativamente a la sociedad.



En medio de los whiskies, el editor desengavetó el machote del libro con el nombre de Roger, quien no pudo ocultar el nerviosismo al levantar la copa y brindar, para caer mareado viendo nublado su alrededor; bostezó y despertó con una extraña sensación, deseó estirar los miembros pero algo se lo impidió; sacudió fuerte la cabeza para corroborar que estaba despierto. Estaba maniatado a una silla empotrada al piso, desnudo, con un artefacto a manera de máquina de escribir entre la V que forma la pelvis y las rodillas; rebobinó sus recuerdos hasta cuando tomó el segundo trago. Con un ligero paneo, comprobó que estaba en el recinto de los ensayos teatrales, los ligeros pasos del editor lo sacaron de sus cavilaciones:

—¿Quién mata a quién, hijo de la gran puta?

—¿Qué pasa?

—Dos meses sin dormir hasta enterarme por nuestros amigos esmeralderos que indagaste por sicarios... ¿pensaste que eso quedaría así nomás? ¡Qué mediocre eres! Aunque Nelly intermedió entre los dos, eso no quería decir que te había perdonado.

De pronto escucharon una llave en el portón. Roger imaginó que podía ser su salvación y gritó: ¡Socorro... Socorro...! Pero la sed y la resaca le distorsionaron la voz. El teatrero le tapó la boca con la mano, sin reparar en los mordiscos recibidos.

—Amor, ¿estás ahí, qué fue ese grito? —preguntó Nelly.

—Sí, estoy ensayando, espérame, enseguida voy —el editor se esforzó para amordazar a Roger con un pañuelo.

—¿Qué fue eso? —preguntó Nelly—. Amor, ¿estás bien?

—Tranquila, dame un segundo.

Al sentir cercanos los pasos de su novia, aligeró el nudo y le salió al paso antes que alcanzara el picaporte.

—Vamos a desayunar, estoy muerto del cansancio.

—¿Te trajeron la máquina para la obra?

—Anoche, como a las diez; luego ensayé y corregí el argumento. No me di cuenta a qué hora amaneció.

—Vamos, un café te sentará bien. ¿Por qué no me permites ver el montaje con la escenografía puesta?

Esas palabras le hicieron caer en la cuenta que aún no soltaba el picaporte y que permanecía con el cuerpo de rígido guardián impidiendo cualquier intento de ingreso.

—No querrás dañar la sorpresa que maneja la magia del teatro.

El editor la abrazó y al salir le puso doble seguro al portón.

—¿Más tarde vienen los empleados?

—Con esta situación, tuve que contratar operarios por días, vuelven la próxima semana.



El entrevistador explica al público que al lector no le importa si el texto fue sugerido por alguien, o le salió de las tripas y si además, el escritor le puso los tuétanos (los propios). Remata gritándole al escritor que escritores nacen a diario, pero editores no se ven crecer en los árboles.



Entrada la noche, despidió a Nelly sin permitirle que se bajara del carro e ingresó al teatro de los acontecimientos, donde encontró a Roger con los ojos desorbitados y los miembros amoratados a punto de sangrar:

—¿Cómo van las cosas, mi querido escritorzuelo? ¿Todavía sigues con la idea de matarme?

El maniatado con ojos de súplica, pedía perdón sin comprender el por qué de la extraña posición en que lo mantenía su verdugo, y con la parte delantera de la máquina de escribir con puntas de alfileres en cada una de las barras de las letras:

—Antes te voy a dar una clase de literatura —acercó una silla—, lo primero que debes hacer es escribir con los cojones y con el alma, desgarrarte las tripas para que el escrito sea creíble.

Oprimió una tecla con rabia y le martilleó un testículo a Roger que se retorció con un berrido de súplica.

—¡Qué mediocre eres! Te puedes maquillar de mimo, pero... ¿te has preguntado si en realidad lo eres? En tu farsa, te puedes maquillar con pintura blanca la cara, más nunca cubrir el negro que tapa tu incapacidad mental. El hecho de escribir enaltece la lengua, pero tú sólo produces babadas. ¿Cuántos libros lees cada semana? La ficción está umbilicada con la realidad. ¿Deseas escribir sobre la problemática nacional y te conformas con ojear los titulares de los diarios? Te estremecen los contenidos de los telediarios y sin embargo, no das una mirada tras la pantalla para cerciorarte que allí se informa lo que ellos creen conveniente, que siempre toman el mejor partido y emiten imágenes acordes a la necesidad del salario percibido por ello y según el guiño del mandatario de turno.

Con el crescendo emotivo del momento, oprimió varias teclas simultáneas haciendo que el inmovilizado arqueara el vientre y echase la cabeza hacia atrás.

—Para la literatura, una vida no alcanza, el talento se enaltece con la dedicación.

Continuó tecleando las palabras que pronunciaba con énfasis en los signos de puntuación como para que no los olvidara nunca. Cada vez que se los marcaba con alfilerazos en los testículos con tal rapidez, que los dedos iban más ágiles que su propia mente.

El maniatado mordía el pañuelo hasta deshilacharlo para lograr emitir gritos, sin saber que los ocasionales paseantes cavilaban al escucharlo para concluir: “es el tal teatrero ese que le ha dado por ensayar sus obras hasta estas horas”. Otros divagaban: “han de ser las ánimas benditas que claman descanso y permanencia de sus restos alados donde han permanecido por más de cincuenta años. Es que la posmodernidad no respeta ni a los muertos.”

El editor haló una liviana tela de la escultura vecina y volvió a amordazar a la víctima, fue hasta el portón, pegó la oreja a la lámina y regresó con el silencio al centro del escenario para retomar el protagonismo. Tomó harina de trigo, la mezcló con huevos y embadurnó a Roger:

—Como te crees italiano y te atreves a negar tu origen —lo untaba con pasta blanda—, aquí están tus ravioles y tu fetuccini: ¡disfrútalos!

Aspiró una gran bocanada del cigarro y tecleó un extenso párrafo, mientras el receptor retorcía el dolor desde sus partes íntimas. Vio escurrir la sangre por las patas de la silla y supo que el cianuro con el que había impregnado la punta de los alfileres pronto haría efecto. La función se acercaba a su fin:

—Como ni siquiera aprendiste a utilizar el mouse para buscar sinónimos y suprimir gerundios, en esta caja se encuentran decenas de ratas hambrientas que danzantes cerrarán este acto.

El editor despertó a la mañana siguiente, se dio cuenta que eran las nueve y que a esa hora, Nelly debía estar ya en la bodega. No duró más de cinco minutos en la ducha y salió raudo hacia allá, con la ayuda de las avenidas poco congestionadas. Llegó a la calle veintiséis con carrera veinte, a una cuadra de su habitual sitio de trabajo. Al doblar la esquina se topó de frente con Nelly en compañía del teniente de la policía de la estación de Santa Fe, íntimo amigo suyo, además de colaborador de la antropóloga en el asunto de trasladar los cadáveres a un gran osario en la parte oriental del cementerio.

—Te estábamos buscando —recibió como saludo y fue como si le cayese un balde de agua fría en toda la cara. Miles de sensaciones le surcaron la mente aguzándole con terribles pinchazos como cuando con una aguja le chuza a uno las pelotas. Estuvo a punto de desmayarse, pero para su bien, se recompuso ahí mismo.

—Sí, te estábamos buscando —replicó el teniente—, hombre, estás de un color cadavérico.

—¿Estuviste en la bodega? —asustado interrogó a Nelly.

—Por su puesto, desde las siete de la mañana, inclusive tuvimos tiempo para un café antes de salir para acá.

Esas palabras hundieron al editor en la más profunda sima de su conciencia, agachó la cabeza y se dispuso a esperar lo que se le viniera encima. Autómata soltó:

—¿Y ahora qué viene?, me gustaría saberlo, después de todo, ¿qué dispusieron?

—Por lo pronto, súbete a la radio-patrulla, vamos a desayunar; con Nelly ya lo hemos decidido.

—¿A desayunar?

—Sí, con el estómago lleno se afronta mejor lo que viene pierna arriba —replicó Nelly.

—Súbete, no te resistas —ordenó el teniente con sonrisa forzada.

—Por supuesto... —respondió con voz entrecortada.

Dentro de la radio-patrulla, entre rejas, toda su vida le pasó por el frente, desde lo que recordaba de su pasado gris hasta sus proyectos futuros. Se acordó que dentro de ocho días era su boda; obvio, tendría que ser cancelada al conocerse los hechos. Sin embargo, le alcanzó el tiempo para concluir que le importaba un bledo lo que dijera su familia. Pero... Qué vaina con Nelly y su familia, los reproches serían de tamaña proporción al no darse cuenta durante seis años de noviazgo, que ella andaba en amoríos nada menos que con un desequilibrado mental. Ella, que había estudiado tres años de Psicología antes de dedicarse a la antropología para terminar estudiando cadáveres. En fin, ya no había vuelta de tuerca capaz de permitirle volver atrás.

Miró al teniente, y la vista frontal con las manos sobre el volante, le daba un aspecto frío de saberlo todo.

Nelly con el cinturón de seguridad entre sus senos, revelaba la benignidad de la naturaleza para con sus partes nobles. Disipó pronto esa apreciación y volvió a sumergirse en la preocupación. De ahí en adelante, ya no la volvería a tener para él. Ella de vez en cuando miraba al teniente, al editor le pareció que lo hacía con angustia.

Ese recorrido sin cruzar palabra le resultaba tan severo que hubiera preferido que le dijesen lo que ellos pensaban por cruel que fuera. Además, se sintió como un títere manejado por dos personajes de hielo. ¿Para qué lo invitarían a desayunar? ¿Sería tal vez su última comida fuera de rejas?

El cruce de miradas entre Nelly y el teniente lo exasperaba al máximo, anheló que de una vez por todas le gritaran a la cara: “asesino... asesino...” Las diez cuadras recorridas le parecían tan largas y maltrechas como la carretera Panamericana, de nunca acabar.

Nelly pidió para desayunar lo mismo que el teniente, y el artista robótico con movimientos de cabeza asintió querer lo mismo sin quererlo de verdad.

Los tres comieron en silencio. El teniente dejó los platos limpios. El editor teatrero apenas probó bocado.

—Me parece muy bien que te alimentes bastante —Nelly rompió el silencio apretándole los bíceps al militar para terminar en un apretón cómplice de manos—, una nunca sabe cuándo puede requerir de unos brazos fuertes para agarrarse. Gracias —le besó la mejilla.

—Estoy muy preocupado con tanto asesino tan cerca de uno —acotó el teniente con tono de pesadumbre.

—Más cerca de lo que una cree, y de quien menos cree capaz —dijo clavándole la mirada al editor.
Él agachó la cabeza sintiéndose descubierto, su leve esperanza de que ella no hubiera ido a su sitio de ensayo se esfumó por completo. No cabía duda, ella lo sabía; el teniente lo sabía. Maldijo el éxtasis que le produjo asesinar al escritor ese, que le hizo olvidar el deshacerse del cadáver. Maldijo que alguna vez se le hubiera ocurrido brindarle un espacio en su bodega para que ella investigara con los restos humanos. En fin, lo maldijo todo.

—Es que en esta ciudad hay mucho asesino suelto —acotó el militar.

—Y muchos, sin arrestar todavía —afirmó Nelly.

—Sí, yo lo maté ¿y qué? Bien merecido lo tenía, yo lo maté y no me arrepiento —traicionado por los nervios, confesó su crimen.

Se tomó lo que quedaba en el pocillo de un solo sorbo, se sintió aliviado del pesado fardo de tener a dos personas que conociendo su delito lo habían llevado a desayunar y lo mortificaban con sus indiscretas miradas de sabuesos sin hueso para roer más que el suyo. Todo era soportable, hasta el escarnio público, pero no admitía la tortura psicológica.

—Vamos a la bodega y que se sepa todo —les gritó.

—Vamos —dijo Nelly con resolución, tomando del brazo a su buen amigo el teniente luego de resbalársela por la cara recién afeitada, olorosa a colonia varonil, diferente a la del editor que lucía las vellosidades de la angustia.



Las luces fuertes se trastocaron por las rojas-verdes tenues. El entrevistador echó el brazo sobre el hombro del escritor y con persistencia frente a la desilusión, apretó el nudo de la corbata. La pieza: “El Ocaso de los Dioses” irrumpió como un aleteo de cóndores agitados. El público aplaudió a rabiar al compás del crescendo de las notas Wagnerianas.



Aprisa se bajó de la radio-patrulla, metió con rabia la llave en la cerradura y abrió el portón de par en par. Al llegar al recinto de sus ensayos, con una patada abrió la puerta y gritó:

—Ahí lo tienen tal como lo dejé anoche, torturado y devorado por las ratas.

