De pronto, frenamos en medio de la neblina.
—¡Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia! ¡BÁJENSE DEL BUS PERO YA!
Los pasajeros nos miramos, no teníamos miedo, a esas alturas del partido el miedo ya no existía, o tal vez no era una opción. No lo sé.
—¡A ver, que la revolución no da espera! —chilló el guerrillero que se había subido al bus para bajarnos. Lo miré feo—. ¡Y usted, qué espera!
Detallé al guerrillo que me gritaba, era un hombre chiquito que se creía grande por cargar un fusil. Se le reflejaba la muerte en las arrugas y el miedo en las piernas enjutas. Sin responder hice el gesto de amarrarme las botas y mientras él continuaba gritando por el bus, deslicé mi carné de la Universidad Nacional debajo del asiento y lo pegué con un chicle. Recibí el infaltable empujón y pronto me encontré en la carretera yerta junto con los demás.
—¡Papeles!
Al escuchar la orden todos alistamos los documentos. Mientras nos revolcaban las maletas y se comían las empanadas que traíamos de Venadillo, el comandante se paró frente a un muchachito de 17 años.
—Este ya está como maduro, ¿no? —dijo a la tropa. Nosotros no reímos, ellos sí–. Tome —el comandante le entregó un fusil al muchacho, que lo recibió confuso—. Le sienta bien.
Ellos rieron de nuevo mientras embutían nuestras cosas en sus maletas. La madre del chico dejó escapar una lágrima silenciosa mientras él miraba asustado a su nuevo “padre revolucionario”. Caminé sin tocar las hojas que se mezclaban con la tierra de la carretera, nadie me escuchó cuando llegué junto al comandante y le puse la mano en el hombro.
—No lo necesita —le dije lo más bajo que pude, él me miró. Sus ojos eran opacos y sombríos como los de todo mortal dormido.
El viento helado de esas montañas se escondió, el soplo del frío se apagó, el nevado de la carretera durmió y el tiempo se detuvo. Sólo un segundo necesité y luego de hacer lo necesario, regresé a mi lugar. Entonces todo giró de nuevo alrededor del mundo mortal.
—Terminamos; nos vamos —ordenó el comandante y le quitó el fusil de las manos al muchacho, que lo miró confundido mientras su madre sonreía.
—¿Y el recluta?
—¡Nos vamos! —gritó el comandante sin entender muy bien su propia orden.
Mientras ellos se alejaban por una trocha, nos subimos al bus y el conductor arrancó lo más rápido que pudo. Empezamos a revisar nuestras maletas, a mí me hacía falta un brasier y dos camisetas, pero era un precio bajo por la paz que iba a sentir cuando por fin llegara a mi pueblo natal, si es que sobrevivíamos a esa maldita carretera llena de neblina y desfiladeros. La verdad es que el camino hacia mi pueblo siempre había estado sembrado de peligros: guerrilla, militares, precipicios de los andes orientales, y por si fuera poco ese día la neblina se hacía densa, por lo que el bus “Rápido Tolima” en el que íbamos se movía cada vez más lento. No iba a soportar más, llevaba muchos años lejos de mi tierra natal como para retrasarme sólo por el clima. Invoqué una ráfaga de viento para disipar la neblina. Era un acto irresponsable, lo sabía, pero pensé que estaba muy lejos de Bogotá y era poco probable que alguien lo notara.
Le quité el chicle a mi carné de la Nacho, me arrellané en el puesto y dormité mientras recordaba mi pueblo. Santa Isabel es un lugar frío como el páramo que vigila, casi siempre en las tardes la neblina se desparrama por su suelo pintándole el rostro de blanco, y si en invierno uno se baña más de tres veces a la semana es suicidio. Tiene una sola calle principal y una plaza que es diminuta comparada con la iglesia. Esa iglesia siempre había sido hermosa, probablemente la copia en miniatura de alguna catedral gótica europea. La gente no había dejado que el ejército la usara de trinchera, y era lo único en el pueblo que conservaba el brillo de lo esplendoroso. Allí se celebraban liturgias de toda clase, desde la misa de domingo hasta suntuosos matrimonios, primeras comuniones y bautizos.
El último año que pasé completo en el pueblo, fue cuando hice tercero de primaria en la escuela en la que enseñaba mi abuelita. Allá me hice amiga de un niño de segundo que se llamaba Emiliano. Los dos éramos vecinos y muy curiosos, así que nos hicimos amigos de una manera muy especial. Quizá demasiado especial, demasiado extraña. Sentí a qué sabía mi corazón, porque se me atoró en la garganta. Yo iba a mi pueblo huyendo de la guerra que me acorralaba, ¿y si esa guerra estaba en Santa Isabel? Me quité la idea de la cabeza. Santa Isabel sólo tiene que soportar una guerra: la de los humanos.
Pensando en eso, no me di cuenta que ya estábamos en la entrada del pueblo y no faltaba mucho para la casa de mis abuelitos. Me alisté con rapidez, no quería que el bus me alejara de mi destino.
Mis abuelos salieron enseguida a mi encuentro. Mi tío llevó las maletas y me di cuenta que nada había cambiado en la casa, ni siquiera el gran reloj de madera ubicado sobre el comedor que daba campanazos a media noche. La verdad nunca entendí por qué mis abuelitos no se despertaban con las campanadas, ni por qué sólo tocaba en la noche y no a mediodía. Mi abuelita me tenía listas unas empanadas y mientras me las devoraba vi la casa de enfrente. Le habían vuelto a pintar la fachada y encima del taller de mecánica había un letrero que decía “El Mago”. Me asusté.
—¿Tiene muchas ganas de verlo?
Mi prima vivía con mis abuelos desde que la mamá la había abandonado, era como una hermana más y fue la que notó que yo miraba la casa de Emiliano.
—¿Tienen un taller? —pregunté con la boca llena de empanada.
—Sí, desde principios del año pasado.
—El Mago.
—Sí, por lo del papá ¿se acuerda?
Tragué. Claro que me acordaba. La empanada estaba deliciosa.
—Ahora a don Emiliano le dio por aprender a tocar el acordeón —mi prima hizo cara de preocupación—, si viera los conciertos que nos da por la mañanas.
Me reí con la boca llena. Mi abuelita ni siquiera soportaba el canto del gallo de la vecina y ahora tenía que aguantarse el concierto diario.
—Mírelo, ahí está.
Señaló con la boca hacia el taller, ahí estaba un muchacho que yo no reconocí por más que quise, cruzado de brazos en espera de un saludo mío. Supuse que yo no había cambiado mucho ya que al parecer él sí podía reconocerme.
—Está muy guapo, ¿no? —dijo mi prima con picardía.
No respondí, sólo dejé la empanada en la mesa y me paré dispuesta a ir a la casa de enfrente.
—EL CHOCOLATE SE LE ENFRÍA.
El grito premonitorio de mi abuelita me detuvo en seco, me devolví y una sonrisa socarrona se le pintó a mi prima.
—Y ahora, ¿qué va a hacer?
No le respondí porque estaba ocupada soplando mi chocolate, además no había ningún problema, entre Emiliano y yo las palabras siempre habían sobrado. Seguramente él esperaba lo mismo que yo: que llegara la noche para vernos en el mismo lugar donde nos habíamos conocido doce años atrás.
