LA MURCIELAGOSIS
(basado en un cuento de Julio Arenas)

Augusto Lozada, Edgar Felipe Amaya

A diferencia de Gregorio, desperté siendo murciélago. Lo supe porque al abrir los ojos, hace dos minutos, luchaba aún medio dormido por desenterrar mis dientes de tu cuello. Ahora todo está rojo de sangre y no me acuerdo de nada.

Después que los inclementes colmillos liberaron a tu delicada yugular, el tiempo ya no tuvo significado para mí. Las sensaciones sangrientas en mi piel, presentes como rocas coaguladas con tu vida, me abandonaron finalmente lejos de tu esencia atemporal. Y entonces, en el momentáneo despertar, me percaté de que tu energía kharmica estaba lejos de mi posesión por más que tu piel estuviese aferrada a los contornos tántricos de mi inmundo cuerpo mutado. Lo descubrí porque el único movimiento que hiciste fue el estertor imbécil, que parecía dictado por los demonios de la muerte; lo supe porque mi insondable hedor era penetrante, como cuando mis hermanos murciélagos se ungen en mierda producida por los más aberrantes excesos que solven sangres diversas.

A diferencia de Gregorio, mi antiguo ser humano —ligado al lenguaje, a las decepciones, a los odios, a las frustraciones, al miedo—, tuve la gracia de recordar el primer momento en que apareciste: Mi mente vagaba en un silencio sepulcral llevada por el perfume de las flores, por las formas curiosas del parque. Estaba sentado sobre mis propias indagaciones, depresivas y solitarias como penumbras nihilistas sobre las que se postra mi banal existencia. Tu voz rompió pomposamente mi silencio, para sumergirme en una casual conversación que nos llevó a los dos a experimentar un brutal deseo. Sonrío ahora al recordar que me dijiste: “Gregorio no debería ser tu nombre, tienes un porte que cala en el linaje de Caín”. Supe que te amaba en ese instante. Y tu existencia me ató a las perversidades más viscerales de la especie humana…

Ya estamos en estos aposentos, que en algún desconocido momento decoramos con tu sangre. Ya estamos brindando con el brebaje de la pasión escondida. Puedo pensar que Baco podría habernos acompañado. Vino el primer contacto que robó parte de mi razón, el segundo cuando dijiste “te amo”. De ahí en adelante, la bruma incandescente nos anonadó como un sueño producido por el mejor opio. Pero el sueño mutó en pesadilla, cuando supe que yo era tan sólo un goce fugaz, cuando supe que después de este día ya no te tendría más y que sólo había complacido tus malsanas aspiraciones. Mi amor ardió en brasas de odio desgarrándome los pensamientos más macabros. Ya no recuerdo nada más, soportar al macho cabrío supone la animalidad inconsciente. Tengo que levantarme, amante mía, y escapar de esta realidad. Tengo sed y ganas de ocultarme en las cloacas más oscuras e inermes, esperando que mi eterna luz negra se extinga en los eones. Me conformaré con beber agua turbia, porque tu sangre ya no fluye.

Ya terminé de beber, pero el agua no calma esta sed. Tal vez la locura sea la única que entienda esta situación. También el espejo advirtió mi condición murcielaguezca, es mejor que permanezcas dormida para que no veas mi nuevo cuerpo. ¡Ay! El teléfono suena, el mundo exterior está inquieto, estoy seguro que es la policía, nuestros gritos de placer y dolor debieron alertarlos.

Me tocó volar sin ensayar, pero no te preocupes: no me pasará nada, ya verás. Estas cosas ni siquiera hay que aprenderlas; al contacto con el viento, sin usar siquiera mi voluntad, se extenderán mis alas, y podré flotar en el aire como una paloma pequeña y tranquila. Acá vienen, y yo me voy. Tal vez sientas frío si abro la ventana, pero debo hacerlo. Todo saldrá bien, ya verás. ¡Uff! Aquí estoy, parado y feliz en mi ventana, como un pájaro divino. Como un murciélago. ¡Dios, esto es alto! Allá voy; a ver…

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