Nelly y el uniformado se miraron con terror inusitado... al entrar a la estancia: ¡sorpresa!, miraron al novio, al amigo y lo comprendieron... pobrecito, la locura suele asaltar a los que utilizan la pluma, sumado a la carga de trabajo insomne.

—Pobre editor teatrero, ha sido presa de un estado demencial, es digno de compasión.

—He matado a alguien —señalaba desde afuera del sitio de la escenografía.

Lo había matado, no quedaba la menor duda, con imaginación había matado a un escritor malísimo.

El editor abrió los ojos y señaló el lugar donde había dejado al muerto la noche anterior, estaba el armazón de la silla empotrada en el piso, el simulacro de la máquina de escribir, la caja donde había cargado a las ratas... pero el cuerpo no estaba. Tampoco había rastros de sangre. Todo eso era muy confuso: lo pinzó mil veces con la letrilla hasta hacerle desangrar los genitales. Las formas de escapar y sobre todo de sobrevivir eran mínimas, en particular por la impregnación del cianuro y las ratas hambrientas. No había huella de Roger, todo estaba limpio y ordenado. Era increíble.

—Yo lo maté, anoche maté al escritorzuelo ése.

—Yo estoy segura que tú lo mataste, odias a todos aquellos que se creen escritores... de seguro ese personaje de tu obra te quedó fabuloso —acotó Nelly.

—No te burles de mí, yo lo maté, no pudo haber escapado.

—¿Qué significa esta broma? —preguntó el teniente con asombroso fruncido de ceño, mientras trataba de estirar sus neuronas para comprender la oscuridad de la farsa.

—¿Broma? Eso le pregunto a los dos, yo lo maté, ahí lo dejé desangrándose.

—Amor, tranquilízate, estás muy extraño, siéntate y relájate —Nelly lo tomó del brazo, se sentó a su lado y con los dedos entre su cabello, trató de darle un poco de paz. El editor parecía un zombi, con la mirada contra el piso—. Gracias teniente por darme una mano esta mañana, los buenos policías están en el sitio preciso cuando se necesitan.

—Lo que son usted y su novio, salen con unas vainas que no las entiende nadie, deberían buscar ayuda psiquiátrica, trabajar menos y tomarse unas buenas vacaciones, lejos de todos estos fantasmas.

—Tendremos presente su consejo, en especial lo de las vacaciones. Por fortuna, dentro de ocho días es la boda y viajaremos lejos, de luna de miel.

—Yo lo maté, yo lo maté —repetía el editor con la cabeza recostada en el pecho de Nelly, con el arrepentimiento de un chico que luego de confesar su travesura, nadie le cree.



En la salida del teatro, el encargado sube la gorra de su uniforme y baja el cartel de la obra que acabó de presentar su última función. Coloca el que anuncia el siguiente estreno y se dice: “ojalá ésta sea tan exitosa como la que acaba de terminar.”



Ocho días después sonaron las campanas de San Nicolás y el editor, no obstante ser el día de su boda, se sentía cobijado por una extraña sensación. Su mirada gacha alejaba cualquier atisbo de alegría. Los familiares lo convidaron para que cambiara de ánimo: “pareces estar en un funeral, no en tu boda”, le decían.

Nelly, hermosísima como un jazmín, se había vestido de blanco inmaculado. Durante el ritual sagrado, el novio no paraba de cavilar sobre lo sucedido con Roger. Pensaba que matar a alguien por cualquier motivo era un acto ruin, ya fuera justificado o no, ¿quién no es presa de la furia?, ¿quién no ha tenido deseos asesinos al menos por una vez en la vida? Todo le parecía execrable, despreciable y sin justificación alguna. ¿pero... desaparecer el cadáver, destruir y lavar las pruebas sin tener menor incumbencia ni velas en ese entierro, encubrir al asesino y burlarse tanto del criminal como de las autoridades? Para eso se requiere de la mayor frialdad, la mayor villanía, y por ende no poseer escrúpulos y ser más culpable que el mismo asesino.

Miró a Nelly, detalló su rostro tras el velo y concluyó que una cara, ya fuese tras un velo o cubierto con maquillaje blanco, siempre escondía algo muy negro detrás de la careta.

“Los declaro marido y mujer hasta que la muerte los separe”, dijo el cura, y esas palabras le revolvieron las entrañas al novio. “Puede besar a la novia”, indicó el celebrante. Al levantar el velo, vio en los ojos de Nelly un extraño brillo. Al despegar sus labios de los suyos, el editor sintió un pánico único oprimiéndole el pecho.

Una copa a la mitad
Luisa Mancera, Juan Camilo Herrera.

No sería verdad si dijera, de forma romántica, esotérica o astral, que la esperaba. Tampoco creo que haya llegado en el momento indicado. Sí, es cierto que su llegada alteró el cristal con que veía la vida, pero mucho más lo hace su partida. Fue la última y tal vez la única en su especie, me he convencido de ello dándome cuenta que en todos estos años busqué en otras algo de ella. La mayoría terminaron siendo cajones vacíos.

***

No pudo evitar dejar salir un gruñido, estaba harta de todo: de caminar sin rumbo, del pasado, del presente, de un futuro que le resultaba predecible. La gente le producía una repulsión absoluta y ella misma se odiaba. No soportaba su mente, siempre acosada por pensamientos que la empujaban a fechas que trataba de olvidar. Necesitaba desahogarse y para su fortuna las circunstancias se dieron. Unos gritos desgarradores surgieron de una pensión derruida. La voz era femenina, aullidos histéricos, escalofriantes, a los que nadie hacía caso, a nadie le importaba.

Corrió hacia la fuente del escándalo, pateó unas cajas que impedían el paso al edificio. Su entrada atrajo las sombras que tragaron la luz tenue. Al final del corredor, encontró una niña de unos diez años tirada contra una esquina; tenía las piernas ensangrentadas y una camisa rosada, rasgada, que revelaba unas pequeñas protuberancias. Encima de ella se hallaba un muchacho no más adulto, de unos 15 años, con los pantalones abajo y los brazos rodeando su cuello. El joven volteó y quedó paralizado.

—¡Váyase, no es su problema! —rugió, y su voz mostró lo horrorizado que estaba. La testigo lo observaba gélida, con una mezcla de venganza justiciera y violencia animal—. ¡Que se largue, perra!

No le prestó atención. Surgieron movimientos repentinos que sorprendieron al maleante, ella sujetó su cuello y lo comprimió. Las manos del muchacho soltaron a la criatura indefensa y clavaron sus uñas en la carne de su atacante en un vano esfuerzo por defenderse. Pasaron minutos y la debilidad aumentó, hasta que el aire se acabó y el violador cayó inerte al suelo embarrado. La niña gemía, débil, pálida, y trataba de pronunciar un agradecimiento, pero sólo salió un sollozo.

—No sobrevivirás en las calles, yo te brindaré descanso.

***

Al regresar a la ciudad la hallé bastante parecida a como la dejé, ni siquiera la decadencia había prosperado. La diferencia radicaba en que, estando en el exterior, me volví adepto a visitar salones de baile y en el tiempo que llevo en Insmouth, me he dedicado a descubrirlos. Aunque ocultos son numerosos; puedo asegurar que nunca he repetido alguno, tampoco los terminaré de recorrer.

En un principio me extrañó que una mujer tan parca frecuentara un lugar como éste. Sólo se sentaba a callar, viajando en cavilaciones, mirando a un punto indeterminado; y a beber vino tinto. A veces, cuando volvía, interrumpida por los hombres que la asediaban con peticiones de piezas a conceder, miraba de soslayo o con la cabeza gacha, de forma que parecía un animalito agredido. Sonreía sin abrir los labios, empujando la lengua contra los dientes de adelante, y negaba gentil con la cabeza; jamás accedía a alguna. Me parecían ilusos e inconscientes estos tipos, ¿cómo no se daban cuenta de lo inusual que era? El hecho de que intentaran verla como una mujer ordinaria, adecuada para ellos, seguro se debía a algo en su figura, las caderas anchas o los disimulados, aunque siempre evidentes, senos voluptuosos bajo el viejo gabán.

***

Iba como flotando, siempre por encima de todos, de todo. Aquel lugar era su territorio, Insmouth estaba plagada de parques de clandestinidad y barrios de tolerancia, perfecto hábitat para las almas condenadas; sin embargo no era extraño hallar figuras agraciadas entre la nauseabunda carroña. Ella sobresalía, tenía cierta energía que atraía y alimentaba a la perdición.

Las deterioradas calles de la ciudad no eran un buen lugar para un paseo vespertino. El presente pintaba turbio, una de las consecuencias que traía la guerra. Cualquier persona en sano juicio habría huido de un sitio como aquel en una hora así, pero ella transitaba con la convicción del que no tiene nada que perder. Su mirada de halcón, generalmente alerta, andaba un poco perdida, como en otro sitio. Aquello no era nuevo, la lucha con sus demonios era su eterna condena: los gritos, las súplicas, los llantos y la muerte la perseguían, y para su desgracia esta última sólo jugaba a amenazarla, jamás la alcanzaba. Suspiró y se dijo que tenía que superarlo, la debilidad era un capricho que no se podía permitir. De nuevo se puso la armadura de perra despiadada y aceleró el caminar.

La escoria de la sociedad se movía a su alrededor: enardecidos grupos de limpieza social cazando, proxenetas exhibiendo su mercancía de exquisitas carnes sonrosadas y senos al aire, policías ebrios cayéndole a golpes a quien se atravesara en su camino. Este escenario no era nuevo, su existencia le había brindado la sabiduría para conocer que eso era la esencia del hombre, que la destrucción era algo que corría por las venas de todos, sin excepción: desde el ebrio abusador hasta la madre amorosa que juega con sus hijos. Siempre se preguntaba qué límites tenía la maldad del hombre, y aún después de haber visto tanto horror y suponer que aquello era lo último, surgía algo más. "Todo es un ciclo infinito", pensó. La guerra no había bastado, tenía que ser observadora omnipresente, ser dios y a la vez estar allí, siempre, entre la inmundicia, sin poder escapar.

***

Perdido en un laberinto de lividez, piel fría y aliento a vino, empecé a sospechar su búsqueda. De forma tácita, cada uno por su lado, decidimos detener nuestros planes, pues nunca antes de esta última hora aceptamos frente al otro el hecho de pertenecer a la raza que sólo resiste la tentación de un cuello cuando en verdad ama. Así, ella tendría que conseguir alguna fuente si no quería desaparecer del modo lento en que lo venía haciendo, y yo habría de encontrar otras víctimas para protegerla y satisfacer mi deseo. Nada que hacer, cuando llegué ella ya había partido hacía mucho, la abstinencia suicida producía sus efectos (las cuencas de los ojos y los pómulos eran cada vez más marcados). Mi propósito desde antes de conocerla se liberó y ya no fue posible detenerlo. Es siempre así, nunca se equivoca. A la mínima señal, sale de la prisión en que mi cordura lo encierra.


***


En la penumbra se alcanzaba a percibir una silueta escondida, apoyada contra la pared de un callejón. Acechaba desde la distancia, aguardando algo, estudiando su entorno. Pasaron horas sin que se moviera. Mas en una contorsión brusca, repentina, salió a la luz revelando su identidad. Era una joven de unos 20 años, la tez de un blanco envolvente. Irradiaba una luminosidad enceguecedora, aún así su aura producía temor, observarla era tener una visión de profunda oscuridad. Sus ropas, al igual que su cabello, eran negras, lo que aumentaba esta sensación.

Caminó a paso pausado pero imperturbable. Sus botas golpeaban rítmicamente la acera y sus manos, cubiertas por unos finos guantes de seda, rozaban múltiples texturas en los muros de cemento. Sus ojos capturaban todo; no había nada que fuese ignorado por aquellos fríos pedazos de carne gris. Su expresión inflexible evitaba que quien la viese tuviera idea de lo que pasaba por su mente.

Era casi media noche y el sitio se veía desierto, la pesada vida nocturna se camuflaba. Parecía que caminaba sin rumbo, siempre sombría e intocable. Evitaba pisar las ratas encubiertas en la oscuridad. Una vez más, sus movimientos se tornaron ágiles y precisos: giró la cabeza hacia un antiguo portón entrecerrado. Se deslizó desapercibida a una iglesia escondida entre las numerosas pocilgas.

Entrar a aquel recinto le producía un dolor indescriptible, pero al mismo tiempo agradable, excitante, la hacía sentirse viva. Caminó entre los gastados bancos de roble macizo, respirando con agitación. Aquella oscuridad, de una paz insoportable, no era la que frecuentaba. Los vitrales daban un poco de color al recinto monocromático, las figuras religiosas que siempre parecían perseguir con la mirada al visitante, trataban ahora de girar sus ojos artificiales para evitar contacto alguno con esta criatura.