Era tal lo recordaba, con un sendero rodeado de flores que lo cruzaba por la mitad. Como siempre, la neblina cubría el suelo y las puntas de las cruces blancas se veían por todos lados. Los pequeños arbustos del fondo ahora eran grandes árboles y en la derecha no había pared sino una cerca de alambre para que los burros no se entraran. Al frente sobre la fachada, una imagen tallada de María consolaba almas en el purgatorio. El cementerio de mi pueblo era bonito y además estaba intacto, yo solía pasear en ese lugar cuando niña. Me escapaba a escondidas, y para evitar que me vieran caminaba sobre los techos de las casas hasta llegar allá.
Una noche estaba en la cúpula negra que se elevaba unos metros sobre el suelo cuando escuché unos ruidos. Con curiosidad me asomé a mirar y vi a un niño rezando frente a uno de los osarios.
—Hola —dije interrumpiéndole la retahíla divina.
Levantó el rostro y me miró unos cuantos segundos antes de salir como alma que lleva el diablo.
Al otro día mi abuelita me obligó a ir a misa y ahí estaba yo, sentada en primera fila con mi primoroso y molesto vestidito blanco, cuando vi entrar al mismo niño de la noche anterior. Era acólito. No necesitamos decirnos nada, desde ese día entre nosotros las palabras sobraron. Al terminar la misa lo esperé afuera para encontrarnos “casualmente”.
Ahora era él el que me esperaba a mí en esa cúpula negra que tantos secretos nos había escuchado.
—Hola —dije sin más.
Su cabello negro y lacio se agitó cuando volteó a mirarme.
—¿Cómo has estado, qué tal el viaje? —me preguntó ansioso.
—Perfecto, como todo lo mío.
—Modestia aparte, ¿no?
Por toda respuesta me encogí de hombros como una mujer de la gran ciudad. Él sonrió un poco al reconocerse como un muchacho pueblerino.
—Nunca has sido muy humilde.
Me quedé mirando hacia las luces del campamento de alta montaña del ejército. En silencio, ambos pensábamos en lo mismo.
Ese día después de la misa, él me vio con ese vestidito y el rosario en la mano y creyó que yo era una fiel católica. Me saludó con alegría y luego me preguntó qué iba a hacer. “Rezar en la casa de don Ariel.” Miré el rosario en mi mano, para mí no había cosa más aburrida que tener que irme los domingos a rezar a las casas donde supuestamente llegaban las brujas, sobre todo porque yo sabía que esas mentadas brujas no existían.
—Y usted, ¿qué va a hacer? —dije tratando de olvidarme de mi tortuoso futuro próximo.
—Tengo que ordenar las cosas para la misa de doce. Si quiere, luego la acompaño en el rosario donde don Ariel.
—NO —hablé tan enérgicamente que él se sobresaltó—, no me gusta que nadie me acompañe.
—¿Por qué?
Me puse un poco roja, lo que combinaba con el maldito vestidito.
—Tendría que compartir —le dije apenada.
Él me miró y se rió de mí, no necesitó nada más para entender que yo no era católica de corazón sino más bien de estómago. Es que en el pueblo se acostumbraba dar comida a los que rezaban los rosarios. Ese era mi único consuelo.
—De todas maneras que le vaya bien espantando esas brujas que caminan sobre los tejados para llegar al cementerio.
Esta vez fui yo la que reí, entendí por qué a veces me tocaba rezar rosarios en casas por las que yo no caminaba. Él sabía llegar de la misma manera al mismo lugar.
—Aquí está —la mano de mi abuelita me separó de él y me volteó hacia una de las profesoras de la escuela—. Esta es mi nieta.
La profesora se agachó y al verme con el rosario cometió el mismo error de Emiliano.
—¡Pero qué bello angelito!
Alabó a mi abuelita como si ella hubiera sido mi creadora y siguieron hablando en las alturas de los adultos. Emiliano se acercó con una cautela que yo no entendí.
—Los ángeles que caminan sobre la Tierra son ángeles caídos —me explicó antes de irse a la sacristía.
Esa frase me enseñó a amar mi vestidito blanco y a reconciliarme con el rosario de la abuela.
—¿Sigues sin ser creyente? —me preguntó mirando también hacia el campamento.
—Yo siempre he creído en Dios, en lo que no creo es en tu iglesia.
—No es mi iglesia —me replicó llegando a mi lado—, una mujer inteligente como tú debería saber que hay más cosas entre el cielo y la Tierra de las que podemos ver.
Me asusté, ¿sabía la verdad? No, era poco probable.
—Te lo repito, yo creo pero me niego a creer en Jehová, Dios de los ejércitos.
Lo miré directo a los ojos, por alguna razón recordé una vieja ronda infantil que cantábamos, él empezó a tararearla.
—Mi abuelita nunca me prohibió jugar contigo.
Dejó de tatarear para recordar.
—Sí, pero tampoco le gustaba que estuvieras conmigo.
Era verdad, mi abuelita nunca me había prohibido la amistad con Emiliano pero trataba de que yo no me viera con él. Me inscribía a cuanto curso y taller dictaban en el pueblo para mantenerme ocupada, pero “misteriosamente” la mamá de él lo metía en los mismos cursos y talleres. Así que terminamos estando juntos siempre, para arriba y para abajo.
La gente decía que si Emiliano no se ordenaba como sacerdote yo sería la mejor esposa que podría conseguir. Creo que eso era lo que más le molestaba a mi abuelita y también creo que esa fue la verdadera razón por la que fui enviada a Bogotá cuando mis curvas empezaron a pronunciarse.
Él y yo estábamos muy cerca, podía sentir su aliento de sábila. A pesar de la creencia general nunca habíamos tenido nada más que una amistad. Le acaricié el cabello liso, un cabello precioso, casi divino. Se me hizo un nudo en la garganta al recordar lo que había encontrado en Bogotá, lo que estaba tratando de dejar atrás. Quería hablar con él, contarle toda la mierda que inunda este mundo, enseñarle a protegerse, cuidarlo… Pero no podía, no sin antes romper su fe de católico. Un resplandor brilló en la zona de los mausoleos, un brillo mortecino y verdoso que daba asco y que distrajo mi mirada, alejándola de los cabellos de Emiliano.
—¿Qué es eso? —me pregunté, llamando la atención de él sobre el fenómeno—. ¡Vamos a ver! —ordené mientras lo cogía de la mano y lo obligaba a ponerse de pie.
En el piso de un mausoleo y en medio de la neblina, brillaba una extraña sustancia verde a la luz de la luna menguante; parecía señalar un camino. El cementerio estaba un poco hundido del lado derecho y las todas las cruces estaban hechas añicos. Agarrados uno del otro seguimos el sendero marcado, el frío se estaba haciendo insoportable hasta que por fin llegamos a otro mausoleo cuyos barrotes estaban corroídos por algún ácido verdoso. Nuestra intuición nos decía que dejáramos las cosas así, pero como a buenos adolescentes nos ganó la curiosidad frente al sentido común y entramos al sepulcro. En el centro había un gran agujero hecho de adentro hacia fuera, que dejaba al descubierto dos ataúdes con su mortuorio contenido. Caminamos con cuidado por el borde hasta llegar a la lápida y mi amigo se agachó para retirar la tierra que cubría el nombre. Fue entonces que la neblina me impidió ver el camino, di un paso en falso, perdí el equilibrio y caí dentro del hueco. Por fortuna mi golpe fue amortiguado por la tierra.
—¿Estas bien? —me gritó asustado desde arriba.
—Sí —contesté mientras me sacudía la tierra y miraba alrededor.
—Espera un poco, voy por una cuerda para sacarte.
—Ay no, no me vas a dejar sola en esta tumba.
—Y entonces, ¿cómo le hago para sacarte?
Torcí la boca.
—Muy bien, pero ve rápido.