Se sentó en la primera fila. Levantó la mirada y contuvo un grito desgarrador: la visión del altar le producía una sensación nueva… Sentía que los sesos le ardían, como si una vara al rojo vivo los removiera. El sufrimiento corporal le producía visiones fugases e indeseables: un ebrio estúpido invadiendo el refugio de sus huidas de casa, unos senos infantiles asaltados entre las ruinas rosadas de la blusa, unos niños corriendo aterrorizados por un corredor en llamas, el sonido perenne de los disparos...

—El dolor del alma es subestimado, hija… La carne es resistente a las ráfagas, que sólo la rozan, pero el espíritu se erosiona con la más mínima brisa.

Giró la cabeza, un cura con mirada compasiva y calva prominente se había sentado a su lado. La joven rió despectivamente para sus adentros. “No tengo alma”, pensó.

—Desde que pisaste el santuario percibí en ti una gran pena; tu vida está nublada por el sufrimiento, pero debes recordar que el dolor es bueno, purifica y aparta el lado oscuro…

—No necesito un sermón privado, padre —gruñó ella impaciente.

—No descargues tu ira contra mí —el tono calmado y de lástima la irritaba más, pero se dominó—. Vienes buscando una respuesta a tus plegarias.

—¿Acaso usted va a expiar mis pecados, padre? ¿Me hará salva?

—La esperanza es lo último que se pierde hija.

—Créame padre, con el tiempo eso varía…

El párroco suspiró y la observó mejor: era atractiva, por más que quisiera ocultarlo. Empezó a sudar procurando controlar sus impulsos. La muchacha se percató de los pensamientos lascivos de su decrépito acompañante. “Genial”, pensó, “ya se me hizo el día.”

—¿Me acompaña a confesarme? —dijo con un susurro que erizó lo pocos pelos de la nuca del anciano. En un tartamudeo, el padre reveló los deseos de la carne: “Claro.”

—Entonces, padre, el dolor es bueno, ¿verdad?

Horas después se halló al cura en el confesionario, con una profunda cortada en la garganta. Aun en aquel barrio eso era inesperado; el respeto que el párroco se había ganado le daba inmunidad ante los peligros de aquel infierno. Por eso nadie se podía imaginar cómo un hombre tan pío podía haber tenido un final tan macabro.

***

El acto de convertir señoritas y jovencitos comenzó a aburrirme cuando me di cuenta que, aún teniendo un pie en el mundo de los muertos, seguían siendo igual de vacíos, preocupándose por las mismas banalidades de siempre: sus rizos o el peluquín, el corpiño de avispa que les empezaba a quedar pequeño o el vestido y las zapatillas que cada dos semanas dejaban de ser adecuados para la fiesta nocturna. Entonces decidí, no sólo optando por mi supervivencia, o mejor, mi casi inmortal estadía en la tierra, sino más bien por mi diversión y mi conciencia filantrópica, buscar convertidos, para que al hundir sus colmillos en mi yugular, acto que en la mayoría resultaba impreciso y falto de delicadeza, pasaran en definitiva al otro lugar.

Después de unas cuantas persecuciones no tuve que buscar nada, los especímenes iban apareciendo. A lo mejor el instinto, dócil aprendiz, me fue llevando a donde oliera a sangre robada dentro de venas de muerto. Fuese como fuere, nos rastreamos y logramos cada uno el objetivo de nuestra naturaleza, muchas veces opuesta a nuestros afectos, sobrepasando nuestros ideales, burlándose del hecho de ser consecuente al satisfacer su apetito. O quizá se trate de lo contrario a una naturaleza, una artificialidad premeditada por los ideales inconscientes, siempre deseando el extremo, la muerte total en su caso, o la vida infinita en el mío.

***


Casi amanecía y ella ya se hallaba al otro lado de la ciudad, el paisaje mantenía su uniformidad miserable. A pesar del largo recorrido no estaba débil, su último asesinato la había llenado de energía; ésta la sobrepasaba, por eso necesitaba encontrar un sitio antes del alba.

Estaba inquieta, movía las manos dentro del abrigo, aquel era un molesto indicio de remordimiento. Su deseo era alejarse de todo, pero al destino le gustaba contradecirla, poniéndola en el lugar incorrecto en el momento menos indicado. Ella no quería asesinar a nadie, ni siquiera al lerdo pervertido del párroco; deseaba descansar, pero parecía que desde la guerra su misión era acabar con la plaga de la humanidad. Por lo general se mostraba tímida, recatada, como una indefensa damisela incapaz de matar a nadie, pero su batalla interior se transformaba en una carnicería.

***

Pocos perciben qué somos, de hecho puede que usted (sabía que encontraría éste cuadernillo) ya haya sido mordido. Casi ni entre nosotros mismos nos reconocemos, únicamente algunos de los que en esto tenemos más trayectoria podemos hacerlo. Si no hemos muerto succionándonos la sangre unos a otros, ha de ser por casualidad o coincidencia. Sin embargo ella, bien por perspicaz, bien por vieja, me descubrió quizá desde un principio, y decidida continuó con su plan.

***

No sólo disfrutaba andar entre la porquería, llevaba tiempo buscando algo en aquellos antros. Aunque no visualizaba bien las trivialidades, sabía los términos precisos de sus deseos. No cualquiera era digno de saciar su sed, alguien como ella no se satisfacía con lo burdo: su superioridad (bendición y maldición al tiempo) hacía que fuese en extremo perfeccionista y exigente, rayando el límite de la neurosis; y hacía poco se había enterado de que cierta… herramienta por así decirlo, rondaba los guetos vecinos. Ahora sí iba en busca de su objetivo. Ya era hora, no podía soportarlo por más tiempo.

***

¿Acaso era aquel un lugar de transición mientras aguardaba mi llegada? Porque es obvio que me esperaba, de lo contrario no me hubiera dirigido la palabra para pedirme una copa, ella no le hablaba a nadie.

—Yo a usted lo conozco, ¿sabe? —me dijo después de dar las gracias al mesero. Para mí no era extraño esto de que me reconocieran en cada lugar al que entraba pues, desde la llegada de mi padre al país, mi cara, entonces la de un joven de 16 años, ha sido transmitida por televisión e impresa en periódicos, magazines y vallas de publicidad. Y bueno, si no fuera por esto hubiera sido porque en el mundo de los salones de baile, bares y burdeles, mi nombre es muy popular y no demora en llegar a oídos de los nuevos visitantes. Sin embargo, horas después de hablar con ella ambas teorías se derrumbaron. El conocimiento que ella tenía de mí iba más allá de la fama compartida del hijo de un político, o de un navegador de cuerpos jóvenes; apuntaba mucho más adentro. Posiblemente supo que era el único, entre tantos otros rodeándola, que buscaba pares medio muertos.

***

La muerte tomaba diversas formas y la dama parecía conocerlas todas; la guerra era una magnifica mentora y con ella no sólo había aprendido a sobrevivir, sino a tomar en sus manos la vida ajena. Asesinar era un arte y ella, con el tiempo, se convirtió en una maestra. Para cuando la guerra civil terminó era una leyenda: Sus métodos variados (desde ejecuciones rápidas hasta la más sofisticada tortura) y su eficacia eran temidos por enemigos y aliados. Su repentina y misteriosa desaparición no hizo más que aumentar el misticismo en los relatos populares.
El tiempo era ágil pero sabía ocultarse bajo su piel tersa, mencionar su edad se consideraría una broma. Últimamente se la pasaba recorriendo los recovecos más sombríos de su vida: Era lejana la fecha en que suprimió la existencia de su primera víctima, y a pesar de todos los fantasmas que cargaba su conciencia, aquella experiencia no se le borraba de la cabeza, y en esos precisos momentos resurgía con más fuerza…

A los cortos doce años ya conocía toda la capital; no sólo las relucientes y floreadas calles de su barrio en el centro económico, sino extremo a extremo el resto de la urbe. Su madre habría sufrido un ataque si se hubiese enterado que su princesita frecuentaba los arrabales, mas esa idea le agradaba. Vagaba entre los seres que sus conocidos catalogaban como animales rastreros y andrajosos, tomaba sus costumbres, su jerga y vestimentas, se camuflaba, feliz de ser ella misma y no una muñeca de trapo encerrada en su cuarto de cristal en la torre más alta de la alta sociedad.

Su rebeldía, “sin causa” según su plástica familia, aumentaba con los años: a los catorce ya había huido de casa dos veces, se había hecho tres tatuajes y eventualmente consumía ácidos, pero regresaba a su palacio-prisión por el simple hecho de que allí dormía mejor. Así sucedía su vida de antro en antro, mientras sus padres, desde las alturas de un penthouse, se preguntaban por qué su damita de porcelana se convertía en un indigente más.

El incidente que cambiaría su vida para siempre ocurrió un año después. Cumplía “quince primaveras” y su pomposa familia preparó una ostentosa celebración. Millones se gastaron en licores, pasteles, músicos y otras ridiculeces; su madre estaba extasiada, la joven naturalmente detestaba aquello. Una vez más se produjo una pelea y una vez más se largó dando un portazo en las narices de sus ofendidos progenitores.

Esta vez no planeaba regresar, estaba desesperada y más decidida que nunca, no tenía problemas con dormir bajo un puente o comer sobras, eso era lo de menos. Estaba libre, sin la etiqueta ni las porquerías esnobs, y podía ir a donde se le diera la gana. Visitó las cloacas, el cementerio, y se dirigió a la zona de tabernas, dispuesta a engullir unas cuantas cervezas con algo de sus ahorros…

Los rayos matutinos despuntaron atravesando las paredes oxidadas. La joven se llevó las manos a los ojos, no sólo la luz le molestaba. En un gesto desahuciado se dejó caer en la acera: los codos contra las rodillas, las manos soportando más que la cabeza y el cabello cayendo como una cascada de melancolía.

Sentía como su piel se entregaba al holocausto febeo, pero el pasado calcinaba aún más. Recordar… Olvidar… Descansar… Parándose insegura consiguió alcanzar la penumbra de un edificio y se entregó a Morfeo y a su onírico reino en un intento vano de calmar su dolor.

***

¿Cuál es su especie? Es difícil explicarlo. La forma de sorber vino, su excéntrico comportamiento en el salón de baile, el modo en que lleva recogido el pelo, todo me habla de lo mismo, del propósito de una época, su época, no una general sino la historia propia de su universo, labrada durante siglos reales o interiores. Como sea, el resultado es el mismo: un océano turbulento, enteramente habitado, que desemboca en su proyecto de muerte. Nadie lleva a cuestas un siglo tan determinado, ningún monarca es tan dueño de su imperio como ella de su suerte. ¿Quién más que Arjuna justifica una existencia centenaria en la forma de morir? Pensar en su sino me hace sentir ridículo, ¿para qué seguir vivo cuando se está muerto? ¿De qué sirve prolongar esta muerte vivida?

***

Para cuando despertó habían pasado unas diez horas y se halló desorientada. Aunque había descansado, sus sueños no le permitían reponerse del reciente viaje a su verdadera juventud.
Se levantó del cemento sin dejar de apoyarse contra la enmohecida pared, se sacudió el gabán y observó a su alrededor; un viejo albergue le había servido de refugio, mas no recordaba cómo llegó allí.

Ya más consciente, volvieron las imágenes. Revivió el momento exacto en que su destino se había sellado: un mugriento baño de taberna, un viejo obsceno pasado de copas reclamando erradamente una deuda, el resto era historia. El recuerdo era tan vívido que casi podía sentir el cuchillo en la mano y la humedad de la sangre.

Salió sin importarle las ropas bañadas en carmín y chocó contra un joven de expresión sagaz y ropa desgarrada; él la acogió en su “casa”, le dio comida, cama y nuevas ropas, la introdujo al mundo de los mercenarios y se convirtió en su nueva familia.

Hacía años que Aesir había muerto, gracias a la maldita guerra, pero en aquellos momentos su ausencia se hizo más fuerte. No pudo evitar un leve temblor en todo su cuerpo, y al tratar de pasar saliva se percató del nudo en la garganta.

—¡No jodas, deja el drama! —se dijo en voz alta.

***

Siento que el tiempo se suspende mientras escribo esto, viendo su cuerpo tendido, con esa expresión que jamás había tenido en el rostro.

—¿Cuántos años tiene encima? —le pregunté hace unas horas, cuando me pedía sin pronunciar palabra, con sus dientes sujetando un poco la piel de mi cuello, que la dejara perforarla. Me contestó apenas separando la boca para poder hablar.

—Los suficientes para saber que hace mucho burlé las leyes naturales y que no quiero que mi muerte sea decisión de ningún dios.

***

La ironía de la vida la hizo alejarse del lugar en busca de un bar, estaba ausente, caminando entre los pocos locales que seguían abiertos a pesar del toque de queda: su vida pasaba en espiral y nada mejor para calmar su “añoranza” de desgracia que retornar a sus raíces. Se deslizó como un espectro por calles olvidadas; sentía un llamado, se acercaba a su objetivo y percibía que éste le esperaba desde hacía un buen tiempo. Deleitándose con la idea del fin, abrió la puerta: el ambiente bohemio entumeció sus sentidos, mas ella despertó los de los allí presentes. Al momento se dio cuenta de que su organismo clamaba por alcohol.

***

Los ideales no huelen a carne, son secos como una caja de cartón, no palpitan y seducen de forma forzada porque no son bellos, no emanan feromonas, ni siquiera poseen una textura. Los ideales están más muertos que la muerte por el hecho de que nunca han existido, son puro invento humano. Después de todo me pregunto qué es más fuerte, a qué obedecemos, a qué seguimos, qué guía realmente el rumbo de nuestra vida, ¿el deseo?, ¿el instinto?, ¿la razón?

Esta historia, que sigue transcurriendo aunque ella esté muerta, no es una historia de amor, es una historia de la razón, un campo mucho más amplio que el amor, inclusive el amor puede estar incluido dentro de la razón. Esta historia es sobre el reino de la razón derrocado por el animal insaciable que desea y sigue sus instintos. La razón no se da cuenta de su derrota, sigue obnubilada en su trono; el animal no se percata de que se impone y arrasa, sólo intenta atrapar la presa que se le ha escapado.

***

Se percató de su presencia al instante, su aura reptaba esquivando los cuerpos, el sonido de la música, las risas y las voces entusiastas, medio ebrias.

Su intuición le había descrito a alguien totalmente distinto, mas al acercarse se dio cuenta que no había pensado en él como una posibilidad. Lo conocía de antes, pero su imagen comenzaba a ser borrosa. De no ser por su padre, político que durante la guerra se había empeñado en exterminarla, jamás se hubiera fijado en él, que era su pequeño artefacto manipulable. Los imaginaba muertos o peor aún, en una mansión en algún lugar de Europa, pero ¿hallarlo allí? ¿En plena decadencia de país? ¡Jamás! “¡Mierda, eres tú, desgraciado!”, pensó. El hecho de que fuera él quien contenía el elixir, la contrariaba.

Anduvo a paso sereno, se sentó en la barra y esperó ser atendida, anhelando un buen vino tinto… Hacía esfuerzos tratando de disfrazar la trascendencia de aquella casualidad; pronto el impacto del encuentro desembocó en su típica costumbre de irse en una balsa, observando la marea de pensamientos que se movían inundándola, llevándola con ellos a lugares lejanos. Varios hombres se acercaron en distintos momentos, intentando ganar una pieza, esperando algo más. Ella sólo sonrió burlona, hiriendo su ego de machos al rechazarlos. Dejaron de insistir.

Estaban estratégicamente cerca, separados sólo por un hombre obeso que bailaba con una cerveza. Ambos aprovechaban sus vaivenes inconstantes para mirarse con cautela; él cautivado por su extraña e impávida belleza, ella determinando cómo abalanzarse sobre su objetivo.

Decidida se acercó, apretó su hombro y con voz cortés pero dominante, ordenó al cantinero:

—Un vino a cuenta del caballero.

Él no protestó, sólo asintió y pidió que fueran dos. Bebieron en silencio, la copa estaba a la mitad cuando la mujer por fin habló:

—Yo a usted lo conozco ¿sabe?

Zeus
Yenny Karonlains Alarcón

De pronto, frenamos en medio de la neblina.

—¡Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia! ¡BÁJENSE DEL BUS PERO YA!

Los pasajeros nos miramos, no teníamos miedo, a esas alturas del partido el miedo ya no existía, o tal vez no era una opción. No lo sé.

—¡A ver, que la revolución no da espera! —chilló el guerrillero que se había subido al bus para bajarnos. Lo miré feo—. ¡Y usted, qué espera!

Detallé al guerrillo que me gritaba, era un hombre chiquito que se creía grande por cargar un fusil. Se le reflejaba la muerte en las arrugas y el miedo en las piernas enjutas. Sin responder hice el gesto de amarrarme las botas y mientras él continuaba gritando por el bus, deslicé mi carné de la Universidad Nacional debajo del asiento y lo pegué con un chicle. Recibí el infaltable empujón y pronto me encontré en la carretera yerta junto con los demás.

—¡Papeles!

Al escuchar la orden todos alistamos los documentos. Mientras nos revolcaban las maletas y se comían las empanadas que traíamos de Venadillo, el comandante se paró frente a un muchachito de 17 años.

—Este ya está como maduro, ¿no? —dijo a la tropa. Nosotros no reímos, ellos sí–. Tome —el comandante le entregó un fusil al muchacho, que lo recibió confuso—. Le sienta bien.

Ellos rieron de nuevo mientras embutían nuestras cosas en sus maletas. La madre del chico dejó escapar una lágrima silenciosa mientras él miraba asustado a su nuevo “padre revolucionario”. Caminé sin tocar las hojas que se mezclaban con la tierra de la carretera, nadie me escuchó cuando llegué junto al comandante y le puse la mano en el hombro.

—No lo necesita —le dije lo más bajo que pude, él me miró. Sus ojos eran opacos y sombríos como los de todo mortal dormido.

El viento helado de esas montañas se escondió, el soplo del frío se apagó, el nevado de la carretera durmió y el tiempo se detuvo. Sólo un segundo necesité y luego de hacer lo necesario, regresé a mi lugar. Entonces todo giró de nuevo alrededor del mundo mortal.

—Terminamos; nos vamos —ordenó el comandante y le quitó el fusil de las manos al muchacho, que lo miró confundido mientras su madre sonreía.

—¿Y el recluta?

—¡Nos vamos! —gritó el comandante sin entender muy bien su propia orden.

Mientras ellos se alejaban por una trocha, nos subimos al bus y el conductor arrancó lo más rápido que pudo. Empezamos a revisar nuestras maletas, a mí me hacía falta un brasier y dos camisetas, pero era un precio bajo por la paz que iba a sentir cuando por fin llegara a mi pueblo natal, si es que sobrevivíamos a esa maldita carretera llena de neblina y desfiladeros. La verdad es que el camino hacia mi pueblo siempre había estado sembrado de peligros: guerrilla, militares, precipicios de los andes orientales, y por si fuera poco ese día la neblina se hacía densa, por lo que el bus “Rápido Tolima” en el que íbamos se movía cada vez más lento. No iba a soportar más, llevaba muchos años lejos de mi tierra natal como para retrasarme sólo por el clima. Invoqué una ráfaga de viento para disipar la neblina. Era un acto irresponsable, lo sabía, pero pensé que estaba muy lejos de Bogotá y era poco probable que alguien lo notara.

Le quité el chicle a mi carné de la Nacho, me arrellané en el puesto y dormité mientras recordaba mi pueblo. Santa Isabel es un lugar frío como el páramo que vigila, casi siempre en las tardes la neblina se desparrama por su suelo pintándole el rostro de blanco, y si en invierno uno se baña más de tres veces a la semana es suicidio. Tiene una sola calle principal y una plaza que es diminuta comparada con la iglesia. Esa iglesia siempre había sido hermosa, probablemente la copia en miniatura de alguna catedral gótica europea. La gente no había dejado que el ejército la usara de trinchera, y era lo único en el pueblo que conservaba el brillo de lo esplendoroso. Allí se celebraban liturgias de toda clase, desde la misa de domingo hasta suntuosos matrimonios, primeras comuniones y bautizos.

El último año que pasé completo en el pueblo, fue cuando hice tercero de primaria en la escuela en la que enseñaba mi abuelita. Allá me hice amiga de un niño de segundo que se llamaba Emiliano. Los dos éramos vecinos y muy curiosos, así que nos hicimos amigos de una manera muy especial. Quizá demasiado especial, demasiado extraña. Sentí a qué sabía mi corazón, porque se me atoró en la garganta. Yo iba a mi pueblo huyendo de la guerra que me acorralaba, ¿y si esa guerra estaba en Santa Isabel? Me quité la idea de la cabeza. Santa Isabel sólo tiene que soportar una guerra: la de los humanos.

Pensando en eso, no me di cuenta que ya estábamos en la entrada del pueblo y no faltaba mucho para la casa de mis abuelitos. Me alisté con rapidez, no quería que el bus me alejara de mi destino.

Mis abuelos salieron enseguida a mi encuentro. Mi tío llevó las maletas y me di cuenta que nada había cambiado en la casa, ni siquiera el gran reloj de madera ubicado sobre el comedor que daba campanazos a media noche. La verdad nunca entendí por qué mis abuelitos no se despertaban con las campanadas, ni por qué sólo tocaba en la noche y no a mediodía. Mi abuelita me tenía listas unas empanadas y mientras me las devoraba vi la casa de enfrente. Le habían vuelto a pintar la fachada y encima del taller de mecánica había un letrero que decía “El Mago”. Me asusté.

—¿Tiene muchas ganas de verlo?

Mi prima vivía con mis abuelos desde que la mamá la había abandonado, era como una hermana más y fue la que notó que yo miraba la casa de Emiliano.

—¿Tienen un taller? —pregunté con la boca llena de empanada.

—Sí, desde principios del año pasado.

—El Mago.

—Sí, por lo del papá ¿se acuerda?

Tragué. Claro que me acordaba. La empanada estaba deliciosa.

—Ahora a don Emiliano le dio por aprender a tocar el acordeón —mi prima hizo cara de preocupación—, si viera los conciertos que nos da por la mañanas.

Me reí con la boca llena. Mi abuelita ni siquiera soportaba el canto del gallo de la vecina y ahora tenía que aguantarse el concierto diario.

—Mírelo, ahí está.

Señaló con la boca hacia el taller, ahí estaba un muchacho que yo no reconocí por más que quise, cruzado de brazos en espera de un saludo mío. Supuse que yo no había cambiado mucho ya que al parecer él sí podía reconocerme.

—Está muy guapo, ¿no? —dijo mi prima con picardía.

No respondí, sólo dejé la empanada en la mesa y me paré dispuesta a ir a la casa de enfrente.

—EL CHOCOLATE SE LE ENFRÍA.

El grito premonitorio de mi abuelita me detuvo en seco, me devolví y una sonrisa socarrona se le pintó a mi prima.

—Y ahora, ¿qué va a hacer?

No le respondí porque estaba ocupada soplando mi chocolate, además no había ningún problema, entre Emiliano y yo las palabras siempre habían sobrado. Seguramente él esperaba lo mismo que yo: que llegara la noche para vernos en el mismo lugar donde nos habíamos conocido doce años atrás.

Era tal lo recordaba, con un sendero rodeado de flores que lo cruzaba por la mitad. Como siempre, la neblina cubría el suelo y las puntas de las cruces blancas se veían por todos lados. Los pequeños arbustos del fondo ahora eran grandes árboles y en la derecha no había pared sino una cerca de alambre para que los burros no se entraran. Al frente sobre la fachada, una imagen tallada de María consolaba almas en el purgatorio. El cementerio de mi pueblo era bonito y además estaba intacto, yo solía pasear en ese lugar cuando niña. Me escapaba a escondidas, y para evitar que me vieran caminaba sobre los techos de las casas hasta llegar allá.

Una noche estaba en la cúpula negra que se elevaba unos metros sobre el suelo cuando escuché unos ruidos. Con curiosidad me asomé a mirar y vi a un niño rezando frente a uno de los osarios.

—Hola —dije interrumpiéndole la retahíla divina.

Levantó el rostro y me miró unos cuantos segundos antes de salir como alma que lleva el diablo.
Al otro día mi abuelita me obligó a ir a misa y ahí estaba yo, sentada en primera fila con mi primoroso y molesto vestidito blanco, cuando vi entrar al mismo niño de la noche anterior. Era acólito. No necesitamos decirnos nada, desde ese día entre nosotros las palabras sobraron. Al terminar la misa lo esperé afuera para encontrarnos “casualmente”.

Ahora era él el que me esperaba a mí en esa cúpula negra que tantos secretos nos había escuchado.

—Hola —dije sin más.

Su cabello negro y lacio se agitó cuando volteó a mirarme.

—¿Cómo has estado, qué tal el viaje? —me preguntó ansioso.

—Perfecto, como todo lo mío.

—Modestia aparte, ¿no?

Por toda respuesta me encogí de hombros como una mujer de la gran ciudad. Él sonrió un poco al reconocerse como un muchacho pueblerino.