Vi cómo una sombra se deslizaba en medio de la neblina hacia la puerta. Al quedarme sola sentí miedo y cerré los ojos. Creí ver fantasmales figuras que alargaban sus dedos esqueléticos hacia mi. Abrí los ojos, era mejor ver aunque fuera en la oscuridad y en una tumba. Ahí no hacia frío ni había neblina, si uno enfocaba bien podía distinguir dos ataúdes, uno de ellos roto. A pesar del grotesco espectáculo no tenía asco, al contrario, sentía una macabra curiosidad que me incitaba a ver qué había dentro. Guiada por aquel oscuro sentimiento fui hacia el féretro, dentro estaban los restos putrefactos de un hombre: sus huesos aún conservaban carne podrida y algunos pedazos de tela, todo estaba cubierto de gusanos, aún las manos cortadas y el cuello sin cabeza.
Impactada me agaché sobre el ataúd, por alguna razón me encontraba presa de una extraña mezcla de miedo y emoción, quería tocar los restos y estiré la mano derecha con mucho cuidado, los dedos ya casi rozaban el asqueroso cadáver cuando empecé a escuchar algo: primero suave pero constante, luego fue aumentando. Algo latía con fuerza y precisión. Me acerqué al otro ataúd que aun se encontraba sellado, el sonido era persistente, taladrante; así debía sentir mi abuelita los conciertos de acordeón de don Emiliano: espeluznantes. Quise levantar la tapa y haciendo acopio de todas mis paupérrimas fuerzas lo hice. Sin esperar miré adentro del ataúd y casi me orino del susto. El cuerpo sin corromper de una mujer llenaba por completo el féretro, estaba tan rozagante y viva que parecía que era su propio corazón el que latía, es más, era su corazón el que latía.
Quedé helada, seguramente esa mujer era… no, ella no podía ser eso o su corazón no latiría, era una pobre desafortunada que había sido enterrada viva y cuyos brazos cruzados sobre el pecho vibraban, latían junto con su corazón. ¡Claro! Una idea muy sensata si no fuera porque la muerta en cuestión me estaba mirando. Yo no podía moverme, tenía miedo, un miedo insondable como no había sentido en años; ella tenía agarrado un libro, el latido era cada vez más fuerte, persistente. Sin saber bien lo que hacia me agaché para coger el libro. El latir, ese odioso ruido penetraba en mi carne, erizaba mi piel. Ella tenía bien cogido el libro, lo halé fuerte, fuerte el latido que me hacía halar, fuerte el corazón que me decía que me lo llevara, fuertes ojos de muerte que me incitaban. Fuerte halé, imprimí tanta fuerza en el jalón que le arranque los brazos a la mujer que me miraba.
El persistente latido cesó su canción sibilina.
—¿Donde estas? —era la voz de Emiliano que me devolvía a la realidad.
Me lanzó una cuerda. Apreté el libro y subí con su ayuda. Él pareció horrorizarse con la idea de que hubiera sacado un libro de la tumba. Le rapé una linterna que traía en la mano e iluminé el libro, me quede sin aliento al leer el titulo.
—¿Qué sucede? —preguntó preocupado al ver lo pálida que me puse.
—Es el Necronomicón, un libro de magia negra tan poderosa que sólo leerlo en voz alta podría provocar la destrucción del mundo conocido.
Instintivamente se echó la bendición y al hacerlo el latido empezó de nuevo, esta vez el libro se movía periódicamente conjugando sus movimientos con el sonido. Latía, el libro estaba latiendo, Emiliano me miró asustado y apreté el Necronomicón contra mi pecho en un desesperado intento por apagar el ruido. Entonces escuchamos el más horrendo grito de dolor humano. Sin siquiera hablarnos, salimos corriendo hacia el lugar de donde había llegado el grito, todo el camino estaba cubierto de esa asquerosa sustancia verdosa que se pegaba a nuestros zapatos y que desapareció cuando llegamos frente a la casa de Sara, vecina de mi abuelita. Nos quedamos parados, uno al lado del otro tiritando de frío y mirando hacia la casa. Había un olor nauseabundo, a cerdo quemado. Levanté la mirada, el cielo estaba vacío, ni una estrella asomaba en la negrura de la noche y la luna estaba de un color amarillo.
—El solsticio —murmuré. Luego le hablé mirándolo a los ojos—. Hay algo dentro de la casa de Sara.
No me reprochó, de seguro él también había sentido la presencia.
—¿Qué hace aquí? —pregunté más para mi misma que para Emiliano.
—Está buscando el libro.
La seguridad con la que me respondió me asustó. Ahí estaba de nuevo eso que me estremecía, que me alejaba de él.
—¿Cómo lo sabes?
Siguió sintiendo la macabra presencia en la casa de Sara.
—Tú no alcanzaste a leer porque te caíste pero yo si, el nombre familiar en el mausoleo era el de Sara.
Ahora entendía, estaban buscando el Necronomicón y por alguna loca razón el libro había terminado en mi pueblo. Santa Isabel no me libraría de la guerra de la que yo huía.
—No podemos darles el libro.
La neblina a nuestros pies se hacia más densa, el frío más insoportable. El reloj místico de mi abuelita dio sus doce campanadas.
—Tú entiendes algo que yo no, ¿verdad?
Él me estaba mirando fijamente, sus ojos brillaban.
—Tengo que explicártelo luego.
—Entonces vamos.
—¿A dónde?
—Al único lugar seguro de este pueblo.
Sin esperarme salió corriendo calle arriba. Al quedar sola me estremecí, la imagen de Sara descuartizada me vino a la mente, William su hijo estaba tirado en la sala con la garganta abierta de lado a lado y en el último rincón de la casa la otra hija, Ivón, suplicaba clemencia. Cerré los ojos para calmarme, ahora ya no podía hacer nada más que alejar el Necronomicón de ellos. Salí corriendo detrás de Emiliano por la calle que conducía al centro del pueblo, las calzadas de Santa Isabel son muy empinadas y no estaba en la mejor forma física así que con tremendo esfuerzo y gran ruido alcancé a mi amigo. Alguien se hubiera asomado pero nada vivía en ese pueblo a esas alturas de la noche. Por fin nos detuvimos en la plaza del pueblo.
—Ahí —señaló con gran entusiasmo la iglesia—, ahí nos esconderemos.
Me crucé de brazos y empecé a hablar.
—Mmm, la iglesia es un buen lugar para esconderse, ¿pero y qué? ¿Cómo entramos? ¿Tienes un cable de titanio escondido en el cinturón para incrustarlo en la pared, escalamos y luego desde el campanario damos un triple salto mortal para caer en el atrio?
Él ni siquiera se dignó mirarme, siguió caminando mientras hablaba.
—Pues si quieres haz eso, no me opongo. Pero lo que soy yo, entro por la puerta.
Sacó unas llaves y se dirigió a la sacristía.
—¡Ah! —exclamé sin más. Algo como eso deja sin sarcasmo a cualquiera.
Sonó un campanazo.
—Es imposible —dije—, cuando estábamos en la casa era la medianoche y eso no hace ni veinte minutos—. Emiliano miró su reloj de pulso.
—Pues es la una de la mañana, ¿no ha pasado ya el tal sortilegio ese?
—Solsticio —corregí mirando al cielo—. Creo que no ha terminado, la luna sigue anaranjada.
Para ese momento ya habíamos entrado en la iglesia y estábamos en el atrio.
—Bueno, ahora sí cuéntamelo todo.
Se sentó en las escaleras y puse el libro a sus pies, caminé en medio de la iglesia y mis pasos resonaron por el lugar mientras contemplaba las santas imágenes.