—Nunca has sido muy humilde.

Me quedé mirando hacia las luces del campamento de alta montaña del ejército. En silencio, ambos pensábamos en lo mismo.

Ese día después de la misa, él me vio con ese vestidito y el rosario en la mano y creyó que yo era una fiel católica. Me saludó con alegría y luego me preguntó qué iba a hacer. “Rezar en la casa de don Ariel.” Miré el rosario en mi mano, para mí no había cosa más aburrida que tener que irme los domingos a rezar a las casas donde supuestamente llegaban las brujas, sobre todo porque yo sabía que esas mentadas brujas no existían.

—Y usted, ¿qué va a hacer? —dije tratando de olvidarme de mi tortuoso futuro próximo.

—Tengo que ordenar las cosas para la misa de doce. Si quiere, luego la acompaño en el rosario donde don Ariel.

—NO —hablé tan enérgicamente que él se sobresaltó—, no me gusta que nadie me acompañe.

—¿Por qué?

Me puse un poco roja, lo que combinaba con el maldito vestidito.

—Tendría que compartir —le dije apenada.

Él me miró y se rió de mí, no necesitó nada más para entender que yo no era católica de corazón sino más bien de estómago. Es que en el pueblo se acostumbraba dar comida a los que rezaban los rosarios. Ese era mi único consuelo.

—De todas maneras que le vaya bien espantando esas brujas que caminan sobre los tejados para llegar al cementerio.

Esta vez fui yo la que reí, entendí por qué a veces me tocaba rezar rosarios en casas por las que yo no caminaba. Él sabía llegar de la misma manera al mismo lugar.

—Aquí está —la mano de mi abuelita me separó de él y me volteó hacia una de las profesoras de la escuela—. Esta es mi nieta.

La profesora se agachó y al verme con el rosario cometió el mismo error de Emiliano.

—¡Pero qué bello angelito!

Alabó a mi abuelita como si ella hubiera sido mi creadora y siguieron hablando en las alturas de los adultos. Emiliano se acercó con una cautela que yo no entendí.

—Los ángeles que caminan sobre la Tierra son ángeles caídos —me explicó antes de irse a la sacristía.

Esa frase me enseñó a amar mi vestidito blanco y a reconciliarme con el rosario de la abuela.

—¿Sigues sin ser creyente? —me preguntó mirando también hacia el campamento.

—Yo siempre he creído en Dios, en lo que no creo es en tu iglesia.

—No es mi iglesia —me replicó llegando a mi lado—, una mujer inteligente como tú debería saber que hay más cosas entre el cielo y la Tierra de las que podemos ver.

Me asusté, ¿sabía la verdad? No, era poco probable.

—Te lo repito, yo creo pero me niego a creer en Jehová, Dios de los ejércitos.

Lo miré directo a los ojos, por alguna razón recordé una vieja ronda infantil que cantábamos, él empezó a tararearla.

—Mi abuelita nunca me prohibió jugar contigo.

Dejó de tatarear para recordar.

—Sí, pero tampoco le gustaba que estuvieras conmigo.

Era verdad, mi abuelita nunca me había prohibido la amistad con Emiliano pero trataba de que yo no me viera con él. Me inscribía a cuanto curso y taller dictaban en el pueblo para mantenerme ocupada, pero “misteriosamente” la mamá de él lo metía en los mismos cursos y talleres. Así que terminamos estando juntos siempre, para arriba y para abajo.

La gente decía que si Emiliano no se ordenaba como sacerdote yo sería la mejor esposa que podría conseguir. Creo que eso era lo que más le molestaba a mi abuelita y también creo que esa fue la verdadera razón por la que fui enviada a Bogotá cuando mis curvas empezaron a pronunciarse.

Él y yo estábamos muy cerca, podía sentir su aliento de sábila. A pesar de la creencia general nunca habíamos tenido nada más que una amistad. Le acaricié el cabello liso, un cabello precioso, casi divino. Se me hizo un nudo en la garganta al recordar lo que había encontrado en Bogotá, lo que estaba tratando de dejar atrás. Quería hablar con él, contarle toda la mierda que inunda este mundo, enseñarle a protegerse, cuidarlo… Pero no podía, no sin antes romper su fe de católico. Un resplandor brilló en la zona de los mausoleos, un brillo mortecino y verdoso que daba asco y que distrajo mi mirada, alejándola de los cabellos de Emiliano.

—¿Qué es eso? —me pregunté, llamando la atención de él sobre el fenómeno—. ¡Vamos a ver! —ordené mientras lo cogía de la mano y lo obligaba a ponerse de pie.

En el piso de un mausoleo y en medio de la neblina, brillaba una extraña sustancia verde a la luz de la luna menguante; parecía señalar un camino. El cementerio estaba un poco hundido del lado derecho y las todas las cruces estaban hechas añicos. Agarrados uno del otro seguimos el sendero marcado, el frío se estaba haciendo insoportable hasta que por fin llegamos a otro mausoleo cuyos barrotes estaban corroídos por algún ácido verdoso. Nuestra intuición nos decía que dejáramos las cosas así, pero como a buenos adolescentes nos ganó la curiosidad frente al sentido común y entramos al sepulcro. En el centro había un gran agujero hecho de adentro hacia fuera, que dejaba al descubierto dos ataúdes con su mortuorio contenido. Caminamos con cuidado por el borde hasta llegar a la lápida y mi amigo se agachó para retirar la tierra que cubría el nombre. Fue entonces que la neblina me impidió ver el camino, di un paso en falso, perdí el equilibrio y caí dentro del hueco. Por fortuna mi golpe fue amortiguado por la tierra.

—¿Estas bien? —me gritó asustado desde arriba.

—Sí —contesté mientras me sacudía la tierra y miraba alrededor.

—Espera un poco, voy por una cuerda para sacarte.

—Ay no, no me vas a dejar sola en esta tumba.

—Y entonces, ¿cómo le hago para sacarte?

Torcí la boca.

—Muy bien, pero ve rápido.

Vi cómo una sombra se deslizaba en medio de la neblina hacia la puerta. Al quedarme sola sentí miedo y cerré los ojos. Creí ver fantasmales figuras que alargaban sus dedos esqueléticos hacia mi. Abrí los ojos, era mejor ver aunque fuera en la oscuridad y en una tumba. Ahí no hacia frío ni había neblina, si uno enfocaba bien podía distinguir dos ataúdes, uno de ellos roto. A pesar del grotesco espectáculo no tenía asco, al contrario, sentía una macabra curiosidad que me incitaba a ver qué había dentro. Guiada por aquel oscuro sentimiento fui hacia el féretro, dentro estaban los restos putrefactos de un hombre: sus huesos aún conservaban carne podrida y algunos pedazos de tela, todo estaba cubierto de gusanos, aún las manos cortadas y el cuello sin cabeza.

Impactada me agaché sobre el ataúd, por alguna razón me encontraba presa de una extraña mezcla de miedo y emoción, quería tocar los restos y estiré la mano derecha con mucho cuidado, los dedos ya casi rozaban el asqueroso cadáver cuando empecé a escuchar algo: primero suave pero constante, luego fue aumentando. Algo latía con fuerza y precisión. Me acerqué al otro ataúd que aun se encontraba sellado, el sonido era persistente, taladrante; así debía sentir mi abuelita los conciertos de acordeón de don Emiliano: espeluznantes. Quise levantar la tapa y haciendo acopio de todas mis paupérrimas fuerzas lo hice. Sin esperar miré adentro del ataúd y casi me orino del susto. El cuerpo sin corromper de una mujer llenaba por completo el féretro, estaba tan rozagante y viva que parecía que era su propio corazón el que latía, es más, era su corazón el que latía.

Quedé helada, seguramente esa mujer era… no, ella no podía ser eso o su corazón no latiría, era una pobre desafortunada que había sido enterrada viva y cuyos brazos cruzados sobre el pecho vibraban, latían junto con su corazón. ¡Claro! Una idea muy sensata si no fuera porque la muerta en cuestión me estaba mirando. Yo no podía moverme, tenía miedo, un miedo insondable como no había sentido en años; ella tenía agarrado un libro, el latido era cada vez más fuerte, persistente. Sin saber bien lo que hacia me agaché para coger el libro. El latir, ese odioso ruido penetraba en mi carne, erizaba mi piel. Ella tenía bien cogido el libro, lo halé fuerte, fuerte el latido que me hacía halar, fuerte el corazón que me decía que me lo llevara, fuertes ojos de muerte que me incitaban. Fuerte halé, imprimí tanta fuerza en el jalón que le arranque los brazos a la mujer que me miraba.

El persistente latido cesó su canción sibilina.

—¿Donde estas? —era la voz de Emiliano que me devolvía a la realidad.

Me lanzó una cuerda. Apreté el libro y subí con su ayuda. Él pareció horrorizarse con la idea de que hubiera sacado un libro de la tumba. Le rapé una linterna que traía en la mano e iluminé el libro, me quede sin aliento al leer el titulo.

—¿Qué sucede? —preguntó preocupado al ver lo pálida que me puse.

—Es el Necronomicón, un libro de magia negra tan poderosa que sólo leerlo en voz alta podría provocar la destrucción del mundo conocido.

Instintivamente se echó la bendición y al hacerlo el latido empezó de nuevo, esta vez el libro se movía periódicamente conjugando sus movimientos con el sonido. Latía, el libro estaba latiendo, Emiliano me miró asustado y apreté el Necronomicón contra mi pecho en un desesperado intento por apagar el ruido. Entonces escuchamos el más horrendo grito de dolor humano. Sin siquiera hablarnos, salimos corriendo hacia el lugar de donde había llegado el grito, todo el camino estaba cubierto de esa asquerosa sustancia verdosa que se pegaba a nuestros zapatos y que desapareció cuando llegamos frente a la casa de Sara, vecina de mi abuelita. Nos quedamos parados, uno al lado del otro tiritando de frío y mirando hacia la casa. Había un olor nauseabundo, a cerdo quemado. Levanté la mirada, el cielo estaba vacío, ni una estrella asomaba en la negrura de la noche y la luna estaba de un color amarillo.

—El solsticio —murmuré. Luego le hablé mirándolo a los ojos—. Hay algo dentro de la casa de Sara.

No me reprochó, de seguro él también había sentido la presencia.

—¿Qué hace aquí? —pregunté más para mi misma que para Emiliano.

—Está buscando el libro.

La seguridad con la que me respondió me asustó. Ahí estaba de nuevo eso que me estremecía, que me alejaba de él.

—¿Cómo lo sabes?

Siguió sintiendo la macabra presencia en la casa de Sara.

—Tú no alcanzaste a leer porque te caíste pero yo si, el nombre familiar en el mausoleo era el de Sara.

Ahora entendía, estaban buscando el Necronomicón y por alguna loca razón el libro había terminado en mi pueblo. Santa Isabel no me libraría de la guerra de la que yo huía.

—No podemos darles el libro.

La neblina a nuestros pies se hacia más densa, el frío más insoportable. El reloj místico de mi abuelita dio sus doce campanadas.

—Tú entiendes algo que yo no, ¿verdad?

Él me estaba mirando fijamente, sus ojos brillaban.

—Tengo que explicártelo luego.

—Entonces vamos.

—¿A dónde?

—Al único lugar seguro de este pueblo.

Sin esperarme salió corriendo calle arriba. Al quedar sola me estremecí, la imagen de Sara descuartizada me vino a la mente, William su hijo estaba tirado en la sala con la garganta abierta de lado a lado y en el último rincón de la casa la otra hija, Ivón, suplicaba clemencia. Cerré los ojos para calmarme, ahora ya no podía hacer nada más que alejar el Necronomicón de ellos. Salí corriendo detrás de Emiliano por la calle que conducía al centro del pueblo, las calzadas de Santa Isabel son muy empinadas y no estaba en la mejor forma física así que con tremendo esfuerzo y gran ruido alcancé a mi amigo. Alguien se hubiera asomado pero nada vivía en ese pueblo a esas alturas de la noche. Por fin nos detuvimos en la plaza del pueblo.

—Ahí —señaló con gran entusiasmo la iglesia—, ahí nos esconderemos.

Me crucé de brazos y empecé a hablar.

—Mmm, la iglesia es un buen lugar para esconderse, ¿pero y qué? ¿Cómo entramos? ¿Tienes un cable de titanio escondido en el cinturón para incrustarlo en la pared, escalamos y luego desde el campanario damos un triple salto mortal para caer en el atrio?

Él ni siquiera se dignó mirarme, siguió caminando mientras hablaba.

—Pues si quieres haz eso, no me opongo. Pero lo que soy yo, entro por la puerta.

Sacó unas llaves y se dirigió a la sacristía.

—¡Ah! —exclamé sin más. Algo como eso deja sin sarcasmo a cualquiera.

Sonó un campanazo.

—Es imposible —dije—, cuando estábamos en la casa era la medianoche y eso no hace ni veinte minutos—. Emiliano miró su reloj de pulso.

—Pues es la una de la mañana, ¿no ha pasado ya el tal sortilegio ese?

—Solsticio —corregí mirando al cielo—. Creo que no ha terminado, la luna sigue anaranjada.

Para ese momento ya habíamos entrado en la iglesia y estábamos en el atrio.

—Bueno, ahora sí cuéntamelo todo.

Se sentó en las escaleras y puse el libro a sus pies, caminé en medio de la iglesia y mis pasos resonaron por el lugar mientras contemplaba las santas imágenes.

—No estoy segura, pero creo que nos está persiguiendo Ismash-Mo, el sumo sacerdote de Gathanothoa, un oscuro diablo-dios al cual se le rendía culto en una tierra más antigua que la Atlántida, llamada Mu —parecía que me creía, como si entendiera más allá de mis palabras—. Según una leyenda Gathanothoa le otorgó grandes poderes, entre ellos la inmortalidad.

—Quieres decir que ese tal Moc…, ¿nos perseguirá para siempre?

—No, bueno eso creo, sus poderes sólo sirven cuando se le rinde culto a su dios, necesita energía que obtiene de la adoración humana, pero para crear un culto primero necesita despertar a su señor que se encuentra atado a las aguas abismales que surcan el infierno.

—¿Viste? Sí crees.

Le sonreí indulgentemente, no era tan astuto como él mismo se creía.

—No, no es el infierno católico, es el infierno de los dioses.

—¿¡Dioses!?

—Lo siento chico, pero en este mundo no hay un dios único —me senté en las escaleras junto al Necronomicón—. Existe un autor muy esotérico que era un gran iniciado en las ciencias ocultas, un hombre…

—Un brujo —me interrumpió.

—Claro que no, un hombre de sabios poderes e inteligencia mística llamado Lovecraft. Él escribió unos tratados de magia de los cuales yo aprendí.

—Ajá, y eso te convirtió en bruja.

—¡No soy bruja! —chillé defendiéndome—, soy una iniciada.

—Sí —me acercó la cara muy cerquitica— y yo tengo el poder para exorcizarte.

Me paré quitándome su molesta y preciosa cara del frente.

—¡No necesito un exorcismo!

Se sentó en mi puesto y cogió el libro.

—Como quieras, sígueme contando de ese mocachino.

Se corrió cediéndome el pedazo de escalera, siempre había sido caballeroso y no tenía intención de dejarme de pie.

—Pues verás, Gathanothoa era un diablo-dios dejado aquí por visitantes de otros planetas, se decía que nadie podía ver al diablo-dios, ni siquiera una imagen de él ya que quedaría convertido en piedra, pero su mente seguiría viva, atrapada en la estatua, conciente a través del tiempo, sufriendo todos los horrores de su encarcelamiento. Un sacerdote de otro dios escribió un hechizo con el que se libraría de los maleficios de Gathanothoa, pero por envidias el escrito fue robado y se perdió a través del tiempo. Cuando los mares sumergieron a la tierra de Mu, el pergamino fue pasando de civilización en civilización hasta que los primeros egipcios lo escribieron en el Necronomicón.

—Pero si el escrito es de esa tierra y recopilada por egipcios, ¿por qué esas letras nos son jeroglíficos?

—Muy fácil. El Necronomicón al principio era una compilación de hechizos sin mucho valor, pero después varios seres malignos colocaron en él escrituras muy poderosas y restringidas para los mortales, así que el libro en un principio es egipcio, después se pierde en varios lugares. Dentro hay varios idiomas escritos, no se cuantos ni cuales pero supongo que muchos. El libro fue sellado, la portada se supone que está escrita en sánscrito, un idioma muy antiguo, sólo alguien que pueda leer correctamente la portada puede abrir el libro.

—¿Tú sabes leer el sánscrito?

—No tengo ni idea de eso.

En ese momento un resplandor llenó la iglesia seguido de un ensordecedor trueno, se desató una furiosa tormenta.

—Típico —opiné mientras me sentaba otra vez, me le arrunché a Emiliano, estaba haciendo mucho frío, ese frío penetrante que precede al mortecino amanecer.

—Siempre pasa en las películas de terror, llueve —anotó él distraídamente.

—El poder es muy tentador… —dije mientras tenía la mirada fija en el libro.

—Hay que rechazar la tentación —terminó tajante.

Me sentí un poco avergonzada, traté de decir algo pero unos golpes en la puerta nos sorprendieron, ambos saltamos del susto mientras apretaba el libro contra mi pecho.

—¿Quien será? —preguntó Emiliano.

—No lo sé, pero no creo que Ismash-Mo toque la puerta.

—Tienes razón, talvez sea un viajero.

—¿Abrimos…?

Emiliano se encogió de hombros. Se dirigió a la puerta y mientras tanto me puse de pie, desde el atrio pude ver como un hombre totalmente emparamado de pies a cabeza entraba; parecía normal con jeans azules, de tez blanca con facciones muy finas. Habló un poco con mi amigo y luego siguió caminando por el centro hacia mí, mientras Emiliano cerraba la pesada puerta de madera. Sonrió y con voz dulce me saludó.

—Hola, soy Judas de la vereda de la Rica. Perdí el bus de cinco así que me quede atrapado en el pueblo —se puso enfrente de mí, tembló—. Esta haciendo mucho frío afuera —miró el libro—. ¿Qué es eso?

—Un libro.

—Se ve raro, ¿me lo dejas ver?

No vi ningún problema en dejarlo curiosear un poco. Era muy guapo.

—Oiga —Emiliano interrumpió antes que tocara el Necronomicón—. ¿Cómo llegó al pueblo? Afuera no hay carro ni caballo, y en la madrugada de Santa Isabel hace mucho frío como para ponerse a caminar.

—Pues… —Judas se quedó pensativo, enseguida empecé a retroceder— Vaya un pequeño detalle.
Sus ojos se volvieron de un azul muy claro y una fuerte ráfaga de viento atravesó la iglesia, Emiliano salió despedido y fue a estrellarse contra una pared. Judas volteo hacia mí y un relámpago iluminó todo el lugar.

—Ismash-Mo —afirmé totalmente sorprendida.

Metió las manos en los bolsillos de su Jean y empezó a caminar hacia mí.

—¿Me creías diferente?

Me crucé de brazos, burlona.

—Pues la verdad, para ser sacerdote de Gathanothoa, deja mucho que desear.

—No blasfemes, pequeña.

Por puro instinto salté a un lado mientras se levantaba una ráfaga de viento hacía mi, el suelo quedó hecho añicos. Sin perder tiempo corrí hacia la puerta que había a un lado del atrio y cuando ya estaba a punto de llegar, él apareció frente a mí con una sonrisa irónica dibujada en el rostro. Alzó su mano mientras yo retrocedía, tropecé con mis propios pies y caí. Él quedó de pie sonriendo frente a mí.

—Entrégame el Necronomicón y te daré poder, a ti y a tu amigo. Poder como jamás han soñado.

—¡No! —le grité histérica.

—¿Te atreves a desafiarme, pequeña?

—¡No le daré el libro!

Giró la mano en el aire y una maléfica luz azulosa se dirigió hacia mí, apretujé aún más el libro y el golpe pasó a través de mí sin siquiera tocarme. Me incorporé con aire de triunfo.

—Entiendo, no puede tomar las pertenencias de los humanos.

Ismash-Mo frunció el ceño.

—No, no puedo tener el Necronomicón a menos que un humano me lo entregue por su propia cuenta. Cuando tenga el libro Gathanothoa, mi dios, resucitará y con él mi grandioso poder. Así que dámelo y te doy mi palabra de que tendrás mi protección, tú y tu familia.

Lo miré desafiante y salí corriendo en medio de las sillas hacia la puerta que Emiliano no había tenido tiempo suficiente de cerrar. Un nuevo relámpago iluminó la iglesia mientras las puertas se cerraron, volteé a ver a Ismash-Mo que estaba en medio del atrio. La tormenta arremetió más fuerte y un rayo iluminó su imagen blasfema, acto seguido un trueno resonó como si fuera una irónica carcajada universal.

—Tu dios es muy débil —empezó a bajar del atrio—, jamás derrotará al mío.

—No es mi dios.

—El tuyo talvez no —desapareció y su voz resonó al lado de Emiliano—, pero el de él sí.

En un segundo comprendí, no era el libro el que me protegía sino mi falta de fe, si no tenía dios un sacerdote divino como Ismash-Mo no podía tocarme.

—No puedo hacerte daño pero, a él sí.

La misma ráfaga azulosa se pintó en sus manos.

—¡No! —grité—, no le haga nada, le daré el libro, no lo toque.

Bajó las manos y empecé a acercarme lentamente, tuve un pensamiento que no me atreví a pensar. Él podía leer mi mente, pero la unión entre mi amigo y yo era más fuerte.

—No —le dije a Ismash-Mo—, no le daré el Necronomicón.

Sin decir nada convocó su poder de nuevo y lo descargó sobre el cuerpo de mi amigo, en cuestión de segundos le lancé el libro a Emiliano por el piso, lo tomó entre sus brazos y el poder rebotó contra un escudo invisible. Como lo supuse, Emiliano creía en mí y su fe era lo suficientemente fuerte para protegerlo, pero ese poder de protección sólo se activaba si portaba el Necronomicón. Ismash-Mo me miró furioso y el destello azul nuevamente apareció en su mano, Emiliano se levantó y por mero instinto saltó hacia mí. Lo empujé antes de que pudiera tocarme, mientras tanto el sacerdote lanzaba su poder. Como antes, el golpe de Ismash-Mo pasó a través mío sin tocarme, Emiliano me miró confundido.

—No te puede tocar.

—Ella no tiene un dios al cual servir. En cambio tu sí.

Algo en Emiliano se quebró, abrazó el Necronomicón cayendo de rodillas en el suelo y no quiso levantarse. Mi amigo titubeó en su fe e Ismash-Mo lo notó, caminó hacia él pero entonces yo corrí para llegar antes.

—Mírame Emiliano —lo cogí por el cuello de la camisa—, este no es momento para perder tu fe.
Él levantó el rostro, sus ojos se estaban nublando, se estaba yendo. El Necronomicón se lo llevaba.

—Escúchame, ¡escúchame! —mi voz resonó por la iglesia, estaba tratando de hablar más fuerte que la tormenta—. Emiliano, tu dios existe, existen otros pero el tuyo es muy importante —él estaba tirado, sin fuerzas. Su mismo ser se estaba perdiendo en el infierno de los dioses—. Jehová es el que manda —dije desesperada, entonces él me miró y yo tuve esperanza.

—Mientes —me acusó con el aliento que le quedaba, cayó al suelo sin soltar el libro y yo lo sostuve en mis brazos.

—Qué pena —Ismash-Mo estaba parado frente a nosotros—, creo que el pequeño ya no puede defenderse. No sin su fe. Ya sabemos quién va a morir.

Miré a mi amigo en mis brazos, su brillo se había apagado, su fe se había ido.

—Emiliano, Emiliano —le susurré al oído— tu dios existe, es el dios más importante del panteón.

Él aferró aun más el Necronomicón, Ismash-Mo estaba demorando su poder, disfrutaba el momento como sólo sabe hacerlo un inmortal. Emiliano me miró con sus nuevos ojos de mortal dormido.

—Sabes que mientes —me dijo sonriéndome.

El brillo en la mano de Ismash-mo empezó a concentrarse, quedaba poco tiempo. Entonces decidí que para que Emiliano volviera a creer yo debía creer con él.

—Dios es el más grande.

Una chispa que se había apagado siglos atrás revivió. Un fulgor relampagueante que quemó mi poder de hechicera.

—¿En verdad lo crees? —sus ojos despertaron y los míos durmieron.

—Claro que sí.

El azul de Ismash-mo empezó a rodearnos, había un escudo invisible que protegía a Emiliano pero yo sentí como el dios del sacerdote me quemaba, sentí la respiración agitada de mi amigo al ver lo que sucedía. El resplandor se iba haciendo más grande, más envolvente, el calor era el calor del infierno, era mi castigo por no servir a Jehová como manda la iglesia. Sentí latir mi propio corazón al arrepentirme de todos mis pecados. Renegué del poder maldito de hechicera que me había marcado como una maldita de mi Señor. El calor derritió mi piel y mis músculos. Mis entrañas se retorcieron por el dolor pero cualquier cosa que hiciera ese hombre no iba a ser nada comparada con la gloria de mi Dios. Mi piel cayó y mi sangre hirvió. No me importó, me agité, el dolor, el dolor incesante… No me afectaba morir, ahora estaba en la gracia del Señor y si Dios está conmigo, ¿quién contra mí?...