—No estoy segura, pero creo que nos está persiguiendo Ismash-Mo, el sumo sacerdote de Gathanothoa, un oscuro diablo-dios al cual se le rendía culto en una tierra más antigua que la Atlántida, llamada Mu —parecía que me creía, como si entendiera más allá de mis palabras—. Según una leyenda Gathanothoa le otorgó grandes poderes, entre ellos la inmortalidad.
—Quieres decir que ese tal Moc…, ¿nos perseguirá para siempre?
—No, bueno eso creo, sus poderes sólo sirven cuando se le rinde culto a su dios, necesita energía que obtiene de la adoración humana, pero para crear un culto primero necesita despertar a su señor que se encuentra atado a las aguas abismales que surcan el infierno.
—¿Viste? Sí crees.
Le sonreí indulgentemente, no era tan astuto como él mismo se creía.
—No, no es el infierno católico, es el infierno de los dioses.
—¿¡Dioses!?
—Lo siento chico, pero en este mundo no hay un dios único —me senté en las escaleras junto al Necronomicón—. Existe un autor muy esotérico que era un gran iniciado en las ciencias ocultas, un hombre…
—Un brujo —me interrumpió.
—Claro que no, un hombre de sabios poderes e inteligencia mística llamado Lovecraft. Él escribió unos tratados de magia de los cuales yo aprendí.
—Ajá, y eso te convirtió en bruja.
—¡No soy bruja! —chillé defendiéndome—, soy una iniciada.
—Sí —me acercó la cara muy cerquitica— y yo tengo el poder para exorcizarte.
Me paré quitándome su molesta y preciosa cara del frente.
—¡No necesito un exorcismo!
Se sentó en mi puesto y cogió el libro.
—Como quieras, sígueme contando de ese mocachino.
Se corrió cediéndome el pedazo de escalera, siempre había sido caballeroso y no tenía intención de dejarme de pie.
—Pues verás, Gathanothoa era un diablo-dios dejado aquí por visitantes de otros planetas, se decía que nadie podía ver al diablo-dios, ni siquiera una imagen de él ya que quedaría convertido en piedra, pero su mente seguiría viva, atrapada en la estatua, conciente a través del tiempo, sufriendo todos los horrores de su encarcelamiento. Un sacerdote de otro dios escribió un hechizo con el que se libraría de los maleficios de Gathanothoa, pero por envidias el escrito fue robado y se perdió a través del tiempo. Cuando los mares sumergieron a la tierra de Mu, el pergamino fue pasando de civilización en civilización hasta que los primeros egipcios lo escribieron en el Necronomicón.
—Pero si el escrito es de esa tierra y recopilada por egipcios, ¿por qué esas letras nos son jeroglíficos?
—Muy fácil. El Necronomicón al principio era una compilación de hechizos sin mucho valor, pero después varios seres malignos colocaron en él escrituras muy poderosas y restringidas para los mortales, así que el libro en un principio es egipcio, después se pierde en varios lugares. Dentro hay varios idiomas escritos, no se cuantos ni cuales pero supongo que muchos. El libro fue sellado, la portada se supone que está escrita en sánscrito, un idioma muy antiguo, sólo alguien que pueda leer correctamente la portada puede abrir el libro.
—¿Tú sabes leer el sánscrito?
—No tengo ni idea de eso.
En ese momento un resplandor llenó la iglesia seguido de un ensordecedor trueno, se desató una furiosa tormenta.
—Típico —opiné mientras me sentaba otra vez, me le arrunché a Emiliano, estaba haciendo mucho frío, ese frío penetrante que precede al mortecino amanecer.
—Siempre pasa en las películas de terror, llueve —anotó él distraídamente.
—El poder es muy tentador… —dije mientras tenía la mirada fija en el libro.
—Hay que rechazar la tentación —terminó tajante.
Me sentí un poco avergonzada, traté de decir algo pero unos golpes en la puerta nos sorprendieron, ambos saltamos del susto mientras apretaba el libro contra mi pecho.
—¿Quien será? —preguntó Emiliano.
—No lo sé, pero no creo que Ismash-Mo toque la puerta.
—Tienes razón, talvez sea un viajero.
—¿Abrimos…?
Emiliano se encogió de hombros. Se dirigió a la puerta y mientras tanto me puse de pie, desde el atrio pude ver como un hombre totalmente emparamado de pies a cabeza entraba; parecía normal con jeans azules, de tez blanca con facciones muy finas. Habló un poco con mi amigo y luego siguió caminando por el centro hacia mí, mientras Emiliano cerraba la pesada puerta de madera. Sonrió y con voz dulce me saludó.
—Hola, soy Judas de la vereda de la Rica. Perdí el bus de cinco así que me quede atrapado en el pueblo —se puso enfrente de mí, tembló—. Esta haciendo mucho frío afuera —miró el libro—. ¿Qué es eso?
—Un libro.
—Se ve raro, ¿me lo dejas ver?
No vi ningún problema en dejarlo curiosear un poco. Era muy guapo.
—Oiga —Emiliano interrumpió antes que tocara el Necronomicón—. ¿Cómo llegó al pueblo? Afuera no hay carro ni caballo, y en la madrugada de Santa Isabel hace mucho frío como para ponerse a caminar.
—Pues… —Judas se quedó pensativo, enseguida empecé a retroceder— Vaya un pequeño detalle.
Sus ojos se volvieron de un azul muy claro y una fuerte ráfaga de viento atravesó la iglesia, Emiliano salió despedido y fue a estrellarse contra una pared. Judas volteo hacia mí y un relámpago iluminó todo el lugar.
—Ismash-Mo —afirmé totalmente sorprendida.
Metió las manos en los bolsillos de su Jean y empezó a caminar hacia mí.
—¿Me creías diferente?
Me crucé de brazos, burlona.
—Pues la verdad, para ser sacerdote de Gathanothoa, deja mucho que desear.
—No blasfemes, pequeña.
Por puro instinto salté a un lado mientras se levantaba una ráfaga de viento hacía mi, el suelo quedó hecho añicos. Sin perder tiempo corrí hacia la puerta que había a un lado del atrio y cuando ya estaba a punto de llegar, él apareció frente a mí con una sonrisa irónica dibujada en el rostro. Alzó su mano mientras yo retrocedía, tropecé con mis propios pies y caí. Él quedó de pie sonriendo frente a mí.
—Entrégame el Necronomicón y te daré poder, a ti y a tu amigo. Poder como jamás han soñado.
—¡No! —le grité histérica.
—¿Te atreves a desafiarme, pequeña?
—¡No le daré el libro!
Giró la mano en el aire y una maléfica luz azulosa se dirigió hacia mí, apretujé aún más el libro y el golpe pasó a través de mí sin siquiera tocarme. Me incorporé con aire de triunfo.
—Entiendo, no puede tomar las pertenencias de los humanos.
Ismash-Mo frunció el ceño.
—No, no puedo tener el Necronomicón a menos que un humano me lo entregue por su propia cuenta. Cuando tenga el libro Gathanothoa, mi dios, resucitará y con él mi grandioso poder. Así que dámelo y te doy mi palabra de que tendrás mi protección, tú y tu familia.
Lo miré desafiante y salí corriendo en medio de las sillas hacia la puerta que Emiliano no había tenido tiempo suficiente de cerrar. Un nuevo relámpago iluminó la iglesia mientras las puertas se cerraron, volteé a ver a Ismash-Mo que estaba en medio del atrio. La tormenta arremetió más fuerte y un rayo iluminó su imagen blasfema, acto seguido un trueno resonó como si fuera una irónica carcajada universal.
—Tu dios es muy débil —empezó a bajar del atrio—, jamás derrotará al mío.
—No es mi dios.
—El tuyo talvez no —desapareció y su voz resonó al lado de Emiliano—, pero el de él sí.
En un segundo comprendí, no era el libro el que me protegía sino mi falta de fe, si no tenía dios un sacerdote divino como Ismash-Mo no podía tocarme.
—No puedo hacerte daño pero, a él sí.
La misma ráfaga azulosa se pintó en sus manos.
—¡No! —grité—, no le haga nada, le daré el libro, no lo toque.
Bajó las manos y empecé a acercarme lentamente, tuve un pensamiento que no me atreví a pensar. Él podía leer mi mente, pero la unión entre mi amigo y yo era más fuerte.
—No —le dije a Ismash-Mo—, no le daré el Necronomicón.
Sin decir nada convocó su poder de nuevo y lo descargó sobre el cuerpo de mi amigo, en cuestión de segundos le lancé el libro a Emiliano por el piso, lo tomó entre sus brazos y el poder rebotó contra un escudo invisible. Como lo supuse, Emiliano creía en mí y su fe era lo suficientemente fuerte para protegerlo, pero ese poder de protección sólo se activaba si portaba el Necronomicón. Ismash-Mo me miró furioso y el destello azul nuevamente apareció en su mano, Emiliano se levantó y por mero instinto saltó hacia mí. Lo empujé antes de que pudiera tocarme, mientras tanto el sacerdote lanzaba su poder. Como antes, el golpe de Ismash-Mo pasó a través mío sin tocarme, Emiliano me miró confundido.
—No te puede tocar.
—Ella no tiene un dios al cual servir. En cambio tu sí.
Algo en Emiliano se quebró, abrazó el Necronomicón cayendo de rodillas en el suelo y no quiso levantarse. Mi amigo titubeó en su fe e Ismash-Mo lo notó, caminó hacia él pero entonces yo corrí para llegar antes.
—Mírame Emiliano —lo cogí por el cuello de la camisa—, este no es momento para perder tu fe.
Él levantó el rostro, sus ojos se estaban nublando, se estaba yendo. El Necronomicón se lo llevaba.
—Escúchame, ¡escúchame! —mi voz resonó por la iglesia, estaba tratando de hablar más fuerte que la tormenta—. Emiliano, tu dios existe, existen otros pero el tuyo es muy importante —él estaba tirado, sin fuerzas. Su mismo ser se estaba perdiendo en el infierno de los dioses—. Jehová es el que manda —dije desesperada, entonces él me miró y yo tuve esperanza.
—Mientes —me acusó con el aliento que le quedaba, cayó al suelo sin soltar el libro y yo lo sostuve en mis brazos.
—Qué pena —Ismash-Mo estaba parado frente a nosotros—, creo que el pequeño ya no puede defenderse. No sin su fe. Ya sabemos quién va a morir.
Miré a mi amigo en mis brazos, su brillo se había apagado, su fe se había ido.
—Emiliano, Emiliano —le susurré al oído— tu dios existe, es el dios más importante del panteón.
Él aferró aun más el Necronomicón, Ismash-Mo estaba demorando su poder, disfrutaba el momento como sólo sabe hacerlo un inmortal. Emiliano me miró con sus nuevos ojos de mortal dormido.
—Sabes que mientes —me dijo sonriéndome.
El brillo en la mano de Ismash-mo empezó a concentrarse, quedaba poco tiempo. Entonces decidí que para que Emiliano volviera a creer yo debía creer con él.
—Dios es el más grande.
Una chispa que se había apagado siglos atrás revivió. Un fulgor relampagueante que quemó mi poder de hechicera.
—¿En verdad lo crees? —sus ojos despertaron y los míos durmieron.
—Claro que sí.
El azul de Ismash-mo empezó a rodearnos, había un escudo invisible que protegía a Emiliano pero yo sentí como el dios del sacerdote me quemaba, sentí la respiración agitada de mi amigo al ver lo que sucedía. El resplandor se iba haciendo más grande, más envolvente, el calor era el calor del infierno, era mi castigo por no servir a Jehová como manda la iglesia. Sentí latir mi propio corazón al arrepentirme de todos mis pecados. Renegué del poder maldito de hechicera que me había marcado como una maldita de mi Señor. El calor derritió mi piel y mis músculos. Mis entrañas se retorcieron por el dolor pero cualquier cosa que hiciera ese hombre no iba a ser nada comparada con la gloria de mi Dios. Mi piel cayó y mi sangre hirvió. No me importó, me agité, el dolor, el dolor incesante… No me afectaba morir, ahora estaba en la gracia del Señor y si Dios está conmigo, ¿quién contra mí?...
—Señorita, señorita ya llegamos.
Abrí los ojos, estaba en el parqueadero del Rápido Tolima.
—¿Esta bien? —me preguntó el ayudante que me había despertado.
—Sí, sí, sólo un poco adormecida.
—Ya nos bajamos —gritó el conductor desde adelante.
Me levanté y un libro cayó de mi regazo, lo recogí, era “Los mitos de Cthulhu” de Howard P. Lovecraft. Al parecer leer tantas bobadas me estaba enloqueciendo. Sonreí mientras me bajaba del bus, me había dormido después del retén, qué vergüenza. Recogí mis maletas y empecé a bajar por la avenida principal del pueblo, todo el mundo me miraba, el paradero estaba al otro lado de la casa de mi abuelita, así que me veía como una tonta arrastrando dos maletotas en medio de las calles. Después de un gran esfuerzo llegué a la esquina de mi cuadra. Era tal como recordaba: la tienda de la esquina donde vendían las arepas más ricas que había probado en la vida y la biblioteca de cien volúmenes al otro lado. Dejé un momento las maletas en el piso para tomar un respiro antes de bajar la última calle empinada.
Me senté en una acera a sobarme una mano cuando vi como toda la gente corría desesperada y las puertas siempre abiertas de las casas se cerraban de golpe. Pensé que estaba soñando otra vez, así que muy oronda me dediqué a mirar mientras la gente corría pueblo arriba. Nadie parecía determinarme, mirando divisé a unos encapuchados por los lados del cementerio, supe quienes eran y se me enfrió el corazón, me asusté de verdad. No supe qué hacer. Mi casa aún estaba lejos, pero creí que lo mejor era correr hacia allá y dejar las maletas tiradas, me levanté e iba cuesta abajo cuando un chico me tomó del brazo y de un jalón me obligó a cambiar de rumbo hacia arriba. No dije nada, él era igual que en mi sueño. Seguimos corriendo y llegamos a la calle próxima a la plaza.
—Doris, Doris, espere —gritó él alterado.
Me metió a la fuerza a un almacén que se llamaba Dori'sport, y allí seguimos corriendo hasta el baño, entramos y cerró con fuerza.
—¿Que demonios está pasando? —pregunté sin saludar.
—Es una toma guerrillera.
Bajó la tapa de la taza del baño y se sentó. Acaricie su cabello negro.
—¿Cómo has estado?
—Como ves, corriendo.
Lo miré fijamente, en sus ojos había algo oscuro, algo negro pero no opaco. Presentí que algo en él había muerto hacia mucho tiempo.
—¿Qué tal el viaje? ¿Por qué bajabas desde allá?
—Me dormí.
Sonrió de medio lado.
—Despistada.
Los tiros empezaron a resonar, temblé de miedo y él se levantó y me abrazó.
—Tranquila —más ráfagas afuera—, pronto pasará.