—Señorita, señorita ya llegamos.

Abrí los ojos, estaba en el parqueadero del Rápido Tolima.

—¿Esta bien? —me preguntó el ayudante que me había despertado.

—Sí, sí, sólo un poco adormecida.

—Ya nos bajamos —gritó el conductor desde adelante.

Me levanté y un libro cayó de mi regazo, lo recogí, era “Los mitos de Cthulhu” de Howard P. Lovecraft. Al parecer leer tantas bobadas me estaba enloqueciendo. Sonreí mientras me bajaba del bus, me había dormido después del retén, qué vergüenza. Recogí mis maletas y empecé a bajar por la avenida principal del pueblo, todo el mundo me miraba, el paradero estaba al otro lado de la casa de mi abuelita, así que me veía como una tonta arrastrando dos maletotas en medio de las calles. Después de un gran esfuerzo llegué a la esquina de mi cuadra. Era tal como recordaba: la tienda de la esquina donde vendían las arepas más ricas que había probado en la vida y la biblioteca de cien volúmenes al otro lado. Dejé un momento las maletas en el piso para tomar un respiro antes de bajar la última calle empinada.

Me senté en una acera a sobarme una mano cuando vi como toda la gente corría desesperada y las puertas siempre abiertas de las casas se cerraban de golpe. Pensé que estaba soñando otra vez, así que muy oronda me dediqué a mirar mientras la gente corría pueblo arriba. Nadie parecía determinarme, mirando divisé a unos encapuchados por los lados del cementerio, supe quienes eran y se me enfrió el corazón, me asusté de verdad. No supe qué hacer. Mi casa aún estaba lejos, pero creí que lo mejor era correr hacia allá y dejar las maletas tiradas, me levanté e iba cuesta abajo cuando un chico me tomó del brazo y de un jalón me obligó a cambiar de rumbo hacia arriba. No dije nada, él era igual que en mi sueño. Seguimos corriendo y llegamos a la calle próxima a la plaza.

—Doris, Doris, espere —gritó él alterado.

Me metió a la fuerza a un almacén que se llamaba Dori'sport, y allí seguimos corriendo hasta el baño, entramos y cerró con fuerza.

—¿Que demonios está pasando? —pregunté sin saludar.

—Es una toma guerrillera.

Bajó la tapa de la taza del baño y se sentó. Acaricie su cabello negro.

—¿Cómo has estado?

—Como ves, corriendo.

Lo miré fijamente, en sus ojos había algo oscuro, algo negro pero no opaco. Presentí que algo en él había muerto hacia mucho tiempo.

—¿Qué tal el viaje? ¿Por qué bajabas desde allá?

—Me dormí.

Sonrió de medio lado.

—Despistada.

Los tiros empezaron a resonar, temblé de miedo y él se levantó y me abrazó.

—Tranquila —más ráfagas afuera—, pronto pasará.

Le devolví el abrazo y sin querer, sin saber por qué, empecé a llorar. Él me acarició el cabello en silencio sin soltarme mientras yo lloraba, empecé a sentir el miedo del pueblo, el clamor de los niños, el susto de los abuelos; sentí la suplica del suelo. Mi poder de hechicera no me abandonaba aunque yo así lo quisiera. Haciendo acopio de todas mis fuerzas pude apagar el murmullo del mundo dolido y por fin logré calmarme, con suavidad me separé de él.

—¿A todas estas, por qué estamos en el baño? —pregunté mientras me secaba las lágrimas. De nuevo sonrió de medio lado.

—¿No lo has notado? Toda la casa es de madera excepto este cuarto. Estamos aquí porque si hay balas perdidas el cemento las puede detener, la madera no.

Miré a mí alrededor, lo último que se me hubiera ocurrido en una toma era meterme al baño. Pensé en mis abuelos, su casa también era de madera.

—Tienes razón. ¿Y qué se hace en medio de una toma guerrillera?

Él me miro fijamente, casi con desprecio. Yo sólo trataba de olvidar el murmullo del dolor pueblerino en mi mente.

—Nada, esperar a que se vayan y dejen los muertos.

Suspiré, esa no era la mejor situación para un hermoso reencuentro entre amigos. Me senté en la baranda que separaba la taza de la ducha, me apoye en un codo y me embebí mirando el pueblo a través de la pequeña ventana reflejada en el espejo. Menos mal que ese lugar era mi salvación, mi refugio. Él también estaba callado, sentado en la taza. Sin palabras. Las ráfagas afuera se escuchaban muy fuerte, no podía evitar temblar. Era una sensación horrible. Por las calles del pueblo corrían unas mujeres desesperadas.

—¿Por qué esas señoras están afuera? —pregunté inocentemente. De un salto se puso de pie y miró por la ventanita.

—Son las esposas de los policías —dijo asustado—. Tal vez la guerrilla las está persiguiendo.

—¿Por qué? Es cierto que todos los policías son unos hijos de puta, pero esas mujeres no tienen la culpa de tener tan malos gustos.

—La guerrilla a veces asesina o secuestra a las esposas con sus hijos para obligarlos a desertar de las fuerzas. Así diezman al enemigo.

No respondí, ¿cómo responder a eso? Se apoyó en el lavamanos y miró con atención. También me asomé por la ventana, las balas silbaban y el pueblo moría. Una de las mujeres estaba acurrucada en el andén sosteniendo un bebé que lloraba, lo tapaba y acunaba tratando de calmarlo.

—Vamos a ayudarlas —dijo enternecido.

—¿En medio de esta balacera?

Se volteó a mirarme, me miró con desprecio; con odio me atrevería a decir.

—Cobarde —soltó por fin mientras abría la puerta y salía.

Con la puerta abierta el ruido de las balas era más nítido, más tangible. Se escuchaban las voces de los combatientes.

—Oye no, espera —salí corriendo detrás de él sin escuchar el murmullo de la vidamuerte. Lo alcancé mientras bajaba las escaleras.

—¿Qué te pasa? ¿Te enloqueciste? ¿Se murieron tus papás? ¿Tienes un trauma o qué? No es manera de comportarte —le dije apenas lo alcancé.

—Cuando supe que venías pensé que me ibas a ayudar pero no, eres de ellos.

Me indigné.

—¡No me digas guerrillera! —grité.

Me agarró del antebrazo y me sacudió.

—No grites que nos pueden escuchar. Voy a ir y eso a ti no te importa —hizo una pausa y me observó fijamente, como tratando de encontrar algo—, y no te estoy diciendo guerrillera sino fenómeno.

Me soltó, abrió la puerta a la calle y sin más se fue yendo. Me quedé atónita, afuera las balas silbaban, mi corazón latía muy fuerte pero no tenía miedo, ya había aprendido a no temer las armas humanas. Salí detrás de él hasta alcanzarlo.

—Voy contigo, estás loco y necesitas de alguien cuerdo.

No dijo nada, sólo siguió mientras lo acompañaba, caminamos pegados a las paredes y lo más agachados posible, dimos un rodeo por detrás de la calle principal y nos quedamos en una cuneta. Las balas aún se escuchaban pero un poco más lejos.

—Los guerrilleros están ocupados con el cuartel que queda abajo, mientras tanto podemos ayudar a esconder a las señoras para que no las encuentren.

—¿Y qué pasa si nos pillan?

—Pues nada —se encogió de hombros—, nos matan y ya. En la toma pasada cogieron a dos esposas y tres niños, los reunieron con los policías que sobrevivieron y unos soldados que habían cogido por la carretera, los llevaron a la cancha de tejo y delante de todo el mundo los mataron. Fue una masacre y nadie hizo nada. En represaría el ejercito violó a las campesinas de la Yuca y mató a sus hijos, sólo porque los guerrilleros los habían obligado a darles comida. No voy a dejar que algo así vuelva a pasar, que se maten entre ellos vaya y venga, pero que no se metan con nosotros.

Lo miré, estaba llorando, nunca había escuchado eso. En los pueblos la guerra colombiana tenía un matiz diferente que en la gran capital.

—Tenemos que reunirlas y luego las llevamos a un lugar seguro.

—¿Y a qué lugar?

—La iglesia, la iglesia es buen lugar.

Me puse de pie.

—Oye, ¿qué tienes con las iglesias?

—¿De qué me hablas?

—De nada —me avergoncé de mi comentario.

—Voy por ellas —se levantó, pero yo lo tomé del brazo.

—Espera, voy yo. Me puedo camuflar mejor con ellas y tú me esperas en la iglesia con la puerta abierta. Cuando llegue voy a dar tres golpes.

Se fue agachado aunque ya las balas casi no silbaban. Corrí hacia las señoras que estaban en una cuneta de la calle próxima a la plaza. Las alcancé rápido y salté dentro la cuneta sin ningún agüero, se sorprendieron y una gritó.

—Shh, nos van a escuchar. No soy guerrillera soy del pueblo y las vengo a ayudar.

Me miraron desconfiadas.

—No es cierto. Conocemos a la gente del pueblo y usted no es de acá, usted nos viene a matar.
Una muchachita se largó a llorar y tres señoras daban claras muestras de que se habían orinado.
—No, estoy recién llegada. Soy la nieta de la profesora Ninfa, la de la escuela.

—Eso no es cierto, y ni crea que nos vamos a dejar matar tan fácilmente.

Acto seguido salió corriendo en medio de la calle, pero no había recorrido ni una cuadra cuando cayó acribillada. La muchachita gritó de nuevo y las señoras empezaron a llorar, el pequeño bebé se despertó y también se unió al coro de llantos. Miramos hacia el cielo, no se veía nada pero todas presentimos el avión fantasma del ejército que dispara sin discriminar.

—Tenemos que irnos o van a creer que somos guerrilleros atrincherados y nos matan.

Ninguna respondió, tenían miedo y no querían colaborar. Por un segundo la neblina que se desparramaba por el suelo pareció detenerse, luego todas estaban como aleladas y me miraban fijamente. “Vámonos”, les ordené. Me paré y ellas me imitaron, salí corriendo y todas me siguieron. No había sido tan difícil. Los tiros volvieron a escucharse con fuerza, al parecer la presencia del avión fantasma había recrudecido la lucha. El pueblo estaba desierto, las puertas cerradas y los alientos cortados. Las llevé hacia la iglesia y sin demora golpeé en la puerta de la sacristía, tres veces. No hubo respuesta. Golpeé otra vez y nada. Me estaba poniendo nerviosa. ¿Y si le había pasado algo? Las señoras se acurrucaron al lado mío, tenían miedo hasta de respirar. Golpee de nuevo, esta vez se escucharon pasos y la puerta se abrió. Todas entraron apretujadamente y yo fui la última, pero nos esperaba una sorpresa. La sacristía estaba llena de guerrillos, él estaba en un rincón arrodillado, con las manos en la nuca y un fusil apuntándole a la cabeza. Lo habían golpeado, tenía un ojo morado y la nariz rota, lloraba y me miró desesperado. Seguramente había estado rogando mentalmente que no pudiera llegar. Todas las mujeres gritaron histéricas, unas intentaron correr hacia la puerta pero las cogieron del pelo y las devolvieron. A mi me llevaron junto a él, me arrodillaron también y me hicieron levantar las manos. A las señoras las requisaron y luego las tiraron al centro de la sacristía. Las obligaron a callarse y los guerrilleros se pusieron a discutir en una esquina. Aprovechando el desorden le hablé a Emiliano.

—¿Qué pasó? —pregunté en voz baja.

—Me pillaron cuando estaba abriendo la puerta y me cogieron. Yo no les dije nada, pero ellos se pusieron a esperar a ver qué planeaba.

—Por eso se demoraron en abrir. No sabían quienes éramos —él hizo un gesto afirmativo con la cabeza—. Nos van a matar.

—No lo voy a permitir.

—¿Y qué piensas hacer? ¿Matarlos con una novedosísima súper técnica de artes marciales?

—No te burles. Además…

—Además nada, hoy nos morimos y punto.

Él me miro y agachó la cabeza.

—¿Sabes? No soy normal.

La genial confesión de mi amigo me sacó de quicio.

—Pues que novedad. No eres normal. ¿Es lo más inteligente que vas a decir?

—No me refiero a eso, es que yo… —dudó un momento— veo cosas.

—¿¡Qué!?

—Veo cosas, las personas no son normales, están como deformadas en la cara. Algunos tienen colmillos, otros brillan demasiado, otros vuelan, a veces veo seres pequeñitos que me guiñan el ojo, me estoy enloqueciendo. Sólo quiero morirme.

Me quede atónita, mi amigo me estaba confesando algo realmente doloroso.