Le devolví el abrazo y sin querer, sin saber por qué, empecé a llorar. Él me acarició el cabello en silencio sin soltarme mientras yo lloraba, empecé a sentir el miedo del pueblo, el clamor de los niños, el susto de los abuelos; sentí la suplica del suelo. Mi poder de hechicera no me abandonaba aunque yo así lo quisiera. Haciendo acopio de todas mis fuerzas pude apagar el murmullo del mundo dolido y por fin logré calmarme, con suavidad me separé de él.
—¿A todas estas, por qué estamos en el baño? —pregunté mientras me secaba las lágrimas. De nuevo sonrió de medio lado.
—¿No lo has notado? Toda la casa es de madera excepto este cuarto. Estamos aquí porque si hay balas perdidas el cemento las puede detener, la madera no.
Miré a mí alrededor, lo último que se me hubiera ocurrido en una toma era meterme al baño. Pensé en mis abuelos, su casa también era de madera.
—Tienes razón. ¿Y qué se hace en medio de una toma guerrillera?
Él me miro fijamente, casi con desprecio. Yo sólo trataba de olvidar el murmullo del dolor pueblerino en mi mente.
—Nada, esperar a que se vayan y dejen los muertos.
Suspiré, esa no era la mejor situación para un hermoso reencuentro entre amigos. Me senté en la baranda que separaba la taza de la ducha, me apoye en un codo y me embebí mirando el pueblo a través de la pequeña ventana reflejada en el espejo. Menos mal que ese lugar era mi salvación, mi refugio. Él también estaba callado, sentado en la taza. Sin palabras. Las ráfagas afuera se escuchaban muy fuerte, no podía evitar temblar. Era una sensación horrible. Por las calles del pueblo corrían unas mujeres desesperadas.
—¿Por qué esas señoras están afuera? —pregunté inocentemente. De un salto se puso de pie y miró por la ventanita.
—Son las esposas de los policías —dijo asustado—. Tal vez la guerrilla las está persiguiendo.
—¿Por qué? Es cierto que todos los policías son unos hijos de puta, pero esas mujeres no tienen la culpa de tener tan malos gustos.
—La guerrilla a veces asesina o secuestra a las esposas con sus hijos para obligarlos a desertar de las fuerzas. Así diezman al enemigo.
No respondí, ¿cómo responder a eso? Se apoyó en el lavamanos y miró con atención. También me asomé por la ventana, las balas silbaban y el pueblo moría. Una de las mujeres estaba acurrucada en el andén sosteniendo un bebé que lloraba, lo tapaba y acunaba tratando de calmarlo.
—Vamos a ayudarlas —dijo enternecido.
—¿En medio de esta balacera?
Se volteó a mirarme, me miró con desprecio; con odio me atrevería a decir.
—Cobarde —soltó por fin mientras abría la puerta y salía.
Con la puerta abierta el ruido de las balas era más nítido, más tangible. Se escuchaban las voces de los combatientes.
—Oye no, espera —salí corriendo detrás de él sin escuchar el murmullo de la vidamuerte. Lo alcancé mientras bajaba las escaleras.
—¿Qué te pasa? ¿Te enloqueciste? ¿Se murieron tus papás? ¿Tienes un trauma o qué? No es manera de comportarte —le dije apenas lo alcancé.
—Cuando supe que venías pensé que me ibas a ayudar pero no, eres de ellos.
Me indigné.
—¡No me digas guerrillera! —grité.
Me agarró del antebrazo y me sacudió.
—No grites que nos pueden escuchar. Voy a ir y eso a ti no te importa —hizo una pausa y me observó fijamente, como tratando de encontrar algo—, y no te estoy diciendo guerrillera sino fenómeno.
Me soltó, abrió la puerta a la calle y sin más se fue yendo. Me quedé atónita, afuera las balas silbaban, mi corazón latía muy fuerte pero no tenía miedo, ya había aprendido a no temer las armas humanas. Salí detrás de él hasta alcanzarlo.
—Voy contigo, estás loco y necesitas de alguien cuerdo.
No dijo nada, sólo siguió mientras lo acompañaba, caminamos pegados a las paredes y lo más agachados posible, dimos un rodeo por detrás de la calle principal y nos quedamos en una cuneta. Las balas aún se escuchaban pero un poco más lejos.
—Los guerrilleros están ocupados con el cuartel que queda abajo, mientras tanto podemos ayudar a esconder a las señoras para que no las encuentren.
—¿Y qué pasa si nos pillan?
—Pues nada —se encogió de hombros—, nos matan y ya. En la toma pasada cogieron a dos esposas y tres niños, los reunieron con los policías que sobrevivieron y unos soldados que habían cogido por la carretera, los llevaron a la cancha de tejo y delante de todo el mundo los mataron. Fue una masacre y nadie hizo nada. En represaría el ejercito violó a las campesinas de la Yuca y mató a sus hijos, sólo porque los guerrilleros los habían obligado a darles comida. No voy a dejar que algo así vuelva a pasar, que se maten entre ellos vaya y venga, pero que no se metan con nosotros.
Lo miré, estaba llorando, nunca había escuchado eso. En los pueblos la guerra colombiana tenía un matiz diferente que en la gran capital.
—Tenemos que reunirlas y luego las llevamos a un lugar seguro.
—¿Y a qué lugar?
—La iglesia, la iglesia es buen lugar.
Me puse de pie.
—Oye, ¿qué tienes con las iglesias?
—¿De qué me hablas?
—De nada —me avergoncé de mi comentario.
—Voy por ellas —se levantó, pero yo lo tomé del brazo.
—Espera, voy yo. Me puedo camuflar mejor con ellas y tú me esperas en la iglesia con la puerta abierta. Cuando llegue voy a dar tres golpes.
Se fue agachado aunque ya las balas casi no silbaban. Corrí hacia las señoras que estaban en una cuneta de la calle próxima a la plaza. Las alcancé rápido y salté dentro la cuneta sin ningún agüero, se sorprendieron y una gritó.
—Shh, nos van a escuchar. No soy guerrillera soy del pueblo y las vengo a ayudar.
Me miraron desconfiadas.
—No es cierto. Conocemos a la gente del pueblo y usted no es de acá, usted nos viene a matar.
Una muchachita se largó a llorar y tres señoras daban claras muestras de que se habían orinado.
—No, estoy recién llegada. Soy la nieta de la profesora Ninfa, la de la escuela.
—Eso no es cierto, y ni crea que nos vamos a dejar matar tan fácilmente.
Acto seguido salió corriendo en medio de la calle, pero no había recorrido ni una cuadra cuando cayó acribillada. La muchachita gritó de nuevo y las señoras empezaron a llorar, el pequeño bebé se despertó y también se unió al coro de llantos. Miramos hacia el cielo, no se veía nada pero todas presentimos el avión fantasma del ejército que dispara sin discriminar.
—Tenemos que irnos o van a creer que somos guerrilleros atrincherados y nos matan.
Ninguna respondió, tenían miedo y no querían colaborar. Por un segundo la neblina que se desparramaba por el suelo pareció detenerse, luego todas estaban como aleladas y me miraban fijamente. “Vámonos”, les ordené. Me paré y ellas me imitaron, salí corriendo y todas me siguieron. No había sido tan difícil. Los tiros volvieron a escucharse con fuerza, al parecer la presencia del avión fantasma había recrudecido la lucha. El pueblo estaba desierto, las puertas cerradas y los alientos cortados. Las llevé hacia la iglesia y sin demora golpeé en la puerta de la sacristía, tres veces. No hubo respuesta. Golpeé otra vez y nada. Me estaba poniendo nerviosa. ¿Y si le había pasado algo? Las señoras se acurrucaron al lado mío, tenían miedo hasta de respirar. Golpee de nuevo, esta vez se escucharon pasos y la puerta se abrió. Todas entraron apretujadamente y yo fui la última, pero nos esperaba una sorpresa. La sacristía estaba llena de guerrillos, él estaba en un rincón arrodillado, con las manos en la nuca y un fusil apuntándole a la cabeza. Lo habían golpeado, tenía un ojo morado y la nariz rota, lloraba y me miró desesperado. Seguramente había estado rogando mentalmente que no pudiera llegar. Todas las mujeres gritaron histéricas, unas intentaron correr hacia la puerta pero las cogieron del pelo y las devolvieron. A mi me llevaron junto a él, me arrodillaron también y me hicieron levantar las manos. A las señoras las requisaron y luego las tiraron al centro de la sacristía. Las obligaron a callarse y los guerrilleros se pusieron a discutir en una esquina. Aprovechando el desorden le hablé a Emiliano.
—¿Qué pasó? —pregunté en voz baja.
—Me pillaron cuando estaba abriendo la puerta y me cogieron. Yo no les dije nada, pero ellos se pusieron a esperar a ver qué planeaba.
—Por eso se demoraron en abrir. No sabían quienes éramos —él hizo un gesto afirmativo con la cabeza—. Nos van a matar.
—No lo voy a permitir.
—¿Y qué piensas hacer? ¿Matarlos con una novedosísima súper técnica de artes marciales?
—No te burles. Además…
—Además nada, hoy nos morimos y punto.
Él me miro y agachó la cabeza.
—¿Sabes? No soy normal.
La genial confesión de mi amigo me sacó de quicio.
—Pues que novedad. No eres normal. ¿Es lo más inteligente que vas a decir?
—No me refiero a eso, es que yo… —dudó un momento— veo cosas.
—¿¡Qué!?
—Veo cosas, las personas no son normales, están como deformadas en la cara. Algunos tienen colmillos, otros brillan demasiado, otros vuelan, a veces veo seres pequeñitos que me guiñan el ojo, me estoy enloqueciendo. Sólo quiero morirme.
Me quede atónita, mi amigo me estaba confesando algo realmente doloroso.
—Acá también están. Fenómenos, todos son fenómenos.
Se me retorció el corazón, lo entendí, sabia qué era lo que él veía. Sabía qué era lo que había muerto en él. Con razón ya no reía completo.
—¿Tú me ves así?
Me miró, tenía los ojos aguados y no pudo hablar, sólo asintió con la cabeza.
—Lo que ves no son monstruos.
—¿Tú que sabes?
Miré alrededor, los guerrilleros seguían ocupados, tenia algo de tiempo.
—Emiliano, escúchame pero ante todo créeme. En este mundo hay muchas cosas, muchos seres que no son humanos, son a ellos los que ves.
Instintivamente bajó las manos, entonces sintió el fusil en su cabeza.
—Oigan ustedes, ¿qué murmuran? —nos interrumpió la guerrilla que nos habían dejado de custodia. Esta vez sin demora caminé por el umbral del infierno y el tiempo se quebró, todos demoraron sus latidos excepto Emiliano que me miraba sin entender.
—Soy una hechicera, mi misión es proteger a la humanidad. Mira, este mundo es muy viejo y aquí existía vida antes que la humanidad llegara. Esa vida ha mutado y junto con los humanos han creado muchas criaturas que se mueven bajo un velo de perdición. Emiliano, algunos seres humanos que no tienen nada que ver con todo esto nacen con un don especial para distinguir a estos mutantes. Las hechiceras los llamamos cazadores, son entrenados y aprenden a utilizar su poder para controlar las criaturas. ¿Entiendes ahora?
Él dijo algo pero el tiempo quebró mi voluntad demasiado a prisa como para poder escucharlo. Tuve que poner las manos en el suelo para no caerme.
—¿Es por lo que hiciste? —me preguntó en un susurró.
Asentí. “Y tú, ¿entendiste?”. Ahora fue él el que asintió.
—Hay algo más, para despertar tu verdadero poder no debes tener fe en ningún dios.
Bajó la cabeza alejándola del fusil.
—No hay problema con eso.
Bajo el atrio de una iglesia de pueblo alguien enterraba un cuerpo decapitado. El hombre que había sido asesinado a punta de machete aun llevaba su sotana de sacerdote pederasta.
—¿Qué hiciste? —pregunté asustada mientras Emiliano sonreía abiertamente.
Nos sobresaltamos, una de las guerrilleras nos gritó. No contestamos y sólo atinamos a mirarla fijamente. Un hombre se interpuso entre nosotros y ella.
—Vamos a matar a estas perras —dijo—. ¡Reúnanlas!
Emiliano intentó levantarse pero yo lo detuve.
—Espera —le dije en un susurro—, tengo que terminar.
—¿Esperar qué? ¿A que las maten?
Su voz me hizo ver las manos ensangrentadas de un muchacho acólito que expiaba su propia violación. Sacudí la cabeza.
—Tú tienes poder para ganarles a todos estos y sobrevivir, sólo tienes que despertar encontrándolo.
Empezaron a coger a las mujeres y los muchachos y llevarlos al centro.
—¿Encontrar qué?
El dolor del culo penetrado a la fuerza se desvanecía con la cabeza de un sacerdote que recorría libre el río Magdalena.
—Hay una razón por la cual eres cazador. Quieres a alguien lo suficiente para protegerlo ante todo, ante todos los seres que habitan el planeta. Eso es lo que tienes que encontrar para poder despertar tu poder, tienes que saber quien es ese amor tan grande que te dio un poder especial.
Me miró confundido, los guerrillos ya tenían a todas las mujeres en el centro.
—Vamos a matarlas —dijo uno de ellos—, pa' que todas aprendan a no tener hijueputas.
Bajaron los fusiles hacia ellas y levanté una mano, unas ráfagas se escucharon pero un viento muy fuerte desvió las balas hacia la pared. Le di un beso en la frente a Emiliano y me levanté.
—Espero que puedas despertar —le animé telepáticamente.
Todos los guerrilleros voltearon a verme y sin mediar palabra provoqué una ráfaga de viento que los dispersó y dejo inconscientes. Sólo uno se quedó quieto, sin moverse un ápice, mirándome. Sonrió y me dejó entrever sus largos y mortíferos colmillos.
—No esperaba encontrar a una de ustedes aquí, en este páramo tan helado. Esto sí que es nuevo.
—En cambio yo no me sorprendo de ustedes, siempre andan metidos en todo. Ahora hasta son guerrilleros…
Él arrojó el fusil lejos, sabía que las armas humanas son juguetes entre nosotros.
—¿Así que vamos a jugar, hechicera? Me parece bien, el que gane se queda con la vida de estas mujercitas —señaló a las señoras que estaban calladas y atónitas mirándonos—, y por supuesto, con el pequeño cazador dormido detrás de ti.
Emiliano se levantó y se puso a mi lado, dispuesto a encararlo.
—Bueno, dos contra uno —hizo un exagerado gesto de alarma—, que injusto.
Hablé con mi amigo sin quitarle el ojo de encima a mi enemigo.
—Saca a las señoras de aquí, esto se va a poner feo. Ellas están hechizadas por la presencia de él, irradia un aura que encanta a los seres humanos y los deja sin voluntad.
—No me voy sin ti —fue lo único que dijo.
—No seas tonto, tu poder está dormido, por ahora no puedes hacer nada.