—Acá también están. Fenómenos, todos son fenómenos.

Se me retorció el corazón, lo entendí, sabia qué era lo que él veía. Sabía qué era lo que había muerto en él. Con razón ya no reía completo.

—¿Tú me ves así?

Me miró, tenía los ojos aguados y no pudo hablar, sólo asintió con la cabeza.

—Lo que ves no son monstruos.

—¿Tú que sabes?

Miré alrededor, los guerrilleros seguían ocupados, tenia algo de tiempo.

—Emiliano, escúchame pero ante todo créeme. En este mundo hay muchas cosas, muchos seres que no son humanos, son a ellos los que ves.

Instintivamente bajó las manos, entonces sintió el fusil en su cabeza.

—Oigan ustedes, ¿qué murmuran? —nos interrumpió la guerrilla que nos habían dejado de custodia. Esta vez sin demora caminé por el umbral del infierno y el tiempo se quebró, todos demoraron sus latidos excepto Emiliano que me miraba sin entender.

—Soy una hechicera, mi misión es proteger a la humanidad. Mira, este mundo es muy viejo y aquí existía vida antes que la humanidad llegara. Esa vida ha mutado y junto con los humanos han creado muchas criaturas que se mueven bajo un velo de perdición. Emiliano, algunos seres humanos que no tienen nada que ver con todo esto nacen con un don especial para distinguir a estos mutantes. Las hechiceras los llamamos cazadores, son entrenados y aprenden a utilizar su poder para controlar las criaturas. ¿Entiendes ahora?

Él dijo algo pero el tiempo quebró mi voluntad demasiado a prisa como para poder escucharlo. Tuve que poner las manos en el suelo para no caerme.

—¿Es por lo que hiciste? —me preguntó en un susurró.

Asentí. “Y tú, ¿entendiste?”. Ahora fue él el que asintió.

—Hay algo más, para despertar tu verdadero poder no debes tener fe en ningún dios.
Bajó la cabeza alejándola del fusil.

—No hay problema con eso.

Bajo el atrio de una iglesia de pueblo alguien enterraba un cuerpo decapitado. El hombre que había sido asesinado a punta de machete aun llevaba su sotana de sacerdote pederasta.

—¿Qué hiciste? —pregunté asustada mientras Emiliano sonreía abiertamente.

Nos sobresaltamos, una de las guerrilleras nos gritó. No contestamos y sólo atinamos a mirarla fijamente. Un hombre se interpuso entre nosotros y ella.

—Vamos a matar a estas perras —dijo—. ¡Reúnanlas!

Emiliano intentó levantarse pero yo lo detuve.

—Espera —le dije en un susurro—, tengo que terminar.

—¿Esperar qué? ¿A que las maten?

Su voz me hizo ver las manos ensangrentadas de un muchacho acólito que expiaba su propia violación. Sacudí la cabeza.

—Tú tienes poder para ganarles a todos estos y sobrevivir, sólo tienes que despertar encontrándolo.

Empezaron a coger a las mujeres y los muchachos y llevarlos al centro.

—¿Encontrar qué?

El dolor del culo penetrado a la fuerza se desvanecía con la cabeza de un sacerdote que recorría libre el río Magdalena.

—Hay una razón por la cual eres cazador. Quieres a alguien lo suficiente para protegerlo ante todo, ante todos los seres que habitan el planeta. Eso es lo que tienes que encontrar para poder despertar tu poder, tienes que saber quien es ese amor tan grande que te dio un poder especial.
Me miró confundido, los guerrillos ya tenían a todas las mujeres en el centro.

—Vamos a matarlas —dijo uno de ellos—, pa' que todas aprendan a no tener hijueputas.

Bajaron los fusiles hacia ellas y levanté una mano, unas ráfagas se escucharon pero un viento muy fuerte desvió las balas hacia la pared. Le di un beso en la frente a Emiliano y me levanté.

—Espero que puedas despertar —le animé telepáticamente.

Todos los guerrilleros voltearon a verme y sin mediar palabra provoqué una ráfaga de viento que los dispersó y dejo inconscientes. Sólo uno se quedó quieto, sin moverse un ápice, mirándome. Sonrió y me dejó entrever sus largos y mortíferos colmillos.

—No esperaba encontrar a una de ustedes aquí, en este páramo tan helado. Esto sí que es nuevo.

—En cambio yo no me sorprendo de ustedes, siempre andan metidos en todo. Ahora hasta son guerrilleros…

Él arrojó el fusil lejos, sabía que las armas humanas son juguetes entre nosotros.

—¿Así que vamos a jugar, hechicera? Me parece bien, el que gane se queda con la vida de estas mujercitas —señaló a las señoras que estaban calladas y atónitas mirándonos—, y por supuesto, con el pequeño cazador dormido detrás de ti.

Emiliano se levantó y se puso a mi lado, dispuesto a encararlo.

—Bueno, dos contra uno —hizo un exagerado gesto de alarma—, que injusto.

Hablé con mi amigo sin quitarle el ojo de encima a mi enemigo.

—Saca a las señoras de aquí, esto se va a poner feo. Ellas están hechizadas por la presencia de él, irradia un aura que encanta a los seres humanos y los deja sin voluntad.

—No me voy sin ti —fue lo único que dijo.

—No seas tonto, tu poder está dormido, por ahora no puedes hacer nada.

Emiliano caminó hacia las mujeres y a la que tenía el bebe la tomó por el brazo. Sin que me diera cuenta el hombre aquel cogió al cazador por la cintura y lo estrelló contra una columna, reaccioné a tiempo para crear un colchón de aire que lo protegió. En respuesta lancé una ráfaga de viento mientras Emiliano caía al piso, el otro arqueó una ceja y me esquivó fácilmente. Me alcanzó con un gran puñetazo en el estomago, quedé doblada en el piso y sin poder respirar. Me miró con desprecio y caminó hacia el cazador.

—¿Creíste que iba a dejar que te llevaras mi cena?

Emiliano se levantó como pudo y quedó recostado contra la columna, estaba herido en una pierna pero cuando tuvo al otro de frente le lanzó un puñetazo que fue detenido en seco. El cazador quedó atrapado. Yo no podía levantarme, no podía respirar.

—¿Sabes? —le dijo nuestro enemigo mientras le mostraba los colmillos¬—, te diré lo que voy a hacer: voy a torturar a las mujercitas bebiendo la sangre de sus hijos frente a ellas, las voy a enloquecer de dolor y luego me las voy a papiar. En cuanto a tu linda compañera, la voy a violar de todas las maneras posibles y luego le partiré todos los huesos del cuerpo menos los brazos, para que se pueda arrastrar y rogar mientras la torturo.

Emiliano se enfureció más al escuchar esas palabras, trató de reaccionar pero antes que pudiera hacer algo, su enemigo lo estrelló contra un muro rompiéndole la columna. Gritó de dolor y quedó en el piso sin poderse mover.

—A ti también te voy a torturar. Disfruto con el dolor de mis enemigos y…

Dejó la frase sin completar para poder saltar esquivando mi ataque que rompió el muro en dos, algunas piedritas le cayeron al cazador. Cuando me di cuenta estaba frente a mí y me cogió del cuello levantándome del piso.

—Tu poder es mínimo comparado con el mío, aun no has terminado tu entrenamiento, pero ¿sabes que? Cambié de opinión, te mataré y sólo al cazador lo torturaré. Son más vulnerables cuando están solos.

Tenía razón, mas no iba a rendirme tan fácil. Levanté la mano derecha y le lancé otra ráfaga directo a la cara, sólo logré hacerle ondear el cabello. Miré al cazador que trataba inútilmente de levantarse, no podía hacer nada por mí mientras no despertara su poder y tuviera la columna vertebral rota. Estaba siendo ahorcada, no me llegaba aire. Lancé otra ráfaga, más débil que la anterior, no le hice nada, le cogí el brazo con la mano pero su fuerza no disminuía. La guerra me alcanzaba. La maldita guerra me derrotaba en mi propio pueblo. No podía más, se me aguaron los ojos, el cazador se arrastraba tratando inútilmente de alcanzarme. No pude protegerlo, lo perdí, lo había perdido. Ya casi no veía, no respiraba. Él sonreía, lo estaba disfrutando. El cazador detuvo su reptar para mirarme a los ojos, por fin se dio cuenta que no podía hacer nada. Lo sentía en el cuello, estaba desfalleciendo, dejé caer mi mano mientras veía como Emiliano lloraba por mí… ya no podía más, no podía respirar ni un poco, mi garganta estaba a punto de estallar. La puta guerra me las había ganado todas. Con mis últimas fuerzas le sonreí al cazador tirado en el piso. Al parecer no era yo quien le despertaría el poder. Al fin y al cabo no habíamos sido tan amigos como creíamos… Cerré los ojos intentando encontrar un poco de aire.

***

Llevaba una presa de pollo de mil en una mano y una botella de agua en la otra.

—Vaya almuerzo —dije para mí, un indigente me miró. Hablaba sola, casi siempre hablaba sola.
Seguí contemplando el centro de la ciudad, mi maleta pesaba y me dolían los hombros.

—Malditos libros de la Luís Ángel —volví a hablar sola.

Caminaba con lentitud, siempre me ha gustado contemplar a la gente por la calle décima. Se ponen paranoicos, corren, vigilan, atisban, se les acelera el corazón. Parecería que en la capital, transitar por el centro se convierte en todo un deporte extremo, un deporte donde no hay amigos, sólo ladrones, limosneros y timadores. Caminaba mirando a todos, como si fuera la única que no estuviera muerta del miedo, como si fuera la única que consideraba la décima como una calle común y corriente y no la puerta a un infierno abismal. En la otra acera vi a unos hombres caminando despacio, como si no tuvieran qué temer, llamaron mi atención y los detallé. Miraban a todo el mundo como si trataran de encontrar algo, me sobresalté, supe quienes eran o mejor, qué eran. Caminé tratando de disimular, pero uno de ellos me detectó, me miró y yo le devolví la mirada. Me había equivocado, no eran lo que yo pensaba: peor aun, eran cazadores. Uno de ellos, el que estaba más atrás, llamó mi atención. Estaba enfundado en su gabán pero aún así lo reconocí. Sin pensar en lo que podría pasarme atravesé la calle, corriendo sin fijarme en el Transmilenio que venía lejos. Llegué a su lado en un santiamén, agitada y asustada.

—Oye, oye, ¿qué pasó?

Él agachó la cara para mirarme, era más alto y se tapaba con una bufanda, llevaba un parche en un ojo.

—¿Qué paso? —le volví a preguntar mientras agitaba mi grasienta presa de pollo—, desde la toma al pueblo desapareciste. ¿Dónde te metiste?

No dijo nada, sólo se quedó callado.

—¿Emiliano?

Seguía sin hablar, empecé a comprender qué había sucedido. Sus compañeros me rodearon. Adivinaron qué era yo.

—Oye… —alguno me tomó del cuello por la parte de atrás. Me dolió pero lo soporté, no podíamos iniciar algo allí, en medio del centro de Bogotá.

—¡Déjenla! —ordenó. Su voz era dura, sin sentimientos.

Me soltaron, se quedó callado mientras se destapaba la cara y dejaba al descubierto unas horribles cicatrices. Lo compadecí, debía haber sufrido mucho, llevaba en la frente un número tatuado. El código de alguna oscura prisión. Solté el pollo y alargué la mano para tocarle la cara, cogió mi mano con fuerza, demasiada fuerza, me lastimó sin compasión. Gemí de dolor, lo llamaron desde adelante y me arrojó contra una pared mientras me daba la espalda.

—Tu hermana aún te busca —le dije desesperada, pensando que tal vez había sido ella quien le había despertado el poder.

Me miró, por un segundo creí que lo había recuperado, luego sonrió, de medio lado, como ahora sonreía.

—De allá vengo.

Tuve la visión de un apartamento lleno de sangre, una mujer y su hija asesinadas, descuartizadas.

—No puede ser —murmuré.

Acercó su horripilante cara desfigurada a mí.

—Hechicera —me dijo con desprecio, con odio, con el pedazo de lengua que aún le quedaba.

—¡Zeus! —lo volvieron a llamar.

Caminó despacio, alejándose. Quise detenerlo. Quise protegerlo. Devolverlo de nuevo al pueblo para que viviera en paz. A lo lejos el cazador que era Zeus volteó para mirarme. En un tiempo no quebrado, un cazador vestido de sacerdote celebraba la misa de Réquiem por una traidora hechicera muerta. Guiaba el féretro hacia un cementerio pueblerino de cúpulas negras y almas de purgatorio. Luego, en la noche cuando todos se habían ido se quedó quieto mirando la tumba, esperando a que ella se levantara de entre los muertos para volverla a asesinar.

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