Emiliano caminó hacia las mujeres y a la que tenía el bebe la tomó por el brazo. Sin que me diera cuenta el hombre aquel cogió al cazador por la cintura y lo estrelló contra una columna, reaccioné a tiempo para crear un colchón de aire que lo protegió. En respuesta lancé una ráfaga de viento mientras Emiliano caía al piso, el otro arqueó una ceja y me esquivó fácilmente. Me alcanzó con un gran puñetazo en el estomago, quedé doblada en el piso y sin poder respirar. Me miró con desprecio y caminó hacia el cazador.
—¿Creíste que iba a dejar que te llevaras mi cena?
Emiliano se levantó como pudo y quedó recostado contra la columna, estaba herido en una pierna pero cuando tuvo al otro de frente le lanzó un puñetazo que fue detenido en seco. El cazador quedó atrapado. Yo no podía levantarme, no podía respirar.
—¿Sabes? —le dijo nuestro enemigo mientras le mostraba los colmillos¬—, te diré lo que voy a hacer: voy a torturar a las mujercitas bebiendo la sangre de sus hijos frente a ellas, las voy a enloquecer de dolor y luego me las voy a papiar. En cuanto a tu linda compañera, la voy a violar de todas las maneras posibles y luego le partiré todos los huesos del cuerpo menos los brazos, para que se pueda arrastrar y rogar mientras la torturo.
Emiliano se enfureció más al escuchar esas palabras, trató de reaccionar pero antes que pudiera hacer algo, su enemigo lo estrelló contra un muro rompiéndole la columna. Gritó de dolor y quedó en el piso sin poderse mover.
—A ti también te voy a torturar. Disfruto con el dolor de mis enemigos y…
Dejó la frase sin completar para poder saltar esquivando mi ataque que rompió el muro en dos, algunas piedritas le cayeron al cazador. Cuando me di cuenta estaba frente a mí y me cogió del cuello levantándome del piso.
—Tu poder es mínimo comparado con el mío, aun no has terminado tu entrenamiento, pero ¿sabes que? Cambié de opinión, te mataré y sólo al cazador lo torturaré. Son más vulnerables cuando están solos.
Tenía razón, mas no iba a rendirme tan fácil. Levanté la mano derecha y le lancé otra ráfaga directo a la cara, sólo logré hacerle ondear el cabello. Miré al cazador que trataba inútilmente de levantarse, no podía hacer nada por mí mientras no despertara su poder y tuviera la columna vertebral rota. Estaba siendo ahorcada, no me llegaba aire. Lancé otra ráfaga, más débil que la anterior, no le hice nada, le cogí el brazo con la mano pero su fuerza no disminuía. La guerra me alcanzaba. La maldita guerra me derrotaba en mi propio pueblo. No podía más, se me aguaron los ojos, el cazador se arrastraba tratando inútilmente de alcanzarme. No pude protegerlo, lo perdí, lo había perdido. Ya casi no veía, no respiraba. Él sonreía, lo estaba disfrutando. El cazador detuvo su reptar para mirarme a los ojos, por fin se dio cuenta que no podía hacer nada. Lo sentía en el cuello, estaba desfalleciendo, dejé caer mi mano mientras veía como Emiliano lloraba por mí… ya no podía más, no podía respirar ni un poco, mi garganta estaba a punto de estallar. La puta guerra me las había ganado todas. Con mis últimas fuerzas le sonreí al cazador tirado en el piso. Al parecer no era yo quien le despertaría el poder. Al fin y al cabo no habíamos sido tan amigos como creíamos… Cerré los ojos intentando encontrar un poco de aire.
***
Llevaba una presa de pollo de mil en una mano y una botella de agua en la otra.
—Vaya almuerzo —dije para mí, un indigente me miró. Hablaba sola, casi siempre hablaba sola.
Seguí contemplando el centro de la ciudad, mi maleta pesaba y me dolían los hombros.
—Malditos libros de la Luís Ángel —volví a hablar sola.
Caminaba con lentitud, siempre me ha gustado contemplar a la gente por la calle décima. Se ponen paranoicos, corren, vigilan, atisban, se les acelera el corazón. Parecería que en la capital, transitar por el centro se convierte en todo un deporte extremo, un deporte donde no hay amigos, sólo ladrones, limosneros y timadores. Caminaba mirando a todos, como si fuera la única que no estuviera muerta del miedo, como si fuera la única que consideraba la décima como una calle común y corriente y no la puerta a un infierno abismal. En la otra acera vi a unos hombres caminando despacio, como si no tuvieran qué temer, llamaron mi atención y los detallé. Miraban a todo el mundo como si trataran de encontrar algo, me sobresalté, supe quienes eran o mejor, qué eran. Caminé tratando de disimular, pero uno de ellos me detectó, me miró y yo le devolví la mirada. Me había equivocado, no eran lo que yo pensaba: peor aun, eran cazadores. Uno de ellos, el que estaba más atrás, llamó mi atención. Estaba enfundado en su gabán pero aún así lo reconocí. Sin pensar en lo que podría pasarme atravesé la calle, corriendo sin fijarme en el Transmilenio que venía lejos. Llegué a su lado en un santiamén, agitada y asustada.
—Oye, oye, ¿qué pasó?
Él agachó la cara para mirarme, era más alto y se tapaba con una bufanda, llevaba un parche en un ojo.
—¿Qué paso? —le volví a preguntar mientras agitaba mi grasienta presa de pollo—, desde la toma al pueblo desapareciste. ¿Dónde te metiste?
No dijo nada, sólo se quedó callado.
—¿Emiliano?
Seguía sin hablar, empecé a comprender qué había sucedido. Sus compañeros me rodearon. Adivinaron qué era yo.
—Oye… —alguno me tomó del cuello por la parte de atrás. Me dolió pero lo soporté, no podíamos iniciar algo allí, en medio del centro de Bogotá.
—¡Déjenla! —ordenó. Su voz era dura, sin sentimientos.
Me soltaron, se quedó callado mientras se destapaba la cara y dejaba al descubierto unas horribles cicatrices. Lo compadecí, debía haber sufrido mucho, llevaba en la frente un número tatuado. El código de alguna oscura prisión. Solté el pollo y alargué la mano para tocarle la cara, cogió mi mano con fuerza, demasiada fuerza, me lastimó sin compasión. Gemí de dolor, lo llamaron desde adelante y me arrojó contra una pared mientras me daba la espalda.
—Tu hermana aún te busca —le dije desesperada, pensando que tal vez había sido ella quien le había despertado el poder.
Me miró, por un segundo creí que lo había recuperado, luego sonrió, de medio lado, como ahora sonreía.
—De allá vengo.
Tuve la visión de un apartamento lleno de sangre, una mujer y su hija asesinadas, descuartizadas.
—No puede ser —murmuré.
Acercó su horripilante cara desfigurada a mí.
—Hechicera —me dijo con desprecio, con odio, con el pedazo de lengua que aún le quedaba.
—¡Zeus! —lo volvieron a llamar.
Caminó despacio, alejándose. Quise detenerlo. Quise protegerlo. Devolverlo de nuevo al pueblo para que viviera en paz. A lo lejos el cazador que era Zeus volteó para mirarme. En un tiempo no quebrado, un cazador vestido de sacerdote celebraba la misa de Réquiem por una traidora hechicera muerta. Guiaba el féretro hacia un cementerio pueblerino de cúpulas negras y almas de purgatorio. Luego, en la noche cuando todos se habían ido se quedó quieto mirando la tumba, esperando a que ella se levantara de entre los muertos para volverla a asesinar.